El manuscrito del diablo

  • Autor: MIGUEL NUÑEZ MARQUES
  • Biografía Autor: Miguel Núñez Marqués
  • Género: Literatura y Novela
  • Nº Páginas: 380
  • Encuadernación: Tapa dura
  • Formato eBook: ePub | MOBI | PDF
  • Año: 2025
EL MANUSCRITO DEL DIABLO Solo el mal perdura para siempre Dios tenga misericordia de los y de las Siglo XVI, época de brujas. Europa vivió entre 1490 y 1670 la mayor caza de brujas que se recuerda. Fue un momento de fanatismo implacable, irracional y macabro en el que se persiguió a cientos de miles de personas, mayoritariamente mujeres, acusadas de aquello que la Iglesia consideraba desviaciones de la fe. Juzgadas de manera inmisericorde por los tribunales de la Inquisición, aquellas mujeres, señaladas por invocar y seducir al diablo, fueron cruelmente torturadas y quemadas en la hoguera. España tampoco quedó al margen de los fanáticos excesos de lo que se dio en llamar el Santo Oficio, el brazo armado de la Iglesia, extendiendo sus tentáculos por los más recónditos rincones de la península. Se constató en las zonas rurales del norte, donde se dieron la mayor parte de los casos relacionados con posesiones diabólicas, conjuros, hechizos y mal de ojo, en los que se verían involucradas y señaladas, sobre todo ellas, las brujas. Aquellas mujeres fueron víctimas obligadas, por meras sospechas o simples envidias, a confesar su herejía a golpe de martirio. Y aunque en un alto porcentaje aquel ensañamiento respondía a severos errores, también se revelaron casos de prácticas anómalas, como aquelarres o ritos invocatorios al macho cabrío, el mismísimo Satanás. No son pocas las leyendas que corren por Galicia desde el siglo XVI. Según un manuscrito hallado de aquella época, se sabe de un caso cercano a la comarca del Morrazo, en la que tuvieron lugar algunas de aquellas reuniones clandestinas. En una de estas crónicas se registra la misteriosa desaparición de un niño en sus bosques, siendo partícipe como ofrenda para la culminación de una terrible profecía. No obstante, debido al deterioro del manuscrito, se desconoce cómo se resolvió este siniestro caso CAPÍTULO 0 Noviembre del año 1517 (suroeste de Galicia) Un profundo silencio reinaba en el lóbrego y frondoso bosque. La noche era gélida, y las densas nubes que cubrían el cielo apenas dejaban asomar la majestuosa luna llena. Una leve e inerte neblina suspendida en el aire se deslizaba de forma sigilosa entre la espesura, creando tras de sí una imagen fantasmagórica. Solo el resplandor centelleante de varias antorchas, empuñadas por un grupo de hombres, abriéndose paso a través de la espesa vegetación, iluminaban el oscuro y siniestro paraje. Mientras tanto, no muy lejos de allí, el resonar de una campana inusual a esas horas de la madrugada, incesante y anómala, quizá maldita, se escuchaba como si proviniese del mismísimo infierno. Algo buscaban esos hombres. Varios de ellos armados. Posiblemente, esa condenada campana sonaba como acompañamiento de aquellos desesperados lugareños. De repente, una grave voz se hizo escuchar en el sepulcral silencio de la noche. Interrumpiéndolo, para así alertar al grueso del grupo que avanzaba de forma paralela, rastreando cada rincón del bosque. Provenía de una posición más adelantada. Era una avanzadilla de dos hombres bien armados y experimentados. —¡Aquí, aquí! ¡Venid, rápido! —exclamaba uno de ellos de manera exaltada. Aquellos campesinos, desesperados por dar con lo que buscaban, al escucharla, salieron corriendo en dirección a esa alarmista e inquietante voz. Subiendo la empinada ladera y abriéndose paso a través de la maleza, llegaron a alcanzar su posición, encontrándose así con los dos rastreadores. El que les había alertado, muy nervioso, observaba todo a su alrededor con gran inquietud. Como si algo extraño le acechase. Estaba junto a una caverna o pequeña gruta, oculta entre un cúmulo de primitivas rocas. Su compañero, a pocos metros de él, tenía inmovilizada en el suelo a una mujer menuda, de unos cuarenta años, aunque aparentaba bastantes más. Las canas que asomaban, entrelazadas en su largo y mugriento cabello, le daban un aspecto nauseabundo. Llenos de incertidumbre por