El antiplagio, o cuando los escritores se ocultan de sí mismos
Cristian Vázquez / Letraslibres.com
Día 17/08/2016
Hace poco hablaba con una amiga acerca de los concursos literarios. Esta chica, que no está familiarizada con el mundillo de la literatura, me preguntaba el porqué del requisito de enviar las obras bajo seudónimo. Le expliqué que es una manera de garantizar —en teoría—la transparencia del certamen. Mi amiga opinó que la medida le parecía de poco valor, ya que, si el concurso está arreglado, el obstáculo del seudónimo se puede sortear con mucha facilidad. Le di la razón: hecha la ley, hecha la trampa. Sin embargo, el seudónimo sí sirve —en teoría—para evitar otro problema, algo que no es una trampa pero que puede generar, de forma voluntaria o no, injusticias: la presencia de una firma reconocida en la portada o al pie de un manuscrito.
Es innegable que saber quién es el autor de la obra que leemos siempre ejerce influencia sobre nuestra lectura. Si leemos a un autor reconocido o a quien admiramos, y el texto no nos gusta demasiado, pensamos: “Bueno, no está tan bien, pero hay destellos de su calidad”. Y si encontramos, en un libro así, algo realmente bueno, creemos que “ahí se aprecia el genio”. En cambio, cuando el texto no nos agrada y no conocemos al autor de la obra, veremos los pasajes buenos como meras excepciones afortunadas, siempre y cuando hayamos llegado hasta ellos y no hayamos abandonado antes esa lectura para dedicarla a algo que realmente valga la pena (por ejemplo, el autor reconocido o admirado del primer caso).