La obra inacabada de Gabo: 'En agosto nos vemos'
La Vanguardia
Día 20/04/2014
'La Vanguardia' ofrece el primer capítulo de la novela inédita del recientemente desaparecido Gabriel García Márquez
García Márquez leyó en público en 1999 el primer capítulo de 'En agosto nos vemos', título provisional de su novela inédita, que fue escribiendo desde entonces y cuyo final no le dejaba satisfecho, por lo que decidió no publicarla. A la espera de la decisión de sus herederos, el editor de Random House, Claudio López, apunta la posibilidad de publicarla como obra inconclusa.
Volvió a la isla el viernes 16 de agosto en el transbordador de las dos de la tarde. Llevaba una camisa de cuadros escoceses, pantalones de vaquero, zapatos sencillos de tacón bajo y sin medias, una sombrilla de raso y, como único equipaje, un maletín de playa. En la fila de taxis del muelle fue directa a un modelo antiguo carcomido por el salitre. El chófer la recibió con un saludo de antiguo conocido y la llevó dando tumbos a través del pueblo indigente, con casas de bahareque y techos de palma, y calles de arenas blancas frente a un mar ardiente. Tuvo que hacer cabriolas para sortear los cerdos impávidos y a los niños desnudos, que lo burlaban con pases de toreros. Al final del pueblo se enfiló por una avenida de palmeras reales, donde estaban las playas y los hoteles de turismo, entre el mar abierto y una laguna interior poblada de garzas azules. Por fin se detuvo en el hotel más viejo y desmerecido.
El conserje la esperaba con las llaves de la única habitación del segundo piso que daba a la laguna. Subió las escaleras con cuatro zancadas y entró en el cuarto pobre con un fuerte olor de insecticida y casi ocupado por completo con la enorme cama matrimonial. Sacó del maletín un neceser de cabritilla y un libro intenso que puso en la mesa de noche con una página marcada por el cortapapeles de marfil. Sacó una camisola de dormir de seda rosada y la puso debajo de la almohada. Sacó una pañoleta de seda con estampados de pájaros ecuatoriales, una camisa blanca de manga corta y unos zapatos de tenis muy usados, y los llevó al baño con el neceser.
Antes de arreglarse se quitó la camisa escocesa, el anillo de casada y el reloj de hombre que usaba en el brazo derecho, y se hizo abluciones rápidas en la cara para lavarse el polvo del viaje y espantar el sueño de la siesta. Cuando acabó de secarse sopesó en el espejo sus senos redondos y altivos a pesar de sus dos partos, y ya en las vísperas de la tercera edad. Se estiró las mejillas hacia atrás con los cantos de las manos para verse como había sido de joven, y vio su propia máscara con los ojos chinos, la nariz aplastada, los labios intensos. Pasó por alto las primeras arrugas del cuello, que no tenían remedio, y se mostró los dientes perfectos y bien cepillados después del almuerzo en el transbordador. Se frotó con el pomo del desodorante las axilas recién afeitadas y se puso la camisa de algodón fresco con las iniciales AMB bordadas a mano en el bolsillo. Se desenredó con el cepillo el cabello indio, largo hasta los hombros, y se hizo la cola de caballo con la pañoleta de pájaros. Para terminar, se suavizó los labios con el lápiz labial de vaselina simple, se humedeció los índices en la lengua para alisarse las cejas lineales, se dio un toque de su perfume amargo detrás de cada oreja y se enfrentó por fin al espejo con su rostro de madre otoñal. La piel, sin un rastro de cosméticos, se defendía con su color original, y los ojos de topacio no tenían edad en los oscuros párpados portugueses. Se trituró a fondo, se juzgó sin piedad y se encontró casi tan bien como se sentía. Sólo cuando se puso el anillo y el reloj se dio cuenta de su retraso: faltaban seis para las cinco. Pero se concedió un minuto de nostalgia para contemplar las garzas que planeaban inmóviles en el vapor ardiente de la laguna. Los nubarrones negros del lado del mar le aconsejaron la prudencia de llevar la sombrilla.
El taxi la esperaba bajo los platanales del portal. Se alejó por la avenida de palmeras hasta un claro de los hoteles donde había un mercado popular al aire libre, y se detuvo en un puesto de flores. Una negra grande que hacía la siesta en una silla de playa despertó sobresaltada, reconoció a la mujer en el asiento posterior del automóvil y le dio, entre risas y chácharas, el ramo de gladiolos que había encargado para ella desde la mañana. Unas cuadras más adelante el taxi torció por un sendero apenas transitable que subía por una cornisa de piedras afiladas. A través del aire enrarecido por el calor se veían los yates de placer alineados en la dársena del turismo, el trasbordador que se iba, el perfil remoto de la ciudad en la bruma del horizonte, el Caribe abierto.
En la cumbre de la colina estaba el cementerio triste de los pobres. Empujó sin esfuerzo el portón oxidado, y entró con el ramo de flores en el sendero de túmulos tragados por la maleza, con escombros de ataúdes y saldos de huesos calcinados por el sol. Las tumbas parecían iguales en el cementerio desamparado con una ceiba de grandes ramas en el centro. Las piedras afiladas hacían daño aun a través de las suelas de caucho recalentado, y el sol duro se filtraba por el raso de la sombrilla. Una iguana surgió de los matorrales, se detuvo en seco frente a ella, la miró un instante y escapó en estampida.
Había acabado de limpiar tres tumbas, y estaba exhausta y empapada de sudor cuando logró reconocer la lápida de mármol amarillento con el nombre de la madre y la fecha de su muerte, veintinueve años antes. Solía darle las noticias de la casa, la había informado con datos confidenciales para que la ayudara a decidir si se casaba, y a los pocos días creyó recibir su respuesta en un sueño que le pareció inequívoco y sabio. Algo semejante le había ocurrido cuando el hijo estuvo dos semanas entre la vida y la muerte por un accidente de tránsito, sólo que la respuesta no le llegó en sueños, sino por la conversación casual con una mujer que se le acercó en el mercado sin ningún motivo. No era supersticiosa, pero tenía la certeza racional de que la identificación perfecta con su madre continuaba después de su muerte. Así que le hizo las preguntas del año, puso las flores en la tumba, y se fue convencida de recibir las respuestas el día menos pensado.
Misión cumplida: había repetido aquel viaje por veintiocho años consecutivos cada 16 de agosto a la misma hora, en el mismo cuarto del mismo hotel, con el mismo taxi y la misma florista bajo el sol de fuego del mismo cementerio indigente, para poner un ramo de gladiolos frescos en la tumba de su madre. A partir de ese momento no tenía nada que hacer hasta las nueve de la mañana del día siguiente, cuando salía el transbordador de regreso.