saber si habían dado con lo que buscaban, extrañados, empezaron a rodear a aquella misteriosa y embrujada mujer, a la vez que la luz de sus antorchas proyectaba las alargadas sombras de sus figuras sobre aquellos enormes peñascos. Abriéndose paso entre ellos, aparecieron dos hombres. Uno, con una larga vestimenta negra, siendo el párroco del pueblo. El otro, dada la indumentaria que llevaba, evidenciaba ser el alcalde. El guardia que se encontraba junto a la entrada, al verles llegar, se adelantó para interceptar el paso del sacerdote. Poniéndole la mano en su pecho con la intención de advertirle sobre lo que muy probablemente iba a encontrarse dentro de la angosta gruta. Mirándole a los ojos, dijo con voz balbuceante: —Padre… —La expresión de miedo en su rostro reflejaba lo que era evidente. —¿Está dentro? —preguntó este en un tono seco, sin darle opción a proseguir. El guardia, en silencio y sin volver a pronunciarse, hizo un leve movimiento, asintiendo con la cabeza, y de forma seguida se apartó hacia un lado para dejarle pasar. El sacerdote se dirigió hacia la gruta, no sin antes acercarse para observar a esa desconocida y mugrienta mujer, arrimando la antorcha para iluminar con su llamarada y ver así de quién se trataba. Esa siniestra bruja yacía inmóvil en el suelo, sujetada por el otro vigía, sin ofrecer ningún tipo de resistencia, con las manos atadas a la espalda y la cabeza ladeada, con la mirada perdida. En su boca se apreciaba una leve sonrisa, lo que evidenciaba en ella cierto desequilibrio. El sacerdote se giró y miró por un momento al distinguido acompañante que se encontraba a su espalda. Sin articular palabra, apartó la vista, esta vez hacia la entrada de la cavidad, y sin la más mínima duda se encaminó hacia ella al igual que el alcalde, que hacía lo propio para ir tras sus pasos. Mientras tanto, iban llegando los restantes campesinos que habían quedado rezagados. Entre ellos, el padre de la criatura. Llevaba ya varios días desaparecido. Habían rastreado y recorrido toda la comarca del Morrazo, incluida la ría, a la que acostumbraba a ir cuando bajaba la marea para buscar pequeñas conchas. Tenía tan solo ocho años y su padre no había descansado en buscarlo desde su desaparición. Iba junto a un grupo de hombres de la región, liderado por las fuerzas vivas del pueblo, que se habían ofrecido para dar cuanto antes con su paradero. Aquel espeso bosque, ubicado al suroeste de dicha comarca, era lo que aún les quedaba por batir. El padre se abrió paso entre los que allí se encontraban y muy nervioso comenzó a hablar con angustiosa voz, temiéndose lo peor. —¿Dónde está? ¡Por Dios! ¿Lo habéis encontrado? Sujetándolo, el mismo guardia intentaba calmarlo, pero el hombre, ajeno a ello, con un grado de excitación descontrolado, no dejaba de preguntar. Justo a su llegada, en ese mismo momento, pudo ver salir de la cueva a ambos hombres. Sus caras reflejaban una enorme perplejidad. Se les veía asustados, o, mejor dicho, aterrados. Como si hubiesen visto un fantasma. El alcalde, con el rostro desencajado y totalmente pálido, se apartó hacia un lado y, sin poder evitar la angustia, empezó a vomitar. Mientras que el párroco, en estado de shock, no alcanzaba a escuchar nada de lo que el desdichado progenitor profería resistiéndose a lo irremediable. —¿Padre, está ahí dentro? ¡Conteste, se lo ruego! —preguntaba mientras le miraba de forma afligida. —Detenedlo… No le dejéis pasar —respondió, desconcertado y con voz entrecortada. Intentando asimilar lo que había visto en aquella desolada gruta. ¿Qué podía haber sido lo que encontraron esos hombres para salir en ese estado? ¿Incluso para llegar a sobrecoger de esa forma al propio sacerdote? Alguien tan experimentado de cara a la muerte. Estando presente tan a menudo frente a ella. Dando, en infinidad de ocasiones, la extremaunción a tantos moribundos en sus últimos minutos de vida. Todos se quedaron en silencio, al ver salir de aquella manera tan escéptica y aterradora a los dos hombres que lideraban el grupo, preguntándose extrañados también por el mismo motivo. El padre de la criatura empezó entonces a revolverse mientras gritaba: —¡Suéltame! ¿Hijo, estás ahí? ¡Hijo! ¡Déjame pasar, maldito! —repetía angustiado una y otra vez, sin dejar de forcejear para poder liberarse. El guardia hacía lo posible por retenerlo a la espera de alguna nueva orden, mientras observaba cómo el sacerdote seguía allí, inmóvil, sin apartar ahora la mirada de aquella perturbada mujer. En un descuido, el ansioso campesino empujó al opresor con tal ímpetu que le hizo caer hacia atrás, aprovechando ese justo instante de verse liberado para acercarse a uno de los aldeanos y arrebatarle la antorcha. Seguidamente, muy nervioso, echó a correr hacia la primitiva cueva. Era bastante estrecha, con lo que debía agacharse para poder introducirse en ella. Nada más entrar, notó algo que no sabía definir exactamente. Era un fétido olor que impregnaba todo el húmedo aire a medida que se adentraba por aquel estrecho y oscuro pasadizo, haciéndose prácticamente irrespirable debido a la poca ventilación que existía. Era, más bien, un olor parecido al que desprende el incienso quemado, pero mucho más intenso y desagradable, como mezclado con algo corrompido, generando un hedor difícil de soportar. El temeroso hombre se tapó la nariz con el antebrazo para evitarlo, a la vez que avanzaba despacio para no resbalar, ya que el suelo era muy inestable. Aparte, de lo incómodo de ir encorvado. Pasados unos minutos, empezó a apreciar algo de luz al final del pasadizo. Era como una especie de cámara, levemente iluminada por unas luces que no dejaban de parpadear. No siendo estas más que un puñado de velas medio consumidas que se hallaban repartidas por todo el suelo, alumbrando así la pequeña sala. Afuera, se oía el murmullo de los enfurecidos campesinos, que no paraban de preguntarse por lo ocurrido. El alcalde, más restablecido, intentaba explicarles lo que había visto. Pero de repente, en ese instante de enorme incertidumbre, algo hizo que todos se estremecieran. Provenientes de la gruta escucharon unos desgarradores alaridos que se hacían más aterradores en el silencio de la noche. El resplandor de la antorcha sirvió al padre para iluminar más aún la pequeña sala, apreciando en un lado de la rocosa pared una especie de figura dibujada, pareciéndose a la de un animal con cuernos, como la de un macho cabrío rampante exhibiendo cierta apariencia semihumana. Sin duda, algo diabólico había envuelto entre ese olor pútrido. Era evidente que aquella imagen representaba al diablo. En torno a las velas, se encontraba en el suelo un círculo de pequeñas piedras que formaban una especie de pentagrama invertido. Dentro yacía un viejo cuenco de madera lleno de sangre, dentro del cual se apreciaba algo espeluznante. No era otra cosa que el mismísimo corazón de aquel inocente niño, como ingrediente claro de un sádico ritual satánico. Sí, todo hacía pensar que aquella mujer podía ser la bruja que lo raptara y que llegara a matarle allí mismo, para sacarle el corazón y entregarlo como ofrenda a esa siniestra figura dibujada en la piedra. Aquellas paredes estaban llenas de extraños símbolos pintados con su propia sangre. El cuerpo sin vida se encontraba al fondo, en un rincón de la galería, apreciándose ya ciertos síntomas de descomposición. El padre, al verlo, soltó la antorcha y corrió hacia allí, cayendo de rodillas ante él. Desconsoladamente, entre sollozos, le abrazó estrechándole contra su pecho, al tiempo que gritaba de rabia e impotencia. Pese al abatimiento y desconsuelo, lo levantó en vilo entre sus brazos y a duras penas se encaminó hacia la salida. Algunos campesinos que se encontraban ya en la entrada, al verle salir fueron a socorrerlo, siendo testigos de cómo, tras dejar el cuerpo en el suelo, el padre se desvaneció. La situación era tensa y cada vez más insostenible. Varios de ellos empezaron a increpar a aquella mujer como la presunta asesina. —¡Está poseída por el diablo, hay que quemarla! ¡Acabemos con esa maldita bruja! —gritó uno de ellos, girándose hacia el resto y alzando con rabia su antorcha. El alcalde se acercó al sacerdote para hacerle entender que tenían que tomar una decisión lo antes posible, ya que aquellos rudos hombres estaban empezando a perder el control, y muy