Hay pocas probabilidades de que una persona común, criada en la ciudad y con una vida orientada a los estudios tenga –a lo largo de su vida-  más de uno o dos accidentes que la pongan en riesgo. Esos “casi”, que uno atesora como anécdota para contarle a sus amigos en ronda de bar y sus nietos en ronda de cuentos. Por eso es raro encontrar alguien que, con esas condiciones de vida, pueda descargar una ráfaga de diez situaciones límite, e incluso tener alguna otra situación a disposición, y no agregarla en la lista porque no le parece tan peligrosa. Es mi caso. En diez oportunidades tuve una conversación mano a mano con la parca; ella intentando convencerme para llevarme, yo, terco, decidido a quedarme un rato más. Por el momento, nunca nos pusimos de acuerdo. Todos estos relatos son –estrictamente- biográficos, pero, paradójicamente, refieren a diferentes “muertes”. Como la biografía se refiere a la vida de una persona, no me pareció lógico contar mis “muertes” bajo ese título. Es así que, inicialmente, este libro se llamó “Mortigrafías”. Tiempo después, recordando la existencia de Thánatos, dios de la muerte en la antigua Grecia, me pareció mucho más sonoro y real cambiar por el nombre final, Thanatografías. En mi ignorancia, pensé que, además de compartir mis experiencias, había inventado una palabra… pero no, el google, que todo lo sabe me hizo saber que ya se me habían adelantado. De todas formas, para mí, ¡la inventé! Claro, el libro bien podría haberse llamada “Catorce muertes en la vida de un mortal”, bastante más musical, pero me pareció menos apropiado. La escritura de estas vivencias no es estilísticamente rigurosa, para mantener la frescura y el humor de la anécdota de bar y el amor del cuento familiar. El relato es, entonces, coloquial y no exento de las “malas palabras” que nacen espontáneamente en situaciones complicadas.