«Domingo. ¿Qué nombre le ponemos?» preguntó solemne. Domingo Zamora aun no podía creer lo que había ocurrido hace tres días. Permaneció callado durante todo el viaje y al entrar a la casa se sentó en una mecedora de madera con almohadillas de distintos colores cosidas por Doña Ignacia. Estaba pensativo, en la luna, como le diría muchos años después a su nieta cuando la veía en ese estado. Era un veterano de la Segunda Guerra Mundial y había trabajado para la prestigiosa compañía petrolera de ese país que nadaba en oro negro, pero donde la gran mayoría vivía en pobreza. Nunca se supo a ciencia cierta en qué país nació, la fecha ni el año, porque en ese entonces poco se registraba a los recién nacidos. Siempre se había creído que había nacido en Coro, pero cuando fue buscando una partida de nacimiento le dieron solo una prueba de haber residido en esa ciudad. Aparecía la fecha diecisiete de julio, mientras que en su pasaporte que no recuerda con que papeles haber sacado notaba el veinticuatro de julio, el natalicio del Libertador. En ese entonces pensaba que pudo haber nacido en Curazao, porque recordó que sus padres vivieron allá por muchos años. Era tan probable como improbable que hubiera nacido en Curazao, y la única persona que lo podría haber sacado de dudas era su padre: José Zamora. Curazao era una isla que albergaba exiliados de ese país gobernado por un dictador déspota que trataba al estado como a su hacienda, a los ministros como capataces y en donde el pueblo era el ganado. Había tomado el poder de golpe con la Revolución Liberal Restauradora que puso fin a cuantas guerras civiles habían debatido a aquel país de miseria por caudillos que se peleaban por territorios, la presidencia o por el sencillo placer de hacer guerra. Evocando el pasado político de un país en algún lugar del Caribe y vaticinando su futuro apocalíptico, la familia Zamora Ugueto lucha por hacer lo imposible: ser feliz.