Cuando el día catorce de marzo el Gobierno decretó el estado de alarma mi mundo laboral, como el de tanta gente, se vino abajo. Se me cancelaban planes y proyectos que llevaba meses preparando (por fortuna, uno de ellos ha salido adelante, finalmente, durante el confinamiento). Era una experiencia nueva para mí. Hasta la fecha siempre me había mantenido activo y el único trabajo que no se me había aplazado era un curso que debía impartir, en lugar de hacerlo presencial, como lo había hecho habitualmente, mediante una plataforma e-learning. Había que reinventarse. Escribí el relato La lluvia, que distribuí entre la familia y algunos amigos. Esto me animó a levar anclas, disponer las velas para que se hincharan con el viento de la creatividad y continuar navegando por un océano de palabras, escribiendo acerca de lo que me llegaba a través de la prensa, los grupos de WahtsApp, las conversaciones con mi mujer, con amigos, con hermanos; en definitiva, plasmar el periplo de la ansiedad inicial, que mencionaba antes, no sólo por la pandemia, sino también por lo que vendría después, sobre la preocupación por el ser amado que tiene que ir a trabajar a pesar del confinamiento y el consecuente miedo al contagio; de la extrañeza que notábamos en algunos animales, sobre todo en lo gatos que callejean, como el que tenemos en casa; de la festividad organizada cada tarde para dar apoyo a los sanitarios; sobre las videollamadas con amigos a los que hacía tiempo que no veíamos, planteándonos la inseguridad laboral; refiriendo el trabajo agotador del personal de abastecimiento alimenticio, de los enfermos, los sanitarios y los investigadores por poner límite y fin al virus que, silencioso e invisible, nos asedia, especialmente a las personas mayores, internas en residencias; también, cómo no, de aquellos que se fueron sin un familiar cerca; sobre quienes afrontaban el confinamiento solos en casa, o con la pareja en otro punto cardinal. No podía olvidarme, tampoco, de las teorías y distopías de las que se ha hablado durante estos días, ni de su contrario: la esperanza por entrar en un mundo mejor, más amigable, más hermanado, abriendo la consciencia a que habrá quienes, poniendo a prueba su resiliencia, sientan miedo a volver a lo que llaman la nueva normalidad con la seguridad que pudieran haber sentido en la antigua, si es que ambas no serán la misma cosa, dada la dificultad y resistencia al cambio que siempre presenta la Humanidad.