Una lectura de Literatura argentina, de Pablo Farrés (1)
El acto de desfondar
“cada quien tiene su mentira vital, sin la cual la existencia diaria y acostumbrada, se desmoronaría; la mía consistía en los simulacros, de la literatura en este caso “
Sergio Chejfec.Mis dos mundos
Decir desde el afuera del lenguaje. Escuchar la propia voz, la infancia intraducible del lenguaje, escamotear las palabras que componen la historia de la literatura. Esta ambición inaudita, planteada desde la imposibilidad de ser narrada, no puede tener más que un destino: la página en blanco, el escritor que escribe el vacío, la desaparición de toda referencia del mundo para que la escritura sea experiencia y acto. Experiencia del acto de escribir.
Su propósito, desmesurado y desafiante, es desfondar toda literatura.
La singular novela de Farrés intenta esos cometidos irrealizables. Mejor: narra la imposibilidad de esos cometidos. La experiencia, además, sacude y golpea.
Un niño es criado como perro en un hogar donde el padre ejerce todos los modos del horror y el despojo ante el hijo maniatado en el sótano. La madre, en silla de ruedas, lee a Borges. Al crecer, el chico recupera las palabras y se reconoce como escritor. Pero es un escritor extraño: escribe los libros que otros podrían escribir. Lo curioso es que son los que integran buena parte de la literatura argentina contemporánea: Plop, de Pinedo; El uruguayo, de Copi; Punctum, de Gambarottta; Cicatrices, de Saer; La liebre, de Aira, Restos diurnos, de Fogwill, Los planetas, de Chejfec. La vanguardia que escribe sobre la disolución, las imposibilidades de contar, los paisajes de la nada, la desintegración del ser, la diseminación del lenguaje y nunca su afirmación ni su autoridad despliega referencias, pero también lecturas, tensiones y posicionamientos del narrador que tiene algo nuevo para decir desde el sótano donde se vive al borde del horror inaudito.
Ese lugar, el sótano como sordidez última donde maltratan a los perros, comienza a ser comparado con otros niños que viven como perros:
“vagaban por el barrio y los descampados, tirados al sol junto a las zanjas, incluso se los veía obedecer a algún amo que los llamaba. La mayoría de los que vimos se encontraban semidesnudos. Formábamos un pueblo. Niños que desnudos vagaban en cuatro patas por el campo o se tiraban a lamerse la sarna bajo el sol. Perros que pelados y sin cola se metían en las casas buscando un amo.” (p.35).
La reiteración de menciones a “los campos de concentración”, el juego alrededor de “un matadero/ la matanza/ La Matanza” que entreteje texto, suceso y espacio; las apelaciones al padre, al modo paternal de la represión (que hace desaparecer a la madre), el padre como signo vacío del lenguaje, el abandono y la distancia como castigo paternal, son otros símbolos que la novela pone en circulación.
El tejido novelesco se deja orbitar por algunos textos que funcionan como un espejo cóncavo/ convexo. Uno que late detrás del relato: El Fiord y El niño proletario, de Osvaldo Lamborghini, el que dice un caos. Otro que respira, como contraposición productiva: el Pierre Menard y El Aleph, de Borges, desde otro sótano, donde habita un cosmos.
Estas marcas del afuera del personaje nunca son relatados desde una historia ni como acumulación narrativa. Coherente con la idea de eludir toda literatura “de palabras”, como se menciona, la novela deja orbitar esas referencias que van cargando de significaciones al texto, pero contradiciéndose, yuxtaponiéndose o sobrescribiéndose. De este modo el binarismo ontológico, duramente criticado por el personaje como manera de mirar, escribir y entender lo real, da paso a fluctuaciones, vaivenes y recovecos del ser, que se escriben de otro modo, o de otros muchos modos.
Entre esos modos no binarios ni afirmativos aparece una práctica de la escritura que propone un “Menard al cuadrado”: no solo escribir el libro de otro como si fuera propio sino también imaginar qué hubiese escrito otro y dejar que se publique con su firma o escribir cartas a sí mismo. Como si solo fuese importante la experiencia del escribir, que se disuelve en la última frase. Un Aira al cuadrado, entonces. O Borges, de nuevo, diciendo “No sé cuál de los dos escribe esta página”.
