Un jardín de las delicias en la correntina Bella Vista. Alejandro Bovino Maciel
El perdón de los pecados (Recuerdos de provincia con gente desmesurada)
Por Susana Santos
Desde su título, el antepenúltimo libro publicado por el prolífico escritor argentino Alejandro Bovino Maciel anuncia y enuncia el tema y problema centrales de su ficción. El perdón de los pecados alude a la felicidad de las culpas que de tal redención y de tal Redentor, según la doctrina de la Iglesia Católica, han hecho merecedora a la condición humana caída. Una profesión de fe expresada en el décimo artículo del Credo, que también afirma el libre albedrío. En su subtítulo, (Recuerdos de provincia con gente desmesurada), el narrador, novelista, ensayista y afamado psiquiatra deja de ser global para elegirse local, deja de ser correntino para travestirse de sanjuanino. Lejos de la presidencial ejemplaridad sarmientina, pero no menos desmesurado, el narrador nos advierte en el pórtico que se trata de “La otra historia de Bella Vista, Corrientes”, protagonizada por “gente desmesurada” y medianamente acomodada. En estos relatos de la alteridad reunidos bajo el signo de la teología moral e inmoral (pero nunca amoral), el narrador procede como Dios en el Génesis. Primero la Geografía, después la Historia. El espacio precede al tiempo: “La ciudad de Bella Vista está ubicada en la zona centro-oeste de la provincia de Corrientes, se tiende entre la Ruta 12 y el río Paraná”. Una pequeña ciudad emplazada en una de las tres provincias que conforman la región de la Mesopotamia argentina. Nombrada y renombrada por su cualidad de “pesebre”. No sorprende, entonces, que autor y narrador coincidan en reconocer la génesis de sus vidas en la provincia de Corrientes. El narrador innominado de El perdón de los pecados (Recuerdos de provincia con gente desmesurada) irónicamente se autodefine “escritor” y “mentiroso”. Confiesa sin ambages su decisión de divulgar “viejas historias referidas por una anciana”. No se trata de memorias cualesquiera. Son aquellas que forman parte de caros “recuerdos de la infancia”: traslucen convicciones, vacilaciones, reiteraciones y lagunas. Dicen verdades. Y cuentan mentiras. Es una memoria personal cuya evocación no está movida por el propósito de la revelación de lo oculto, ominoso o traumático sino por el de que cunda una ‘memoria cultural’. Tres niños de once años (el narrador innominado + sus primas Marita y Stella) están vestidos como pastorcitos de Fátima. Las vestiduras son obra del genio de la encorvada tía Nidia, creyente crédula y ortodoxa del Catecismo. Durante las largas temporadas compartidas en una vieja casona familiar emplazada en el último bastión, punto límite para el abrupto vacío de la Barraca del Paraná, esta infancia a las puertas de la pubertad gusta de escuchar las historias relatadas por la viuda Nicasia. Esta “dulce viejecilla” regordeta, como recién salida de un cuento de hadas europeo, vestía “su bata bataraza” y un rodete reunía todos sus cabellos estirados en una suerte de pagoda oriental en la cumbre de su cabeza. Se dedicaba al cultivo e inteligencia de las flores, y la viuda, por pura alegría, regalaba bouquets a los habitantes de ese apacible pueblo recostado a la vera de una ruta principal pero provincial. Esta viejecilla de cuento no duda en responder de manera enigmática y libérrima con su experiencia de vida a las preguntas del auditorio infantil en el marco de “el espejismo de las siestas, a pesar del silencio dormido, se agitaba un torbellino de movimientos felices y siniestros”. Bella Vista es el escenario común del torbellino de la siniestra felicidad que impulsa a los cuatro relatos compilados por el narrador. En estos cuatro relatos consiste El perdón (y los Recuerdos). El mundo re creado es ajeno a la