LA POÉTICA ARMADA DE MIGUEL HERNÁNDEZ
Arturo del Villar
EL terrible hachazo político en la historia de España que significó la sublevación de los militares monárquicos contra la legítima República el 17 de julio de 1936, impactó inevitablemente en todos los estamentos de la sociedad, y también en los escritores. En los dos bandos enfrentados se impuso una escritura bélica ensalzadora de los respectivos hechos de armas victoriosos y de sus impulsores, con la misma intencionalidad propagandística, aunque con palabras muy diferentes en cada caso.
Uno de los más involucrados en esa tarea complementaria de la actuación armada fue Miguel Hernández: no solamente puso su poesía al servicio de la causa popular contra los rebeldes, sino que su biografía marchó desde entonces paralela al desarrollo de la guerra, y como consecuencia de la derrota del Ejército leal terminó en el Reformatorio de Adultos de Alicante, a las cinco y media de la madrugada del 28 de marzo de 1942. No podemos olvidar ni su figura ni su poesía, ni tampoco a los causantes de su muerte.
Estaba disfrutando de las excelentes críticas referidas a su poemario El rayo que no cesa, impreso en el mes de enero de 1936, cuando se anunció la sublevación de los militares conocidos como africanistas, por estar destinados en la colonia marroquí, continuada al día siguiente en toda España, con el triunfo en algunas provincias, pero no en Madrid. Fiel a su ideología republicana, Miguel Hernández se enroló voluntario en el 5.º Regimiento, que iba a hacerse famoso por su valentía. Combatió con las armas a los facciosos, pero también con su pluma, lo que motivó un cambio total de su poética, inspirada desde entonces por el arraigado afán de conseguir la derrota de los rebeles con la recuperación de las libertades republicanas. Se renovó su escritura totalmente, atendiendo desde entonces una poética armada con una sola motivación y un único estilo literario.
Miguel Hernández es el ejemplo más perfecto del poeta miliciano, que alternó el uso del fusil con el de la pluma, tal como lo deseaba Antonio Machado para él mismo en un modélico soneto dedicado al general Líster. La inmensa mayoría de los poetas republicanos se aprestó a continuar su lucha personal en el exilio, como el mismo Machado, pero Hernández fue hecho prisionero, condenado a muerte, paseado por doce cárceles, enfermo a consecuencia de las privaciones, descuidado por los sanitarios, perseguido por los clérigos, y por fin muerto en las condiciones más penosas posibles en aquellas circunstancias trágicas para todos los españoles.
En tal sentido puede afirmarse que Miguel Hernández está identificado con la República Española en vida y escritura. Los dos tuvieron una historia corta y trágica, lo que el poeta juzgaba ser consecuencia de un sino negativo que lo acompañó desde el nacimiento, aunque la verdad es que las alteraciones coyunturales políticas en España dependen más de los caprichos militares efectivos que de una presunta influencia de los astros.
Escrito con el tiempo
El poeta lírico en sus dos primeros libros, interesado por las cosas sencillas de cada día en Perito en lunas (1933), y por el sentimiento erótico propio de un enamorado en El rayo que no cesa (1936), modificó radicalmente su escritura. Puede afirmarse que a consecuencia de la rebelión militar su biografía cambió por completo, incluyendo también a su escritura en verso y prosa, entregada desde entonces a la causa política. La épica sustituyó a la lírica, y el poeta intimista se dispuso a cubrir las necesidades de su tiempo, de modo que los versos se mudaran en arengas para incitar al combate.
Por ello su poesía se volvió naturalmente épica, a tono con la misma transformación sufrida por sus amigos los poetas del grupo del 27, divididos también en dos bandos políticos contrarios. Fue la necesidad de lanzarse a defender los ideales de la República la que le enseñó a utilizar también la poesía como un instrumento al servicio del pueblo al que pertenecía. En el poema “Memoria del 5.º Regimiento”, no recogido por él en libro, expresó el impulso que le animó a alistarse como un miliciano más:
Me desperté entre cañones,
y pistolas, y aeroplanos,
y un río de milicianos
como un río de leones.
Eran varios corazones
los que en el pecho sentía;
la sublevación ardía,
disparaba, aullaba en torno,
y era el corazón de un horno
el gran corazón del día.
