Traductores: estamos en sus manos
P. Unamuno / El Mundo
Día 22/02/2016
El trabajo del traductor no ha sido considerado igual por todos los autores. Mientras algunos se ponen a disposición de sus intérpretes, otros opinan que ser traducido es casi como ser asesinado literariamente. 'El fantasma en el libro', de Javier Calvo, habla de este oficio invisible.
En un mundo ideal, y con toda seguridad más aburrido, cada palabra tendría su correspondiente exacto en todos los idiomas y para traducir bastaría con conocer tales equivalencias en las dos lenguas de que se trate.Ésta ha sido la convicción que ha imperado tradicionalmente en un mundo editorial donde el nombre del traductor literario quedaba por sistema postergado de la portada. Allí reinaba sin disputa el autor omnipotente.
Traducir, naturalmente, es más que dar con las palabras que expresan el significado de lo que se dice; consiste además en evocar, trasladar ambigüedades y metáforas, atinar con la concepción del mundo que encierra cada lengua, mediar en definitiva entre dos interlocutores que no pueden establecer una relación directa por la barrera que impone el idioma. No sólo eso. Cada traducción es hija de su tiempo, de modo que la comprensión de un texto varía en función no sólo de cada traductor y de cada cultura, sino también de cada época.
El ideal al que se tiende lo expresó Ludwig Lewisohn refiriéndose en concreto a la poesía, en la que todo se complica aún más: «El poema que se traduce», señaló, «debe quedar, en una palabra, tal y como el poeta original lo hubiese escrito si la lengua del traductor fuera la suya». Cicerón aconsejaba muchos siglos antes traducir más «como orador» que «como intérprete» y darle al lector las palabras no «en su número» -literalmente, diríamos hoy- sino «en su peso».