Texas, 9 de marzo de 1731. Las familias fueron pasando entre los soldados de cuera que formaban calle a la entrada del presidio. Habían sufrido el ataque de los apaches por dos veces, pero consiguieron repeler ambos sin pérdidas de vidas. Aquellos esforzados canarios, aliviados por la seguridad y protección de los soldados, habían llegado a su destino. Ya no habría más caminatas. Las agotadoras jornadas que minaban su fortaleza de espíritu y sus maltrechos cuerpos; el paso helado de montañas, ríos y cañadas; el viento frío de las inhospitalarias llanuras; las noches bajo el cielo con sus amenazadoras sombras; el peligro que acechaba todos los días quedaba atrás y por fin, estaban en la anhelada tierra. Después de recorrer cientos y cientos de leguas para fundar su ciudad, sus rostros cansados y sudorosos no pudieron contener la emoción y se abrazaron, y rieron, y lloraron lágrimas de alegría; habían triunfado. Lo peor, lo irreparable; las vidas de hombres, mujeres y niños que fueron quedando por el largo camino. Algunos se preguntaban si les compensaría el alto precio pagado y las penalidades, y el esfuerzo empleado; solo el paso del tiempo se encargaría de afirmarlo. No sabían los canarios recién llegados que su aventura se guardaría en los anales de la ciudad de San Antonio de Texas, no sabían que sus nombres esculpidos en piedra sobrevivirían al paso de los siglos. Esta es su historia.