Nací en Banfield, una ciudad del sur del Gran Buenos Aires. Fue hace mucho, en 1952, cuando las calles aún eran de tierra y el cielo estaba lleno de estrellas. Allí me crie, en una casa humilde de chapa y madera, con huerta, árboles, perros, gallinas y pajaritos. En las tardes de verano, bandadas de mariposas amarillas y blancas aparecían volando, y por las noches la oscuridad se iluminaba de luciérnagas, que los pibes llamábamos “bichitos de luz”. Papá murió demasiado pronto (que se había ido de viaje fue una mentira piadosa de mi madre), pero tuve un tío que me enseño a pescar ranas, remontar barriletes y el pelaje de los caballos. Un día mamá se decidió y se fue a vivir con el hijo de los dueños de la fábrica donde trabajaba. Nos mudamos a sólo seis cuadras, pero nuestra historia cambió ese día.