Una mancha incrustada entre el escenario imaginado, angustioso por el vanal y eufórico entusiasmo que perece ante el tiempo del público, ante la luz del ocaso, donde el sudor se hace arte, el salto se hace paraíso y las palabras claman libertad de pensamiento. Una ensoñación disipándose en el lamento urbano, en el personaje imperioso y obsoleto que emana vida por aquella introspección; esa catarsis inversa que oculta su mirada, que oculta el maquillaje natural de las venas, que se esconde entre la piel ensimismada y colorida ante el vestuario real de la vida. Una palabra por el planeta, un grito esperanzado y la buena acción por el soñar, el amar, el ser en sí mismo, aquel Dasein (el estar ahí) indispuesto y dislocado ante la realidad. Que enfrenta cuando un telón se abre en el espacio del escenario. Que aumenta el hecho de sobrevivir en los infiernos siendo y pereciendo. Actuando y sobrevalorando el alma, el cuerpo, el sostén que cubre la verdad artística, el pro de la mimesis, y la osadía de estar entre las tablas al logos. El mundo tardío, inmerso como la luz que enceguece sin compasión, sin miradas, sin amor a la verdad, acurrucado con lágrimas en su pecho, con las manos en su cielo, con el beso entre los dedos; la ropa disipándose entre la sangre, los estados alterados que desfogan las más atrevidas fantasías. Este color rojo operándose ante el porvenir de sus ojos, entre el aplauso riguroso, delicado, espeso y tierno. Enfrentándose a la cruel realidad con sus venas moribundas, así son Macbeth y Hamlet.