La primera vez que te vi me pareciste ya una de esas mujeres de las que es difícil escapar, aunque se intente con el mejor empeño o cinismo. Una de esas mujeres que nunca se anclan en el sentimiento, sino en el deseo. Una de esas partidas de póker que juegas sólo por el placer de jugar, aunque sepas que perderás tarde o temprano. También me pareciste extrañamente perdida, no porque no encontrases ningún camino, sino porque parecía que huías de todos, como intentando engañar al azar o a ti misma, o incluso ambas cosas. Recuerdo aún bien el modo en el que caminaste dubitativa a mi encuentro, como si intuyeses con rapidez que aquel extraño plantado en mitad de la noche era también parte de uno de tus múltiples caminos, y tratases también de oponer cierta resistencia. Sí, había algo extrañamente reflexivo en tu modo de caminar, algo que te hacía avanzar en mitad de la noche con paso calculado, sosteniendo aquella vieja bicicleta sin frenos, en una divertida metáfora que entonces no supe descubrir, como si ya te fuera una pesada carga aquello que hasta hace poco había sido una muleta, la justificación absolutoria para aquellas vacaciones sabáticas lejos del hogar.