Se ha dicho que en cualquier juego (siento la poesía como juego), por lo general, siempre hay tres requisitos: es necesario aprender sus leyes y respetarlas, hay que arriesgar algo y algo o alguien van a perder algo. La lectura de El hombre obscuro, sitúa al jugador-lector frente a un juego con ribetes filosóficos, existencialistas (cada juego tiene sus propias reglas), que moviliza su interés hasta las posibilidades de actuación ofrecidas por sus “leyes”. Dos son las contingencias hermenéuticas (interpretativas) que se alzan: si el lector no arriesga algo creerá que lo que lee es un juego sin importancia, lineal, profano y cerrado; o, en caso contrario, si ha sabido jugarlo arriesgando algo y respetando las leyes del juego se impregnará con lo trascendente, laberíntico, dinámico, sagrado y abierto del libro. Esta última toma de posición del jugador-lector, en la medida que está consciente que el texto le deja la iniciativa interpretativa, es la que es capaz de actualizar, enarcar, la propuesta del autor. Para alcanzar el peso específico de la lectura inteligente, el jugador-lector debe internalizar el texto en una jugada de coparticipación. Como diría Umberto Eco: Un texto quiere que alguien lo ayude a funcionar. Edgardo ha trasladado la poesía al campo de experimentación de la filosofía, terreno en el que trata de sintonizar cuerpo y espíritu; en el que queda como desecho de la contienda un precario equilibrio. Eduardo Sánchez Montejo