Al más fiero estilo de lo que en los años 60 se llamó la literatura de la Onda, Sábado D.F. tiene como argumento las vicisitudes de un grupo de amigos inconformes y desilusionados, jóvenes en edad de merecer y padecer, representantes de una clase media que, aburridos hasta la saciedad, sueñan con vencer la inercia propia de los fines de semana y armar un sábado de copas y romance, requisito indispensable para dejar de ser «unos podridos»; es decir, rescatar de la vida un suspiro de interés. Nada del otro mundo... Charlie: ¿Qué hay? Pedro: Nada Charlie: ¡Cómo nada! Pedro: Créeme, ya le busqué por todos lados. Charlie: ¿Y? Pedro: No se ve futuro. Charlie: ¿Otra vez, quedarnos de podridos? Jóvenes sin futuro, con poco pasado, con un presente que sólo se justifica con las fiestas y los ligues, habitantes de vida un día a la semana. Nada más peligroso ... ¿Porqué? Porque estamos en el Distrito Federal, una ciudad- un país- en donde generalmente nunca pasa nada y cuando pasa, nadie sabe nada ¿De dónde viene usted?, pregunta uno de los personajes: «¡Ay, bendito! De un lugar maldito. De cielo claro y azul,.... No hay lugar más bello que la tierra de donde yo vengo. Un paraíso, pero lleno de alimañas. Guerra, muerte, sangre, miseria y cizaña, es lenguaje de la calle, son cena y desayuno.» Un país que se desmorona, una ciudad que tiene como deporte nacional la ruleta rusa, en donde nada es lo que parece, es ahí, en este Sábado donde viven los protagonistas de la historia. Como aquellos viejos argonautas buscan un tesoro que los redima; el botín no es nada espectacular, tan modesto o prodigioso como puede serlo cualquier vida: amores y vino que justifique su existencia en una ciudad en donde día a día se juega la vida. El precio y el privilegio de vivir aquí.