Saqueos, planes y una ‘femme fatale’
Manuel Rodríguez Rivero / El País
Día 27/06/2014
Los traductores son el eslabón más débil de la parte creativa de la cadena del libro. Ahí los tienen: trabajando en solitario como los autores —ellos también lo son del texto en la lengua de llegada—, pero sin el reconocimiento —si quiera exiguo— de que aquellos disfrutan. Todavía son muchos los editores que relegan el nombre del traductor exclusivamente a la página de créditos, como si fuera algo de lo que avergonzarse; en ese sentido, me atengo desde hace años a una regla personal: por principio desconfío del editor que no estampa el nombre del traductor en la página de portada, muy cerca del autor. Por lo demás, y como se sabe, el trabajo de los traductores es precario y está mal pagado: la crisis se ha cebado particularmente con las tarifas, que, en los casos en que no han descendido dramáticamente, siguen ancladas en los tiempos anteriores al crash de 2008; la codicia ha llevado a no pocos editores a contratar a traductores intrusos con escasa formación que aceptan salarios esquiroles a cambio de sus perpetraciones literarias, algo que se nota en los disparates que uno llega a leer. Y no digamos nada de la vieja aspiración de cobrar un porcentaje por los derechos de traducción, a menudo ignorada o reducida a simbólica calderilla por editores partidarios de la acumulación primitiva. Uno de los casos más flagrantes de timo al traductor es el de las “versiones” o “adaptaciones” de obras teatrales de autores extranjeros, en las que el “autor” fusila sin recato ni sonrojo una traducción anterior, sea o no de derecho público, y cobra (bastante) por ello, a menudo sin conocer bien la lengua original (por ejemplo, el griego clásico o el inglés isabelino), y todo ello sin que nadie se atreva a chistarle.