Gracias a la desobediencia
Es algo natural que el escritor intente pedir una opinión sobre su obra a sus amigos, allegados o editores, sin embargo, la historia ha demostrado a menudo que si los creadores hubieran hecho caso de ciertos consejos nos habríamos perdido algunas obras maestras. Lo cierto es que es muy difícil tomar distancia del propio texto pero también lo es valorar los ajenos especialmente cuando son obras que se adelantan a su tiempo y rompen el molde establecido.
A menudo han sido los propios colegas los que no han sabido discernir la importancia de la obra: Gabriel García Márquez no hizo caso de Guillermo de Torre el cual, tras leer La hojarasca, le recomendó “que se olvidase de las novelas y se dedicara a la poesía” y André Guide rechazó En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, también Rafael Alberti desobedeció a Federico García Lorca que le comentó sobre sus primeros poemas: “no están mal, pero mejor sigue pintando”, por suerte no abandonó ninguna de las dos disciplinas. La mayor parte de las veces los escritores no siguieron las recomendaciones de sus colegas y creyeron en su obra.
Pero en otros casos se produjo lo contrario y fueron los albaceas o familiares de los autores los que desobedecieron los ruegos de los autores, -desesperados al no sentir que habían logrado lo que buscaban con su manuscrito-,y lograron salvar la obra. El caso más famoso es el de Virgilio, que cayó enfermo cuando consideraba que la Eneida todavía no estaba acabada. Antes de morir pidió a su amigo Lucio Vario y al emperador Augusto que la destruyeran. Su petición fue desoída, para mayor gloria de la literatura occidental. El más famoso es el de Franz Kafka que pidió a su amigo Max Brod que destruyera toda su obra, lo que hubiera hecho que simplemente la historia de la literatura del siglo XX fuera completamente distinta. Brod no le hizo caso y en cambio supervisó la publicación de la mayor parte de los escritos que obraban en su poder. La compañera final de Kafka, Dora Diamant, cumplió sus deseos, pero solo en parte, ya que guardó en secreto la mayoría de sus últimos escritos, incluyendo 20 cuadernos y 35 cartas, hasta que la Gestapo los confiscó en 1933. Emily Dickinson también rogó a su hermana que destruyera todos sus manuscritos, pero esta solo quemó las cartas personales, y Vladímir Nabokov quemó hasta dos veces el manuscrito de Lolita, pero finalmente su esposa logró publicarlo. Por desgracia hay excepciones: en 1848 Gógol hizo una peregrinación a Jerusalén, impulsado por sus profundas creencias cristianas ortodoxas. Tras volver, decidió abandonar la literatura y centrarse en la religión. Diez días antes de morir, muy deteriorado física y psicológicamente, quemó lo que llevaba escrito de la segunda parte de Almas muertas, la que el poeta Luis Tedesco consideró su gran obra maestra, que se perdió en el limbo de la historia.