EL COMIENZO DE LOS CUENTOS
Sucedió durante ese interregno, aún vigente para algunos ilusos, en que creíamos que el arte estaba necesariamente atado a la bohemia. El ejemplo de Hemingway, Li Po, Malcom Lowry, Dylan Thomas, los poetas malditos (ponga cualquier borracho genial que se le ocurra a usted, omiso lector), los escritores que fueron a París pues creyeron que iba a acabarse, y con ella, total el alcohol, era para nosotros sencillamente una cima que habíamos de escalar. Amábamos la música tropical antillana (aún lo hacemos, aunque ahora bailamos sin cuerpo), bebíamos como esponjas del desierto, íbamos del verde al blanco metiendo hasta talco para los pies, pues eso era lo que a veces nos vendían, llegábamos sin dormir y todavía borrachos al trabajo, manejábamos el carro trabados, ebrios, o las dos cosas al tiempo, sobrevivíamos con sólo un poco de sangre en el alcohol y cometíamos un sinnúmero de exabruptos peores, de los cuales esta letra de hoy se avergüenza, a veces, pero en general y en silencio, siente envidia, nostalgia.
Con Fabio, cuando no estábamos bebiendo o metiendo estábamos hablando de literatura. Casi siempre. Fabio es un economista lector de literatura, para sus conocidos, pero para mí es un poeta. Sólo que, ebrio, embolata los papeles y luego no encuentra la página donde pensó las ideas, y el poema se queda nonato. O escribe y esconde, como el gato que caga y tapa con tierra su estancia felina.
Cierta vez hablábamos de la manera como los escritores comienzan un cuento. Las primeras palabras. Fabio me preguntó si yo conocía la clave, el “ábrete sésamo”, y yo hube de contestar que no, que no estaba seguro, que tal vez era necesaria cierta sensibilidad, mucha lectura memoriosa, la costumbre de andar entre palabras que se hace destreza, todo eso, lugares comunes. Puesto que todavía teníamos alcohol en la mesa y mucha vida por delante (ahora vamos al lado de la vida, por lo que en cualquier momento esa vecina nos mata con sólo estirar un suspiro plagado de asfixia), nos pusimos a hablar de la vida (hasta los muertos lo hacían en Comala): entonces me contó que en su adolescencia había sido autoestopista, y uno de sus viajes dio con él en el mar. A la salida de Medellín lo recogió un camión que había ido a dejar ganado y ahora regresaba vacío a la costa, bueno, no del todo: el piso estaba todo inundado de mierda de ganado seca, como un tapete tejido con hierba.Él se durmió, y cuando despertó, allí, frente a él, estaba el mar, que no conocía.
«La primera vez que yo vi el mar, lo vi desde un camión lleno de mierda», dijo. Yo sentí algo desconocido al escucharlo, una sensación parecida al rapto poético, o sea todo y nada, y lo único que acerté a decir fue: “Eso, mano, eso. Con frases como esa, es como debe comenzar un buen cuento”.
Escribo esto para desconcertar aun más a quienes comienzan el curso, que nadie dicta, para ser escritor. Y porque acabo de leer una novela que me encantó, llamada Leviatán, de Paul Auster: yo sabía desde el comienzo que iba a ser buena pues sus primeras palabras, para mí, lo eran. Comenzaba así (y aquí comienza a terminar lo que escribo):
“Hace seis días un hombre voló en pedazos al borde de una carretera en el norte de Wisconsin. No hubo testigos, pero al parecer estaba sentado en la hierba junto a su coche aparcado cuando la bomba que estaba fabricando estalló accidentalmente. Según los informes forenses que acaban de hacerse públicos, el hombre murió en el acto. Su cuerpo reventó en docenas de pequeños pedazos y se encontraron fragmentos de cadáver incluso a quince metros del lugar de la explosión. Hasta hoy (4 de julio de 1990), nadie parece tener la menor idea sobre la identidad del muerto”.
No sabría decirles, transparentes lectores, por qué, casi en la línea de partida, en estas primeras palabras, yo ya sabía que la novela iba a ser genial, ¡y lo fue! Debe ser que una de las claves del éxito en la literatura es la escogencia de la primera frase, creo, pero no estoy seguro.
Autor: Amílcar Bernal Calderón.