pronto sabía que no podrían dominar la situación. —Padre, hay que hacer algo, en breve se van a rebelar y tengo pocos guardias para contenerlos; y razón no les falta: es una atrocidad lo que esa demente ha hecho con el crío —dijo con preocupación. El sacerdote seguía mirándola en silencio, mientras el centinela la levantaba, atándole aún más fuerte las manos a la espalda, sin que ella hiciera por ofrecer resistencia alguna, manteniéndose inmóvil, sin importarle nada de lo que le rodeaba. El alcalde, al verle absorto y sin apartar la mirada de aquella mujer, se puso delante de él y agarrándolo con firmeza por el brazo, volvió a insistirle. —¿Padre? ¿Oye lo que le estoy diciendo? No tenemos tiempo que perder, y en cuanto ese pobre desdichado vuelva en sí, no entrará en razón. Además, bajarla al pueblo sería peor aún. Ver al niño en ese estado podría revolucionarlos a todos, y no sabemos qué estarían dispuestos a hacer. Quizá no podremos retenerla en el calabozo esperando a que el Santo Oficio la juzgue; sería todo muy arriesgado. Esta vez, al escucharle de nuevo, se giró, y mirándole a los ojos, respondió de forma impasible: —No me importa lo que digan esos bastardos, me da igual. Solo sé que el alma de esa bruja ya está perdida. Ese ritual es una ofrenda a su Dios, ¿no lo entiendes? Se ha entregado a él, al Dios de las Tinieblas, está poseída por Satanás. No tiene posibilidad de salvación, ni siquiera merece que la absuelva. ¡Debe morir en la hoguera! Tras decir aquello, la miró sin la más mínima compasión, en tanto que el alcalde, apartándose de él, exclamó en voz alta: —¡Escuchad! ¡Vamos a quemar a esta maldita bruja! Los campesinos empezaron a gritar al tiempo que alzaban las antorchas, dispuestos a cumplir su sed de venganza, reflejando sus alargadas figuras sobre las rocas. —¡Sí, quememos a esa perra! —increpaban todos ellos al unísono, llenos de una desmesurada ira. Dejando atrás la lúgubre caverna, y sellándola con varias piedras para que jamás fuese descubierta, se encaminaron ladera abajo, por donde habían venido, ya que no había árboles alrededor de aquellos peñascos donde culminar su ansiada ejecución. No muy lejos del lugar, tras dejar atrás la cima, en el espeso bosque, se abrió un pequeño llano donde se encontraban algunos gruesos árboles con poca vegetación a su alrededor. Habían pasado por allí anteriormente y era el sitio perfecto para perpetrar la ansiada ejecución, pensando en que no se extendiese el fuego de manera accidental. Aunque contaban con la ventaja de que esa noche apenas corría la brisa. Entre tanto, el alcalde, que iba por delante, levantó la mano en señal de haber llegado al sitio adecuado. —¡Aquí está bien! ¡Pasad la cuerda por aquella rama y preparad la hoguera! ¡Vamos! —esbozó de forma autoritaria. Obedeciendo en silencio, se pusieron a recoger todo tipo de rastrojos que iban encontrando por los alrededores con lo que alimentar la hoguera. Pasados pocos minutos, y una vez apilada la leña bajo la gruesa rama de aquel árbol, se fueron arrimando para presenciar dicha ejecución, observando cómo uno de los guardias la maniataba, rodeando así, con la gruesa soga, el tórax de la demente mujer. —Ya está, señor —dijo, cumpliendo con su cometido. —¡Bien! ¡Subidla enseguida! —ordenó el alcalde impasible, sin apartar la mirada. Pero antes de cumplir dicha orden, el sacerdote, dando un paso hacia adelante, intervino alzando la voz para impedir tal maniobra. —¡Quietos! ¡Esperad! ¡Así no! Sorprendidos ante aquella repentina interrupción, se quedaron mirándole sin entender lo ocurrido, mientras que este, dirigiéndose a los allí presentes, empezó a explicar cómo se debía proceder con tal ajusticiamiento. —¡Escuchadme! Es una hereje y ha entregado su alma a Satanás. Ese pobre niño ha sido asesinado de la manera más cruel y despiadada, y ella debe morir de la misma manera. No merece la salvación ni el perdón de Dios. Debe arder eternamente en el infierno. ¡Atadla los pies y colgadla boca abajo! —replicó de forma imperativa. El alcalde miró a los centinelas, y enfatizando si cabe aún más aquellas palabras, secundó la propuesta. —Ya habéis oído. ¡Alzad a esa bruja! Sin dudarlo