Quien se aventure en las páginas de La Paloma no debe morir, deberá hacerlo con sus sentidos plenamente despiertos y la mente dispuesta a la posibilidad de discutirlo todo, liberándose de verdades a prueba de fuego y prejuicios ancestrales. Esta es, más que nada, la escritura de un debate, tan antiguo como la civilización occidental. Sus personajes –bien delineados, definidos y diferenciados, herramientas de esa discusión que cada quien mantiene consigo mismo ante cada decisión, ante cada disyuntiva– son astronautas que enfrentarán el insospechado reto de viajar no en el espacio sino en el tiempo. La suya es una ruta de colisión directa contra las verdades últimas que dan sentido a la existencia humana, y la posibilidad real de trastocar las cosas, con la obligación consecuente de volver luego a colocarlas en su lugar. Manuel Ortuño ha conseguido en estas páginas una distopía monumental que habrá de cuestionarlo todo en la búsqueda de la verdad, la razón del ser y el estar; y la asunción del destino no como algo ya hecho y fatal sino como un acto de fe, de dignidad, y de realización personal.