En 1989 la galería Sotheby’s de New York celebró una subasta de un ejemplar de la primera y la segunda parte del Quijote, de la impresión original de 1605. Hoy no existen en el mundo más de treinta ejemplares como este, todos ellos —con alguna excepción— depositados en instituciones públicas. Pese al propósito inicial del Ayuntamiento de Alcalá de Henares —ciudad natal de Cervantes— de adquirirlos, la puja superó la cantidad que habían destinado para tal fin. En su lugar, se hizo con ellos un bibliófilo y empresario español de origen alemán llamado Javier Krahe, por un montante de 1.650.000 dólares. El precio de salida de los libros era inferior a 20.000 dólares. Gracias a su puja hoy contamos en España con esos ejemplares, custodiados en el Cigarral de El Carmen (Toledo). Otro de los ejemplares conservados en España se encuentra depositado en la Biblioteca Nacional, donde llegó en 1865 gracias a la donación que hizo un estudiante, Justo Zapater y Jareño, que lo había localizado fortuitamente en una vivienda de la ciudad de Teruel. Con motivo de la Guerra Civil española y ante el peligro que suponían los bombardeos sobre el Palacio de la Biblioteca y Museos Nacionales el Madrid, la Dirección General de Bellas Artes decidió, en diciembre de 1936, enviar a Valencia sesenta y siete cajas que contenían las obras más destacadas. Estas fueron depositadas en las Torres de Serranos para posteriormente, en 1938, ser trasladadas a Barcelona siguiendo al gobierno republicano. Por último, bajo la protección del Comité Internacional para el salvamento de los tesoros de arte españoles, se llevaron a la Sociedad de Naciones en Ginebra. Junto con estas cajas se envió, además, una caja fuerte con piezas destacadas. Dos de ellas eran sendos ejemplares de la primera edición de la primera y segunda parte del Quijote. Dicho ejemplar solo ha vuelto a salir en ocasiones muy importantes. Y sabemos que el que la obra cumbre de Cervantes, El Quijote, viera la luz y pudiera ser escrita se debió, en gran medida, a que su autor no pudo viajar a América, pese a haberlo intentado. Contando con cuarenta y tres años de edad, Cervantes es un hombre baqueteado por la vida. Había sido soldado en Italia, combatido en Lepanto —en cuya batalla quedó manco, debido al impacto de un arcabuz—; había sido esclavo en Argel y no logró destacar como autor de comedias. En España, tuvo problemas que le llevaron a ser encarcelado por deudas y en un intento de probar suerte en el Nuevo Mundo redactó un memorial en el que exponía al Presidente del Consejo de Indias sus méritos al servicio del rey, en base a los cuales solicitó como recompensa un puesto en América, petición que fue rechazada con la frase: «Busque por acá un puesto en que se le haga merced». Y por ello, decimos que al no viajar Cervantes a América, quizás debamos el que viera la luz su obra, la cual sí pudo cruzar el charco, muy probablemente, en el equipaje de algunos de los viajeros que adquirían libros con el propósito de entretenerse durante el largo viaje e incluso como remesas enviadas en lote para su venta allí. Tenemos constancia de una primera remesa de cuarenta ejemplares empaquetados en fardos que llegaron hasta la Casa de la Contratación a Sevilla, a lomos de un mulo con su arriero y allí, junto con otro lotes, tras pasar el filtro de un inquisidor benevolente —o sobornado— que hizo la vista gorda, permitiendo embarcarlos para la conquista del corazón de los americanos. Hoy día, Don Quijote descansa nuevamente en la Biblioteca Nacional, acompañado de otros custodiados por la institución. Para su tranquilidad, no tiene que soportar las recriminaciones del ama y de la sobrina. Y, mucho menos, temer la llegada del barbero y del cura, dispuestos a alimentar una hoguera con ellos.