un instante, acataron la orden y la alzaron con fuerza hasta que quedó colgada boca abajo a un metro de la apilada maleza. Sujetaron la cuerda alrededor del grueso tronco y seguidamente se apartaron. Acercándose entonces, y mirándola con desprecio, el cura sacó de debajo de su sotana una pequeña daga, tras lo que seguidamente, agarrándola con fuerza del pelo, le dijo: —Maldita seas, bruja. Tu alma vagará eternamente entre las tinieblas. Colocando la empuñadura boca abajo, con la afilada punta, empezó a marcar en su frente una profunda cruz invertida, abriéndose la piel en cuestión de segundos y brotando así de la herida un incesante hilo de sangre. La siniestra mujer, esta vez, fijó en él sus diabólicos ojos enrojecidos, sonriéndole de forma perturbadora. Él, lleno de ira, la escupió en la cara, mientras que el alcalde, que estaba a su espalda, se adelantó unos pasos, para así acercar la antorcha y prender las ramas que previamente habían sido mojadas con aceite. Ambos se apartaron, viendo cómo en ese mismo momento aquella mujer empezaba a pronunciar unas extrañas palabras. Era como una especie de antigua y críptica lengua desconocida, unas frases confusas, sin que nadie de los que allí estaban presentes pudiera entender su significado. A medida que iba levantando la voz, parecía estar poseída. Como si esas graves palabras que salían de su boca fueran las de un demonio pronunciando una terrible maldición. Las llamas prendían su mugriento pelo, mientras profería sus inquietantes invectivas, solo interrumpidas por unas entrecortadas y espeluznantes carcajadas. Ante aquella terrorífica visión, se empezó a escuchar de nuevo, no muy lejos, esa anómala e incesante campana procedente de un lugar desconocido. Quién sabe, quizá tocada por un ser maligno o por ese demonio proveniente del mismísimo infierno. En el crepúsculo de la noche, la majestuosa luna, desde lo alto, se deslizaba lentamente entre las nubes, asomándose en silencio para ser testigo de la escalofriante escena en aquel lóbrego y siniestro bosque. CAPÍTULO 1 Martes, 15 de noviembre de 2016 Sergio había parado a repostar en la estación de servicio al encenderse el testigo de reserva en el panel de control de su coche. Llevaba alrededor de ochocientos kilómetros recorridos desde que salió de Jaén rumbo a Pontevedra, concretamente hacia la comarca del Morrazo. A primera hora de la mañana, llenó el depósito de su Toyota RAV4 y salió hacia su destino, realizando solo una breve parada a mitad de camino, ya que tenía previsto reunirse con el padre Bernardo Castro a las afueras del pueblo esa misma tarde. Después de la conversación telefónica que mantuvieron días atrás, el sacerdote había contratado los servicios del audaz detective para esclarecer la muerte del párroco Antón, encontrado en circunstancias tan extrañas, así como la supuesta relación que podía existir con la desaparición de aquel inocente niño. Sentado en una de las mesas de la cafetería frente a la cristalera, y tomando como de costumbre un café americano sin azúcar, Sergio, descansando por unos minutos tras el largo trayecto recorrido, miraba pensativo cómo afuera empezaba a caer una fina llovizna, cuyas diminutas gotas resbalaban sobre el cristal impulsadas por el viento que comenzaba a levantarse. Eran las cinco de la tarde y la temperatura estaba bajando considerablemente. Los grises nubarrones que cubrían el cielo presagiaban una nueva tormenta. El tiempo era inestable en toda la región, y el pronóstico meteorológico anunciaba lluvias a lo largo de la semana. Acababa de terminar de hablar con su ayudante, cuando colgó su celular. Le había dado las indicaciones necesarias para gestionar el trabajo que había quedado pendiente en la oficina. Llevaba varios años trabajando como detective privado en Jaén, aunque no solía aceptar este tipo de trabajos. No sabía con certeza qué le había impulsado a comprometerse con aquel sacerdote, y más aún el tener que trasladarse hasta Galicia. Quizás se trataba de una motivación personal el poder encontrar a ese pobre niño desaparecido, y aliviar el sufrimiento que podía estar padeciendo, por lo que se sentía en la obligación de aceptarlo. Años