Rodenlan (uno de los nombres del personaje-escritor, que desliza hasta esa nominalidad) redobla la apuesta de Pierre Menard:
“La Ilíada siempre se está por escribir, En busca del tiempo perdido todavía no se escribió” (p.149)
La noción borgeana de texto inacabado cobra otra dimensión en Literatura argentina. También la fuga de la narratividad remite al Cortázar de 62/ Modelo para armar, nunca nombrado en el texto, enlazando símbolos o remisiones oníricas que escamotean linealidades o argumentos.
Sobre la infancia de la lengua
Es Giorgio Agamben quien piensa la noción de una instancia previa al lenguaje humano, al idioma que nos humaniza: la infancia del lenguaje es una experiencia muda, dice el filósofo romano, y luego agrega:
“La constitución del sujeto en el lenguaje y a través del lenguaje es precisamente la expropiación de esa experiencia muda”. (2)
No es, para Agamben, el inconsciente freudiano, porque el lenguaje humano lo constituye, sino una instancia anterior, no cronológica (no está antes del lenguaje, sino que convive secretamente con él):
“solamente si pudiésemos encontrar un momento en que ya estuviese el hombre, pero todavía no hubiera lenguaje, podríamos decir que tenemos entre manos esa experiencia pura y muda, una infancia humana independiente del lenguaje” (3)
Detrás de una intuición en el mismo sentido parece disponerse la escritura de Literatura argentina, obsesionada con los sótanos, los regresos al origen sin lenguaje y a los lenguajes sin origen, espacios y escenas de la infancia, de la niñez violentada, transfigurada y, también, al decir de Agamben, muda.
La enorme potencia que dispara y genera la escritura de Farrés encuentra en la propia novela dos escenarios, que el escritor enfrenta y explicita: la imposibilidad de narrar, cifrada en el Nadie nada nunca de J.J. Saer (reconvertido en Nunca, nada, nadie en Farrés: el sujeto corrido al final: la nada del tiempo al inicio), en el que no poder contar lo real, esa formidable imposibilidad, viene a ser la literatura misma, como también lo entendieron Sergio Chejfec (muy referenciado en el relato) o Marcelo Cohen (sin mención textual). El otro escenario es el de la página en blanco, el vacío textual como llegada, el silencio mudo, que merodea en las últimas páginas de la novela, donde las imposibilidades no se exploran, sino que se celebran:
“No dejen solos a esos pobres escritores en mí, que encerrados en el sótano de la lengua han escrito la página en blanco de la literatura” (p.156)
Tal vez la nueva generación de escritoras y escritores sea la que comienza a mostrar pliegues que se acercan a este acto de desfondar que propone Farrés: la metáfora de lo incomprensible en Schweblin, el viaje oscuro al terror en Enriquez, la narración del vacío en Falco, el adelgazamiento del ser en Cohen, la reescritura de la zona saeriana en Almada, la indagación del aparato represivo en Almeida.
Entre esos textos, quizás, comienza la tarea de desfondar y comenzar a fundar, otra vez, con las palabras de la literatura nueva.
Contra una historia literaria que reposa en nombres, cánones y autorías, Farrés viene a proponer una resistencia activa: su personaje escribe los textos de otros y los otros lo escriben a él: sobrevive “otra” literatura argentina, en un tejido de lecturas y producciones que la misma novela despliega y vigoriza para inscribir su letra nueva: una serie donde el texto propio fecunda deconstruyendo los sentidos de la tradición a la que combate escribiendo al modo del “cross a la mandíbula”, de Arlt, un habitante posible y necesario del sótano de Farrés.
Sergio G. Colautti
(1) Farrés Pablo, Literatura argentina. Editorial Nudista: Río Tercero, Córdoba, 2020.
(2) Agamben Giorgio, Infancia e Historia, Adriana Hidalgo editora. Bs As, 2015. P.63
(3) Agamben Giorgio, Infancia e Historia, Adriana Hidalgo editora. Bs As, 2015. P. 65