Los derechos de autor son como esa bolita esquiva que se oculta bajo uno de los tres tapones que un señor maneja con destreza segundos antes de que el billete de veinte euros pase de nuestra mano a su cartera...
Sin comas, claro está. El birlibirloque es posible porque mientras tratamos de adivinar adonde fue la bolita, el trilero no para de farfullar, no hace pausas, y el discurso es tan estresante como el trajín de sus manos.
Uno pasea por Gran Vía, entra en la Casa del Libro y adquiere un ejemplar de «Historia del periodismo gaditano 1800-1850» por 28 euros. Mientras desanda la Gran Vía va pensando que una parte de ese importe costea el alquiler del local y otra sufraga los gastos del personal que le atendió; que parte del dinero se destina a pagar a la empresa que llevó el ejemplar del almacén a la librería y a la que lo trasladó de la imprenta al almacén; que también hay que descontar la tarea de los impresores, la de los que proporcionaron a aquéllos la materia prima -papel y tinta- y, por supuesto, la del editor que arriesgó su dinero para que el libro viese la luz y el autor que concibió la obra, que se embolsa aproximadamente un euro y medio.