atrás había llevado uno similar por petición de un buen amigo, un caso de extrema violencia en el Alt Penedès, en el que incluso arriesgó su propia vida y la de su fiel ayudante, por lo que esta vez decidió no ir acompañado. Se encontraba ya a menos de media hora de distancia, con lo que, mirando su reloj, decidió retomar el viaje para no retrasarse. Terminó su café, dejó unas monedas sobre la mesa, cogió su cazadora de la silla y salió de la cafetería apresurándose hacia el coche para evitar mojarse, ya que la lluvia empezaba a caer con intensidad. Al entrar y girar la llave de contacto, su teléfono empezó a sonar, transfiriendo así la llamada al sistema automático de voz. Era el padre Bernardo. —Muy buenas tardes, señor Casado, ¿qué tal el viaje? Supongo que estará ya cerca —dijo el sacerdote de forma cordial. —Buenas tardes, padre. Justo ahora iba a llamarle. Estoy saliendo de la gasolinera; he parado para repostar y tomar un café. Según mi navegador, me encuentro a veinticinco minutos de la dirección que me indicó. —Perfecto, entonces nos veremos en breve. Le he preparado una casa con todo lo necesario a las afueras del pueblo, para que esté más tranquilo y tenga mayor privacidad. No se preocupe por nada, la administración de Cangas cubrirá con todos los gastos. —Muchas gracias; pues no me demoro más —respondió mientras giraba la llave de contacto. —Muy bien. Aquí le espero, y gracias a usted —dijo Bernardo, agradecido por su puntualidad. Transcurrido el tiempo previsto, después de tomar el desvío hacia la carretera comarcal, Sergio llegó a su destino. Al final de un camino sin asfaltar apareció una enorme y rústica casona de piedra. Al acercarse, distinguió en el rellano la figura de aquel hombre vestido con una sotana negra y sosteniendo en su mano un paraguas. Era de baja estatura, algo pasado de peso y con abundante cabello canoso, aparentando por su aspecto tener más de sesenta años. Deteniéndose frente a él, vio cómo se acercaba a toda prisa hacia el coche con la intención de resguardarle de la intensa lluvia. Al abrir el paraguas, estuvo a punto de romperse por el viento, por lo que tuvo que inclinarse hacia adelante para evitar que se quebraran las endebles varillas. Tras salir del coche y darse ambos un apretón de manos, se apresuraron a sacar el equipaje del maletero, para dirigirse enseguida hacia la entrada. Las ráfagas de viento eran cada vez más violentas, y los oscuros nubarrones no daban tregua alguna. Aquello predecía ser una larga noche de viento y lluvia. Ya en el interior, la estancia resultaba bastante acogedora. Abajo, a un lado del pasillo, se encontraba el amplio salón junto a la cocina, y en el lado opuesto, al final, un pequeño servicio. Frente al recibidor, cruzando dicho pasillo, se hallaban las escaleras que llevaban a la planta superior, donde estaban ubicadas las habitaciones. La casa era de estilo rústico, viéndose en el techo vigas de roble barnizadas en tono caoba y el suelo forrado en láminas de madera del mismo color. Parecía ideal para descansar; el aislamiento que ofrecían las gruesas paredes de piedra evitaba cualquier ruido del exterior. Sin embargo, a Sergio le parecía excesivamente grande para ser habitada por una sola persona, aunque supuso que, debido al temporal, el sacerdote se quedaría esa noche o tal vez alguna más. Bernardo le invitó a tomar asiento en uno de los sillones que había frente a la chimenea, que en ese momento se encontraba encendida, con lo que de manera confortable comenzaron a conversar. —Póngase cómodo, por favor; supongo que estará muy agotado —se interesó mientras le ofrecía una copa de vino. —Sí. La verdad es que estoy bastante cansado, padre. No quise entretenerme mucho, solo paré un par de veces para comer algo, tomar café y llenar el depósito del coche —respondió Sergio mientras se acomodaba en el sillón—. Un vino me vendría bien, gracias. Tras dirigirse a la cocina, a los pocos minutos Bernardo regresó de nuevo al salón con dos copas y la botella de vino. —Pruébelo, le gustará; es muy bueno —sonreía mientras llenaba la copa—. Es un Martín Códax, uno de los mejores albariños de nuestra región. —Gracias, le