Todas las citas de sus escritos se hacen por la Obra completa: I, Poesía y prosas. II, Teatro. Correspondencia, edición de Agustín Sánchez Vidal, Madrid, Espasa Libros, 2010. La paginación de ambos volúmenes es correlativa; se indica su emplazamiento tras la mención, aquí página 531.
También la poesía entró en la guerra, y lo hizo con toda violencia. Había empezado una época nueva que requería una expresión nueva. Los iniciales gongorismos lunarios quedaron acallados por el fragor de los combates, y los galanteos amorosos siguientes se fundieron ante los bombardeos continuados. En las ciudades destruidas y en los campos arrasados no quedaba lugar para discutir sobre la pureza de la poesía. En una guerra es obligado escribir poesía bélica, y así lo comprendieron los poetas.
Al principio Hernández participó en la defensa de Madrid, en donde fueron vencidos los sublevados primero y los sitiadores después, porque los madrileños demostraron un coraje heroico, tanto que la capital nunca se rindió, sino que fue traicionada por los encargados de defenderla.
En noviembre de 1936 fue designado comisario de Cultura en el batallón de Valentín González, uno de esos héroes populares formados por la guerra, conocido por el apodo de El Campesino, que él hizo célebre, y el 22 de febrero de 1937 trasladado a Andalucía, para colaborar en el servicio de propaganda llamado Altavoz del Frente Sur. Relató en verso y prosa lo que veía, y lo que hacía como miliciano, participante en combates épicos.
Poesía en armas
Las experiencias vividas se traducían en poemas, aunque en un tono diferente del característico hasta entonces. Se comprueba que sus obligaciones militares incidían también en la evolución de su escritura. La vida cotidiana de los españoles se había transformado por completo, y eso repercutía en todas sus actividades, también la literaria. El arte de escribir por el gusto de hacerlo, para satisfacer una facultad personal, fue sustituido por el deber de contribuir a las vicisitudes de la guerra en busca de la victoria.
La participación de Hernández en la guerra como poeta quedó plasmada principalmente en dos libros compuestos durante su desarrollo: Viento del pueblo. Poesía en la guerra, editado en Valencia en 1937, y El hombre acecha, de historia accidentada: estuvo impreso a falta de encuadernación en la Tipografía Moderna de Valencia, cuando la conquista de la ciudad por las tropas rebeldes el 30 de marzo de 1939 destruyó el local, salvándose dos ejemplares solamente, por los que se pudo reeditar en 1978.
El momento no era el más adecuado para casarse, pero comprendió que debía hacerlo porque el padre de su novia oriolana, Josefina Manresa, que era guardia civil y se hallaba destinado en Elda, fue ejecutado el 13 de agosto por unos milicianos, en represalia por la actuación habitual del cuerpo contra los campesinos en protección de los terratenientes. La madre enfermó a consecuencia del duelo. Así, el 9 de marzo de 1937 Miguel Hernández y Josefina Manresa contrajeron matrimonio civil en el Juzgado de Orihuela, en una ceremonia muy sencilla y con pocos invitados. La novia no vistió el tradicional traje largo blanco, sino uno corto negro, por hallarse de luto. Un luto que aumentaría el 22 de abril al fallecer la madre. En aquellos días las tropas republicanas consiguieron una épica victoria en Guadalajara, sobre las italianas colaboradoras de los militares monárquicos sublevados, lo que insufló nuevos ánimos a los combatientes leales.
Otro alto en la primordial tarea aceptada de enfrentarse a los rebeldes y sus colaboradores extranjeros se lo proporcionó la intervención en el II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas, en julio de 1937. Participaron más de cien escritores de 28 países, se presentaron diversas ponencias, y una colectiva firmada también por Hernández.
Una poesía revolucionaria
Su pluma no descansaba, componiendo versos muy diferentes de los que hasta entonces había escrito. En la España en guerra hubiera constituido un delito peritar lunas o perpetrar galanteos. Solamente podía admitirse una escritura combativa, como un arma dedicada a luchar. Lo declaró paladinamente en una entrevista que le hizo el poeta cubano Nicolás Guillén, venido a España para proteger él también a la República de sus enemigos internacionales por la libertad de todos los pueblos:
En lo que a mí se refiere –dice Miguel— podría asegurar que la guerra me ha orientado. La base de mi poesía revolucionaria, es la guerra. Por eso creo, y lo repito, que la experiencia de la lucha, el contacto directo con el dolor en el campo de batalla, va a remover en muchos espíritus grandes fuerzas antes dormidas por la lentitud cotidiana.
