De un tiempo hacia adelante la imagen suya estaba diluida en mi mente. No logré construir más que un rostro indefinido. Los brotes de la vida se muestran regados por la tierra. Resultaba lógico pensar que la niña de mis recuerdos parciales había dejado sus propias huellas. Su rostro de adolescente huía de mí, pero la había visto desde el momento de nacer. La bebé formaba un invierno de lágrimas durante la noche. Parecía una tormenta. Recuerdo haber contemplado la vestimenta de manchas rojas que dejó a la madre al abrirse paso entre su vientre. Debía continuar su viaje y cada vez las huellas se irían volviendo más perceptibles. A ella pertenecía la ley del movimiento, del abandono de sitio, del cambio. En ella se había inscrito la ley suprema de la vida… Después de su partida, me dedique a los libros. Uno de física se resbaló al piso. En el libro encontré una figura trazada con un lápiz. La figura ocupaba casi toda la plana. Debía corresponder a las primeras letras en su idioma de bebé. Significaba una de las primeras manifestaciones de trasladar hacia afuera lo que había dentro de ella, la vida misma. Al mirar las rayas, dibujadas más de 18 años atrás, comprendí que ella no podía ser culpable de algo que llevaba dentro por naturaleza, el movimiento de la vida. Recordé a la niña que lloraba triste. Iba camino de la calle a reunirse con aquel muchacho de colegio. En cambio yo, el padre, me había negado a darle un beso de despedida.