Alfonso, el protagonista de Dejando pasar el tiempo, se mueve a medio camino entre la rebeldía adolescente de Holden Caulfield (El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger), la torpeza para ser feliz que exhibe Oliver Tate (Submarino, de Joe Dunthorne) y la lucha contra las convecciones burguesas de Stephen Dedalus (Retrato del artista adolescente, de James Joyce). Esa innata necesidad de búsqueda de certezas con la que nos vamos abriendo camino en la vida, marcan el devenir diario de Alfonso, que deberá afrontar la inesperada muerte de su padre, la necesidad de alejarse del control de su madre y el esclarecimiento del secreto familiar que está en posesión de su abuelo. Dentro de este micro universo, el enigma del paso del tiempo se convierte en un protagonista más de la historia, y lo hará a través de las estaciones que trasladan todo su poder y sus enigmas sobre la acción de Alfonso, que no sale indemne ante los avatares que los cambios del tiempo le producen en su carácter y en su forma de enfrentarse a la vida. Él quiere detener el tiempo, y en ese sentido se comporta como Calígula en el texto dramático de Camus, pero él no lo sabe, como tampoco supo ser lo suficientemente divertido para mantener a Laura a su lado, o haber conocido un poco más a su padre antes de que se fuera definitivamente. Ese estigma accidental que tiene la vida de Alfonso, le llevará hasta Paul Bowles y el desierto, y entonces… su vida dejará de ser lo que había sido, porque las coordenadas de su existencia cambiarán. Necesitará continuar buscando certezas, pero ya lo hará buscando la protección de la inmensa cúpula estrellada bajo la que se cobija en noches llenas de silencio con la única esperanza de ver amanecer. La música y la literatura se dan la mano en este relato plagado de sobresaltos, donde la Ciencia Política, Giddens o el idealismo se dan codazos para hacerse un lugar en la vida de Alfonso, que intentará hacer frente a todo aquello que ignora con un diccionario al que acudir cada vez que la incertidumbre se apodera de él. Un objeto del que también se despojará cuando finalmente reconozca las verdaderas fronteras de su conocimiento.