La entrevista, titulada “Un poeta en espardeñas. Hablando con Miguel Hernández”, figura en el libro de entrevistas firmadas por Juan Marinello y Nicolás Guillén con el título Hombres de la España leal, editado en La Habana por Facetas en 1938; la cita se encuentra en la página 117.
Asimismo declaró su comprensión de la poesía como arma de combate en una breve noticia autobiográfica, en la que resumió su dolorida existencia hasta entonces. Su confidencia confirma que la poesía estaba permanentemente presente en su vida como su sombra, con variadas incitaciones:
Nací en Orihuela hace veintiséis años. He tenido una experiencia del campo y sus trabajos, penosa, dura, como la necesita cada hombre, cuidando cabras y cortando a golpe de hacha olmos y chopos, me he defendido del hambre, de los amos, de las lluvias y de estos veranos levantinos, inhumanos, de ardientes. La poesía es en mí una necesidad y escribo porque no encuentro remedio para no escribir. La sentí, como sentí mi condición de hombre, y como hombre la conllevo, procurando a cada paso dignificarme a través de sus martillerazos.
Me he metido con toda ella dentro de esta tremenda España popular, de la que no sé si he salido nunca. En la guerra, la escribo como un arma, y en la paz será un arma también aunque reposada.
Vivo para exaltar los valores puros del pueblo, y a su lado estoy tan dispuesto a vivir como a morir. (P. 843.)
Con la poesía como un arma, el poeta miliciano arengó a quienes pretendían ser neutrales ante un conflicto que sobrepasaba los límites geográficos de España y afectaba a todo el mundo. Uno de sus escritos más difundidos entonces, pero que debiera figurar en todos los informes acerca de la guerra emprendida contra el pueblo español por quienes habían prometido defenderlo, se titula “El pueblo en armas”, y contiene la expresión certera de sus sentimientos, con fe en la victoria popular:
No, un pueblo como el mío no permitirá nunca signos de esclavitud sobre su nuca, huellas de caballo con botas sobre su piel, botas con animales intrusos sobre su tierra. (P. 798.)
Se equivocó en su profecía, porque el valor del pueblo no sirvió para nada ante el sofisticado armamento enviado por Alemania. El pueblo se defendió con heroísmo, pero no solamente se vio traicionado por parte de sus militares, sino también por las naciones democráticas, que en vez de apoyarlo en su justa lucha por la independencia, firmaron el vergonzoso Pacto de No Intervención en agosto de 1936, abandonando a la República a su suerte.
Su visita a la Unión Soviética en setiembre y octubre de 1937, para participar en el V Festival de Teatro Soviético, le asombró al contemplar la industrialización alcanzada al servicio del proletariado. Y además le confirmó en su propósito de afiliarse al Partido Comunista: el carné fue destruido en 1939 por Josefina, al conocer la detención de su marido, porque los fascistas fusilaban a los comunistas por el supuesto delito de serlo.
Aquellos días en la Unión Soviética, sentida como “patria espiritual de los trabajadores del mundo entero” (p. 846), debieron de ser los más felices de su vida, recibiendo agasajos de escritores y periodistas, atendido por intérpretes. Asistió a espectáculos teatrales y de ballet, y visitó las grandes fábricas. En Járkov la segunda ciudad de Ucrania, vio la producción de tractores, momento descrito en “La fábrica—ciudad”, un impresionante poema que narra con los términos más líricos el trabajo comunal “para hacer un tractor capaz de arar el mundo” (p. 562). Junto con otro gran poema, titulado “Rusia”, se encuentra en el citado libro El hombre acecha.
La escritura teatral
Al mismo tiempo que componía su obra poética practicaba también una tentativa dramática iniciada con un presunto auto sacramental, Quien te ha visto y quien te ve y sombra de lo que eras, género anacrónico en 1934, y continuada el mismo año con El torero más valiente, porque al parecer le gustaban las corridas taurinas, algo extraño en un campesino admirador de la figura del toro en la libertad de la dehesa. Tienen escaso interés literario.
La asistencia a los teatros soviéticos le enseñó nuevos métodos escenográficos, aprovechados en la escritura de una nueva tragedia campesina en verso, El labrador de más aire, impresa en Valencia en 1937. El protagonista es Juan, “mozo airoso” de quien está enamorada su prima Encarnación, a quien pretende el amo, Don Augusto, de acuerdo con el modelo clásico impuesto por Lope de Vega.