agradezco su amabilidad —respondió Sergio con afecto, dando un pequeño sorbo al preciado caldo. —No, por favor. Soy yo quien le agradece que haya aceptado ayudarnos, especialmente estando tan lejos de casa. La verdad es que no se trata de un caso común; es turbio e inquietante, como le comenté por teléfono. —Don Bernardo, necesitaré que me ponga al corriente de todos los detalles —dijo Sergio, adoptando un tono más serio de voz. —De acuerdo. Empezaré desde el principio, pero antes quería comentarle que, dadas las horas y el mal tiempo que hace, esta noche me quedaré con usted. Así podremos conversar con calma. Mañana temprano iremos a Cangas, el pueblo donde nos esperan el alcalde, Pedro del Olmo, y el comisario Roberto Medina. Por cierto, ¿quiere cenar algo? Tengo un poco de sopa en la nevera que preparé al mediodía —preguntó el sacerdote, cayendo en la cuenta de que no le había ofrecido nada de comer. —No, gracias, la verdad es que no tengo mucho apetito, padre; se lo agradezco. —Como usted quiera. Ante la cordialidad que mantenía desde su llegada, el sacerdote se sentó frente a él y, tras dar un pequeño sorbo al fresco y afrutado vino, comenzó a relatarle al detalle lo sucedido. —Sergio, creo que estamos ante un psicópata muy peligroso, probablemente con ciertas desviaciones religiosas —dijo con preocupación—. Existen varias parroquias en el municipio de Cangas. Una de ellas es la iglesia de San Salvador de Coiro, donde encontraron el cuerpo sin vida del hermano Antón. Él estaba a su cargo, aunque llevaba varios meses cerrada por remodelación y no podía atender a sus feligreses. Solía frecuentarla para cuidar del huerto que tenía en la parte de atrás. Como le dije por teléfono, lo encontraron muerto el pasado domingo, junto al altar, colgado boca abajo, maniatado de pies y manos, asfixiado por un pañuelo introducido en la boca. Lo sorprendente es la cruz invertida que le hicieron en la frente, posiblemente con algo punzante, quizá un pequeño cuchillo. Además, aparecieron símbolos extraños pintados en varias partes de su cuerpo. —¿Quién lo encontró así? —preguntó Sergio, escuchando atentamente. —Fueron unos campesinos que pasaban por allí en ese momento. Al oír sonar la campana, se acercaron para ver qué ocurría y descubrieron el cuerpo sin vida colgando desde el altar. —Pero, ¿no estaba la iglesia cerrada por remodelación? ¿Y la campana? No entiendo, ¿quién la tocaba entonces? —preguntó extrañado. —No se sabe. La puerta principal está bloqueada por andamios, pero la trasera estaba abierta. Quizás él mismo entró a rezar y decidió tocarla, pero, como le dije, es extraño. Cuando llegó la policía, no encontraron a nadie. Ahora toda la parroquia está precintada. Sergio tomó la copa y dio otro sorbo, mientras seguía escuchándolo con atención. —Debo decirle algo sobre la iglesia de Coiro, en concreto sobre su mística campana. Según una antigua leyenda de la época de las brujas, esa campana sonaba en la Noche de San Juan para convocar los aquelarres, donde las brujas esperaban la llegada del diablo. Se dice que él mismo, desde el infierno, la hacía sonar. —Entiendo, padre, pero eso no deja de ser una leyenda. Lo que no comprendo es cómo pudieron matarlo de esa manera. Sabe que colgar a alguien cabeza abajo requiere tiempo y esfuerzo. Además, él no pudo tocar la campana. Debió de hacerlo el asesino antes de huir, aunque no tiene sentido. ¿Ha habido algún robo? —preguntó el detective, buscando una explicación lógica ante tal misterio. —No. Lo único que falta es su móvil. Supongo que quien lo mató se lo llevó. Pero hay más, detective, y es la razón por la que creo que podría tratarse de un fanático religioso. El detective pasó la página de su libreta y continuó tomando notas, escribiendo cada detalle que pudiera serle útil. Desde que iniciaron la conversación la había sacado de su chaqueta, como hacía habitualmente, para anotar cualquier información que le fuese relevante. Alzó de nuevo la mirada para seguir escuchando al padre Bernardo, quien continuaba explicándole el posible motivo de esa peculiar muerte. —Hace pocos años, en la biblioteca del monasterio de San Lorenzo de Carboeiro, descubrieron