Umbral, el estilo como venganza
Manuel Vicent / El País
Día 22/12/2014
Como tantos otros, el joven provinciano llegó a Madrid a principio de los años sesenta del siglo pasado con la idea obsesiva de construirse como escritor. Era alto, pálido, con una muesca carnosa en la mejilla. Traía de Valladolid la voz profunda y la cadencia rítmica en el oído de innumerables poetas leídos mientras trabajaba de botones y oficial de tercera en un banco. Tenía una pequeña experiencia de periodista de radio en una emisora de León y lo demás eran recuerdos de paseos de adolescencia con los compañeros en mañanas de domingo por el parque de Campo Grande hablando de versos, mirando a las chicas inasequibles de la burguesía que salían de misa. En el subconsciente le había quedado la herida oscura de una infancia lacerante que se esforzaba en olvidar hasta que al final logró convertirla en literatura. Desde El Norte de Castilla, Miguel Delibes le había dado la bendición antes de partir a la aventura, era su neófito predilecto, sin duda el más dotado para hacer bailar las palabras a su antojo. Umbral escribe con la facilidad con que mea, dijo Delibes. Era un elogio. En algún caso de desánimo, Francisco Umbral siempre se sintió amparado por la sombra benévola de aquel tótem, probablemente al único que respetó.
En Madrid, el joven provinciano rindió la primera visita al inevitable Café Gijón, gabarra de náufragos hambrientos de gloria y alimentados con arenques, una botillería que durante muchos años sería su baluarte y rampa de lanzamiento. Hubo un primer itinerario por la Pequeña Aula de poesía del Ateneo para medirse como poeta, por la boca de la manguera del ministerio de Fraga donde manaban unas pocas monedas, por la cafetería de Cultura Hispánica para ligarse a alguna extranjera llevándosela al Prado, al Mesón del Segoviano y después al huerto. Durante esta travesía de Madrid, que sería su primera y mejor novela, comenzó a derramarse en artículos que sembraba en cualquier papel que los aceptara, sin ideología alguna, ni roja ni azul, que no fuera la de apacentador de verbos y adjetivos. Ante todo ritmo y sonido. Como Sinatra, yo no vendo voz, vendo estilo, decía. Quería ser escritor por dentro y por fuera. Pasaba media jornada alimentando su figura y la otra media destruyéndola. De esta forma, al final se fabricó la imagen de escritor romántico e inactual con el abrigo muy largo de terciopelo negro entallado y el complemento anglosajón de la bufanda roja hasta las rodillas, un Baudelaire, un Marcel Proust, un Oscar Wilde, según la moda de temporada.