JAMES JOYCE, LOS MUERTOS: LA SOLEDAD QUE PRODUCE EL AMOR Y LAS SOMBRAS QUE ÉSTE DESPRENDE
El amor. La pasión. Esa extraña necesidad de vivir a la intemperie. Frágil y débil como una fina rama que se rompe ante el peso de la nieve que se deposita sobre ella. Copo a copo. Sin apenas darse cuenta de su próximo destino, pero plomiza y vengativa como una vida ausente de auténticas sensaciones. Los personajes de esta famoso relato de James Joyce (considerado como uno de los mejores de la literatura inglesa y que en sí mismo contiene toda la esencia de su obra literaria) recava en esa posibilidad de asistir al final. De una vida. De un sentimiento. De una pasión. O de un recuerdo. De una forma, en apariencia sencilla, la acción transcurre en una fiesta navideña donde se baila, se canta y se trincha el pavo. Un espacio temporal que Joyce quiere que sea continuo —a pesar de los diálogos interiores que se desplazan en el tiempo— y sin interrupciones. Ese continuum fluye a través de un relato coral donde las distintas clases sociales irlandesas quedan retratadas mediante los personajes que asisten a la fiesta. La tradición, la superioridad intelectual, el nacionalismo, y el clasicismo así como el marcado acento religioso irlandés se van abriendo paso de la mano de unos diálogos siempre premonitorios, vivaces y acertados, que el narrador omnisciente de esta historia nos va presentando. Los muertos de James Joyce es un relato con una clara estructura teatral en el que los personajes van entrando y saliendo de escena. Esas entradas y salidas muchas veces están arropados por la música popular, lo que determina la gran importancia que la música y el canto tienen en la cultura irlandesa, quizá porque como dice el dicho popular: “quien canta sus males espanta”. Más allá de esas percepciones fácilmente visibles en la acción del cuento, la bruma del relato de Joyce nos transmite el abigarrado desplante de la intemperie. La materialización de tal sensación la capitaliza el autor con los aspectos externos con los que rodea a la acción. Y así, la noche, el frío que la alberga, la nieve que se deposita en los zapatos de los invitados antes de llegar a la fiesta, y ese cercano mar que se comporta como una brisa invisible que nos transporta de este a oeste, del amor a la desdicha, de la pasión a la verdad, y, como no, del deseo que yace roto por la verdad, se alzan como elementos indispensables de Los muertos. Esa verosimilitud de las pasiones y sentimientos humanos navegan bajo el sosiego de unas aguas que en algún momento encallan en un secreto desvelado a destiempo, lo que nos infringe un duro golpe en el corazón. Golpe que nos causa lágrimas húmedas como el agua, el mar, la lluvia, la nieve y la intemperie que los acoge en plena noche, porque quizá, anidan en un lugar donde la soledad que produce el amor y las sombras que éste desprende, sean un habitáculo muy cercano al hipogeo que guarda los restos de los muertos, nuestros muertos.
Ángel Silvelo Gabriel.