En el Baile de las Delicias los personajes danzan sobre el escenario de un barrio de Madrid, y el acontecer rutinario de sus vidas es el único protagonista de esta novela. Bajo la mirada de un narrador omnisciente y durante el transcurso de tiempo de un solo día, la crónica de este barrio se nos irá desgranando a través de las voces de algunas almas de las que habitan sus calles y deambulan por sus entretelas. Muchos de estos personajes convergerán, en algún momento del día, en un mismo eje: el bar de Santi, un pequeño recoveco sumergido en el bullicio en cuyo interior el tiempo parece detenerse, y que acabará convirtiéndose en el centro neurálgico de los dimes y diretes, de los encuentros y las pausas, pero sobre todo, en un lugar donde guarecerse, donde sentirse acompañado, donde conversar, donde espantar las moscas de la rutina, o donde compartir confidencias y cotidianidades al son que marca una caña de cerveza o una taza de café. Dolores, quien habla sola porque como dijo el poeta espera hablarle a Dios un día, el Capitán, o el músico que toca en el parque de El Retiro canciones de Dylan, contrastan rotundamente con otros personajes de corte más terrenal como Mateo, el vendedor de pisos, Silvia, la directora de una sucursal de banco, o como el propio Santi, quien desde la trinchera imperturbable de la barra de su bar, ejerce de discreto nexo de unión entre todos ellos. Ficción y realidad, vida y literatura, caerse y levantarse, son pompas de un mismo bullir. Y en este hervidero de banales conflictos y grandes batallas, en este valle de polvo, sudor, lágrimas y sueños postergados, se van sucediendo los días sin pena, ni gloria, ni falta que hace.