La tarea del traductor
Rodolfo Alonso / Página 12
¿Alguien podría siquiera imaginar que Borges no conserve los derechos de autor sobre sus traducciones de Las palmeras salvajes, de William Faulkner, u Orlando de Virginia Woolf? ¿O que a Cortázar le ocurra otro tanto con sus versiones de Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, o las obras completas de Poe? Pues bien, esos nombres y títulos son sólo el atisbo de un elenco tan amplio que resulta legión.
En el mismo país donde nacieron las primeras traducciones a nuestro idioma de El Capital de Marx (Juan B. Justo), de las obras completas de Freud (Ludovico Rosenthal), del Ulises de Joyce (J. Salas Subirats) o de los heterónimos de Fernando Pessoa, por citar sólo algunas, se persiste en redoblar una flagrante injusticia: los traductores argentinos no pueden mantener ni ejercer sus más que legítimos derechos de autor. Y sin embargo es en gran medida merced a la exigente, esforzada y modesta labor de sus traductores que la cultura (y en consecuencia la entera vida social) argentina ha logrado forjarse, sostenerse –incluso en las peores circunstancias–, consolidarse y trascender, no sólo más allá de sus fronteras sino en los dominios y alcances más inesperados.