mítica, solitaria, centenaria Macondo del colombiano García Márquez. A la Comala del mexicano Rulfo, a las sólo más ilusoriamente cercanas Santa María o Colastiné, del uruguayo Onetti y el santafesino Saer. Sí recuerda la correntina Bella Vista, en cambio, a la cotidianidad de la paraguaya Areguá, estancada junto al falso lago Ypacaraí, del paraguayo Casaccia. Que Areguá ciudad inventada no era, antes de que la reinventaran en La babosa. Una Areguá envuelta en los chismes y la rutinaria y aparente calma, donde suceden crímenes sin fundamento y acusaciones criminales, tormentos individuales y dramas clandé actuados por y con desmesura. Sexo y crimen sin castigo El sexo y la muerte animan “La historia del jifero”. El encuentro del carnicero Sixto Gauto, un gallego de pura cepa que gustaba de la carne. Era ‘entrado en carnes’, tanto en la propia (cargaba sobrepeso) como en la de las putas locales. Solía gozar apremiado por las urgencias del sexo. En las putas buscará, al fin, la pureza. En la costurera Rita Corvalán, afamada buscona, el carnicero anhelante busca “algo virgen”. Con el hierro le abrirá el cuerpo a Rita, para lograr su propósito de penetrar a la mujer por un “nuevo” orificio. Un goce que aúna el deseo de ser absoluto vivenciado “una tarde a orillas del mar Cantábrico mirando las gaviotas y olor de salitre contra su rostro” y el aroma de los ángeles que “juntarían en copones la sangre de la costurera para llevársela a los pies del Señor como ofrenda”. Copones: no cálices. La culpabilidad y la muerte, conocidas del Dios que preside sobre los ángeles y los arcángeles, los tronos y las dominaciones, no serán descubiertas por la justicia de los hombres. El cuerpo de Rita será reducido a embutidos regalados a los clientes. Este sí es un pecado: el orgullo: Sixto se vanagloriará de ser autor de un “crimen perfecto”. (ABM es un autor de autores). Cuando despunta la culpa (por la muerte, no por el orgullo luciferino), el jifero trata de aplacarla, infructuosamente, con una iniciática obsesión por la metafísica. Sólo una lectura profesional de las cartas del tarot le devolverá la paz. Afrenta vengada, honor restaurado La paz es ajena a Doña Anunciación. A esta voluminosa señora -pesa 158 kilos- no le pesa propagar sin reparos, como grueso ángel de una anunciación estéril, que la señora esposa de Nimio Latorre es un travesti. “No quiero un puto vestido de señora en mi barrio… No tengo nada contra los trolos, pero al menos deberían tener la decencia de no esconder lo que son”. La denunciante no está del todo segura de su anuncio, si le levanta la falda al presunto travesti, que ni se figura qué busca, con su acoso, Doña Asunción. Sin demora, el marido demuestra que no es nimio y que La Torre es suya: hace suyo el escarnio público y tomará venganza. La tarde “adormecía indolentemente”. Pecados y suplicios Dos religiosas sexagenarias son las dueñas de una casa en el Barrio de San Antonio donde transcurre parte central del relato “La historia de dos monjitas y el ladrón”. Son sor Bergoña y su correligionaria sor Paulina, gnóstica lectora espiritismo, magias blanca y negra, y transmigraciones. Hasta entonces, las únicas visitas que recibía ese monasterio privado eran espirituales. Hasta la noche del asalto del joven Adalacio Nuñez, de infancia turbia, dado a la ratería, autoascendido a ladrón. El ladrón fue ruidoso. Las dos monjas se despertaron y sin vacilaciones reducen al ex ratero. Atado a una silla, lo llevan al sótano de la casa, y allí lo encierran. Con el firme convencimiento de que el sufrimiento cura a las almas y del pecado y purga al delincuente de sus delitos, Bergoña repite los castigos que Andalecio conoció cuando eran la disciplina que en su infancia turbia le aplicaba su padrastro. Fuertes golpes con varas en brazos