Comencé a escribir este libro hace 12 años cuando mis hijas eran aún pequeñas y metidas en su cama se negaban a dormir. Me miraban con sus ojos bien abiertos, con el pestañeo coqueto que siempre me convencía, mientras me pedían les repitiera las historias de las criaturas fantásticas y los espíritus juguetones que había escuchado de contadores mayas de historias junto a los fogones sentada a la mesa compartiendo la comida o caminando en las brechas de pueblos alejados de cualquier cosa moderna, en mis andanzas en comunidades y lugares perdidos en las selvas del Sureste de México. A decir verdad, aún años después, mis hijas que ya son jóvenes mujeres se meten en mi cama, se acurrucan como cuando eran niñas y de cuando en cuando me miran con sus ojazos pestañeadores y me piden que les cuente un cuento. — ¡Cuéntanos un cuento, mami! Me tomó tanto tiempo el terminar las ilustraciones y los cuentos que daban vueltas volando en mi cabeza como mariposas; historias que se quedaban en mi mente tras dejarlas en su cama ya dormidas, historias y personajes que me seguían a mi cama brincoteando sobre los muebles, trepando por las paredes y que girando como remolino, se colaban también en mis sueños, porque todas querían salir a un tiempo, hasta que un día decidí que no podían estar volando por ahí sueltas (podían escaparse y no volver más) y debía atraparlas en papel. Muchas madrugadas me desperté queriendo escribir las historias de mis cuentos, de los cuentos de las personas de las comunidades y de mis sueños. Quería que este libro fuera especial para mis hijas y comencé a escribirlo allá por el año 2002, cuando mi Cecilia tenía 9 y la pequeña Malú tenía 2 años…