Cómo ganar un premio de literatura y pagar las tarjetas de crédito
Daniel Espartaco Sánchez / Letraslibres.com
Día 05/12/2013
Había una crisis financiera, la peor desde 1929, eso decía la pantalla del elevador en el edificio corporativo de Polanco donde yo trabajaba como editor y redactor de una enciclopedia sobre México, posiblemente la última que se editó en físico, no solo en el país, sino en el mundo. Nunca prestaba demasiada atención a las noticias del elevador, y no podía sospechar que meses después me quedaría sin empleo y, apoyado por mi mujer, decidiría convertirme en escritor.Me gustaba mi trabajo, se trataba de actualizar y reformar una enciclopedia publicada durante los años sesenta, en la época dorada del priísmo, en donde la biografía de Gustavo Díaz Ordaz ocupaba dos o tres páginas a doble columna, mientras que la de Emiliano Zapata era de apenas tres mil golpes. De cierta manera el trabajo en la enciclopedia era una forma de revisionismo histórico, y yo me sentía como un justiciero. Había también que “matar” a un montón de personajes que durante la década de 1960 seguían vivos, pero ya no, e incluir a otros tantos que no habían nacido, como un taekwondista que ganó una medalla olímpica, o aquellos que, si bien ya estaban entre nosotros, no habían figurado en la historia, como Vicente Fox o Felipe Calderón. Era un trabajo sencillo, laborioso, y me gustaba tanto que muchas veces me quedaba en la oficina después de la salida, especialmente para evitar la hora pico y otras situaciones, como aquella vez que me quedé varado a oscuras en un vagón de metro atestado entre la estación Polanco y Auditorio porque, tal y como me lo contó mi mujer por el teléfono celular, un secretario de Gobernación se había estrellado con su avión justo encima de nosotros. Al día siguiente, apenas llegué a la oficina, le puse a la entrada que llevaba su nombre la fecha de muerte: 4 de noviembre de 2008.
Pero en diciembre de ese año me quedé sin trabajo.¿No era el peor momento de ponerse a escribir? Aunque había publicado un libro tres años antes, con un tiraje de 500 ejemplares, y ganado un “premio de prestigio”, no me sentía merecedor del mote al que había aspirado siempre. Recuerdo mandar imprimir mis recibos con la leyenda “escritor” no para reafirmarme sino para obligarme a ello. Mi mujer y yo acabábamos de mudarnos a un departamento nuevo y como ambos éramos austeros, teníamos algo de dinero ahorrado en la cuenta del banco. Ella estaba cursando una segunda maestría, sin beca, en la UNAM, y yo quería levantarme temprano todos los días para teclear algo en mi computadora, y concebir todas clase de argumentos que nunca pude escribir.