y piernas; quemaduras en las manos; ayuno severo, sólo salvado por una dieta de orines y excrementos. Una revelación produce un giro inesperado, o esperable. Sor Paulina sorprende al muchacho subiéndose los pantalones después de orinar. Esta visión iniciática del varón desnudo dotado de “una anatomía bendecida por los ángeles” produce en Paulina un cambio radical. A escondidas provee de comida y agua al reo. Le prohíbe a sor Bergoña el uso del látigo. Y para estar segura de que no lo va a usar nunca, decide envenenarla, y la envenena. Nuevo giro inesperado, la asesinada Bergoña se vuelve fetiche local, por las transformaciones de su cadáver obra del fósforo blanco con que Paulina la envenenó. Todos portentos atribuidos a la muerta se deben al veneno blanco ingerido y no a señal alguna del Cielo. La muerta “milagrosa” convocará a ruegos, promesas y procesiones. Convertido en milagro, el crimen nunca será esclarecido. El peor de los monstruos los celos, o la vidente no tenía nada que ver En “La historia de una putanisa” la putanisa se llama Margot Puyol. Esta adivina le asegura a Titina Micheli que su marido la engaña. Su visión es muy clara: el abogado Juan Ponce se acuesta con una rubia muy amiga de ella (de Titina, la cornuda). Se puede dudar de todo menos de la clarividencia: Titina identifica a la letrada Silvia Peratino, amiga suya y colega de su marido, como a la amante rubia que Margot vio desnuda en el lecho adúltero. Hay que decir que la visión, sin embargo, era errada. Que al abogado le tocaba otra ración más de injusticia. Acusado de una infidelidad que no era la suya, “transformado en una fiera”, Ponce llega a la casa de la putanisa blandiendo un sable, decidido a ajusticiar a la vidente que no tenía nada que ver. Una serie desopilante de peripecias comprometen a vecinas y al oficial Enríquez. El manuscrito revelado. Los extremos me tocan En el tramo final del volumen, el narrador funge de albacea. Ha recibido un amarillento escrito de manos de la anciana Nidia; decide leerlo. El secreto de esas páginas se ofrece a todo lector y lectora de El perdón de los pecados. Entre el azar del obsequio recibido y su ‘misterio’ revelado se desliza la imaginación, tributo de la libertad del hombre. Se la intentado reducir y borrar, sumado el pecado de intención inventado por el cristianismo que cancela la inocencia de la imaginación. La inocencia de la imaginación en El perdón de los pecados ha ido donde buenamente ha querido. Dando vuelo a su fantasía. Sin temor a los temores que pueden manifestar ante toda audacia los rostros de aquellos que representan el término medio de una mentalidad sin riesgos: aquella que no se atreve a conjeturar la presencia y potencia metafísica en el poder genésico del pecado. El pasado retornado se proyecta al futuro realizado. La muerte de la tía Nidia y de la abuela Nicasia; los matrimonios infelices de las primas; la separación de Stellita y su posterior mérito como bióloga. El narrador después de sus estudios doctorales, encontró la paz: “no descansé hasta empezar a contar estas historias que daban vueltas entre mis sueños; ignoro por qué razón jamás me ocasionaron miedo ni aversión”. Acaso sea menos ignorada esa razón. Al narrador lo asiste la certidumbre de que toda transgresión se eleva aunque sea por un instante sobre los principios sociales y las leyes: en una palabra, por cima de todo, y con el goce secreto del pecado. “Dos líneas paralelas jamás se juntan, lo que no acepta la geometría, ciencia de las mediciones demostrables— lo quiere la Teología, ciencia de las afirmaciones indemostrables”, nos dicen en El perdón de los pecados. Leemos, y decimos, como la actual geometría: las paralelas si se juntan: lo hacen en el punto impropio, situado en el infinito. DRA. SUSANA SANTOS, LETRAS (UBA)