dentro de un antiguo libro, un manuscrito que data aproximadamente del siglo XVI, escrito en una primitiva lengua gallega. Menciona un caso de brujería en uno de los bosques de la región, donde encontraron a un niño pequeño, posiblemente sacrificado en un ritual satánico. Al parecer, capturaron a la mujer responsable y la juzgaron en ese mismo bosque; los aldeanos la quemaron viva, colgada boca abajo, con una cruz invertida en la frente. El manuscrito está muy deteriorado, pero también menciona que una maldición cayó sobre aquellos hombres, quienes murieron en días posteriores bajo extrañas circunstancias. Incluye dibujos y símbolos, aparentemente satánicos, y hace referencia a la campana de la iglesia de Coiro, que, según el texto, el diablo hacía sonar aquella noche fatídica. Quizás la leyenda provenga de esto, o tal vez el manuscrito la refuerza. No lo sabemos con certeza, dado su estado. —¿Entonces cree que el asesino conocía esta historia y por eso mató al párroco de esa manera, pintando los mismos símbolos en su cuerpo? ¿Piensa que puede estar relacionado con la desaparición del niño? —Es posible. Lo están buscando por toda la comarca. No sé si es con la intención de realizar un ritual satánico, pero es una posibilidad. Por eso le pedí que nos ayudara a resolver el caso. —¿Y dónde se encuentra actualmente ese manuscrito? —preguntó Sergio. —Se hizo público gracias a la ayuda del cardenal Francisco Román. Estuvo expuesto en varias instituciones culturales y en el Museo de la Ciudad de la Cultura Gallega, además del Museo Provincial de Pontevedra. Luego fue devuelto al monasterio de San Lorenzo de Carboeiro, donde permanece para su estudio. La Xunta de Galicia subvencionó la reconstrucción de gran parte del monasterio, y ahora residen allí monjes benedictinos. En verano, algunos colegios y orfanatos católicos pasan días en el monasterio con los monjes para hacer actividades y oraciones. —Interesante —asintió el detective. —Eso es todo. La verdad es que resulta muy confuso. Mañana le recibirán el alcalde y el comisario; yo le acompañaré, pero luego debo regresar a mi parroquia, donde mis feligreses llevan días desatendidos. —Entiendo. ¿A qué iglesia pertenece? —A la de Santa María de Ardán, a media hora de aquí; también pertenece a la misma comarca. —Me comentó por teléfono que había recibido una carta y que se sentía en peligro. ¿Puede explicármelo? El sacerdote guardó silencio por un momento y luego respondió con cierto recelo. —Antón me escribió unos días antes de morir. Noté preocupación en sus mensajes de WhatsApp. Me dijo que me había enviado una carta por correo y que debíamos vernos. No mencionó el motivo, solo que era de suma importancia. Pero, poco después, apareció muerto. —¿Y no fue a recogerla? —Claro que fui, pero no la habían recibido. —Curioso. ¿Nadie más sabe de esto? —No, ni siquiera la policía. No quiero implicarme más en este asunto. Siento como si me vigilaran. Quizás son solo imaginaciones, pero por eso contacté con usted. —Lo entiendo. Mañana hablaré con ellos y veré cómo puedo ayudarles. —Por cierto, quería decirle algo más. Escribí a un buen amigo, Anselmo Conti; es misionero y teólogo, con gran experiencia en ocultismo y brujería. Le pedí que le ayudara y que le acompañara en el caso. Pronto se reunirá con usted. —Toda ayuda es bienvenida, padre. Gracias. —No hay de qué. Sé que el caso es difícil, pero confío en que logrará resolverlo. —Haré todo lo posible, Bernardo. —Gracias, amigo. Por lo que veo, se ha hecho un poco tarde y debe descansar del largo viaje. —Sí, creo que tiene razón. —Le mostraré su habitación; mañana a las seis partiremos hacia el pueblo de Cangas. Ambos se retiraron de seguido a sus habitaciones, mientras afuera el viento y la lluvia no cesaban en su intensidad. Sergio debía descansar lo suficiente y reponer fuerzas del largo viaje, ya que mañana se encontraría ante otro día agotador. Sabía que se enfrentaba a un caso de lo más desafiante, quizás uno de los más complejos de su carrera, y tenía que afrontarlo de la mejor manera. EL MANUSCRITO DEL DIABLO PUEDES ENCONTRARLO EN AMAZON GRACIAS.

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