Borges bajó del metro de Zizkov con las dificultades propias de un invidente, pero no necesitó ayuda. Sabía que tenía que cruzar una sola calle justo a la salida e ir a hacia la derecha. Allí encontraría la entrada del cementerio judío de Olsany. Con el bastón, tanteó la pared hasta que un ruido metálico le anunció que allí estaba la puerta. Con la mano libre palpó la reja hasta encontrar la abertura que lo transportaría al camposanto, como él solía llamarlos habitualmente en sus escritos. Una voz checa con acento alemán le preguntó si lo podía ayudar. —Gracias, busco a Franz. —¿Franz?, ¿qué Franz?, aquí tenemos más de un centenar con ese nombre, o bien como apellido —comentó con sorpresa el pequeño y regordete cuidador. —Ah, perdone usted —le respondió Borges con la mirada perdida en el infinito. —Kafka, Franz Kafka.