Cada cuento de este libro de Horacio Fernández es un artefacto casero. La técnica es propia: una compaginación de elementos encastrados a fuerza de martillo, de golpes de maza que nos llegan, cada tanto, en sentencias inapelables. Una ética. La ética del cascotazos al equilibrista que somos, que esquiva e intenta seguir haciendo pie. Los personajes de EQUILIBRIO INESTABLE son simples: somos todos, vos, yo, cualquiera, varios y a la vez uno solo. Los cuentos también son distintos y a la vez son un único cuento. Avanzan, meandrosos, separados, se entrecruzan, se vuelven a separar, en el tiempo de una vida que es una y múltiple, una vida vivida en un mismo cuerpo o separado en muchos, qué más da, muchas vidas o una sola porque todo es uno, y lo mismo afuera que adentro, y lo mismo arriba que abajo: la fatalidad, la frustración, el ansia, se despliegan en diversas líneas que se trenzan, siempre hesitando, en la siempre injustificada, la siempre provisoria e inestable Vida. Leemos y nos derramamos así por estos intersticios de la letra de Horacio, rellenamos el bache con lo propio, apoyamos confiados el pie en esas pequeñas trampas para pájaros, hechas de escenas reconocibles, tan cotidianas, trampas que el autor sembró con inteligencia acá y allá, trampas que hacen que, en uno u otro momento descubramos que hemos pisado el palito y que, inadvertidamente, estamos ahora también nosotros del lado de adentro del cuento, somos parte central de ese mundo, el rubí de todo engranaje de relojería. Estamos adentro, y sin embargo no golpeamos para salir, no nos movemos, nos quedamos muy quietos, parados en la cuerda floja, atentos al desplegar de la escena. Esquivamos, cada tanto, algún cascote. Pero no respiramos siquiera, no vaya a ser que perdamos el equilibrio. Flavia Pantanelli