Existe en la trama un fondo reivindicativo, ya que Juan se enfrenta a Don Augusto diciéndole que él es el verdadero propietario de la tierra, porque la cultiva desde niño, en tanto el amo solamente la quiere para que sus aparceros la trabajen y le den los réditos. Es un alegato a favor de que la tierra pertenezca al que la trabaja, y no al terrateniente que la heredó y la posee como un bien del que obtener un cómodo beneficio gracias al trabajo ajeno:
Nadie merece ser dueño
de hacienda que no cultiva
en carne y en alma viva
con noble intención y empeño. (P. 1317.)
Puede considerarse a Juan representación del pueblo español enfrentado a los militares golpistas y sus seguidores, terratenientes, banqueros, obispos o grandes empresarios. Sin duda es teatro de circunstancias propiciado por los acontecimientos bélicos. Lo mismo puede afirmarse de cuatro piezas cortas agrupadas con el título oportuno de Teatro en la guerra, integrado por La cola, El hombrecito, El refugiado y Los sentados, edición también impresa en Valencia y en 1937. En una nota previa expuso a los lectores lo que pretendió al escribir esas pequeñas obras dramáticas en aquellos momentos de incertidumbre sobre el resultado de la guerra:
Con mi poesía y con mi teatro, las dos armas que me corresponden y que más uso, trato de aclarar la cabeza y el corazón de mi pueblo, sacarlos con bien de los días revueltos, turbios, desordenados, a la luz más serena y humana. Es la de hoy la hora más apropiada para mí: y no quiero dejarme dormir ni distraer, porque quiero ver cuajados los sentimientos y los pensamientos de mi gente en una vida de dignidad, de grandeza, y para eso pongo mis cinco sentidos en este trabajo de engrandecimiento, como puedo y como sé, junto a los mejores hombres de España. (Pp. 1361 s.)
De modo que consideraba su escritura, en verso y prosa, un arma para intervenir con ella en los combates, a su manera, la de un intelectual, y que era el arma más usada por él, aunque llevaba un fusil a la espalda. Su propósito consistía en educar al pueblo, que sabía bien lo necesitaba, después de tantos siglos de sumisión al trono y al altar unidos contra él.
Memorial de la guerra
La publicación más importante de Miguel Hernández en 1937, para algunos críticos en el conjunto de su obra, es Viento del pueblo. Poesía en la guerra, impresa en Valencia por Ediciones Socorro Rojo. En una larga dedicatoria a Vicente Aleixandre confiesa creer en el destino humano inalterable: alguien nace poeta y en consecuencia se ve obligado a componer poesía. De la misma forma, alguien nace dominado por un sino fatal y pasa toda la vida en la fatalidad. Así le sucedió a él, autor de algunos de los poemas en castellano más notables del siglo XX, que padeció una vida de miseria y tristeza hasta morir joven y encarcelado. Tenía motivos para lamentarse de su sino, aunque le obligara a componer excelentes poemas.
Probablemente sea Viento del pueblo, entre los muchos poemarios inspirados por la guerra librada en España, el que mejor refleja lo que significó aquel tajo intenso en la siempre triste historia de España, entonces en su momento más crítico, tanto que la llevó a desaparecer durante 36 años sometida a una dictadura fascista atroz.
El largo romance de 74 versos titulado como el primero, “Vientos del pueblo me llevan”, incita a todos los nativos de las regiones españolas, que va enumerando en una sucesión de felices epítetos, a combatir a los sublevados que pretenden someterlos a su yugo, lo que sería peor que la muerte. Les anima a compartir su ejemplo, que desafía a la muerte en el frente de batalla para mantener su libertad por significar el mayor bien que posee:
Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba. (P. 482.)
Esa poética en armas acepta a la muerte como hilo conductor del poemario. Se inaugura con una “Elegía primera” motivada por el asesinato de Federico García Lorca a manos de los militares rebeldes en su tierra de Granada. Esta silva en versos de siete, once y catorce sílabas, tiene como modelo las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, puesto que copia una de sus preguntas, “¿Qué fueron sino verduras de las eras?” Pero aquí el crimen no podía ser aceptado como el fin natural de la vida.
La muerte violenta de su compañero en poesía le hizo pensar en la suya propia, en ese momento con mayor intensidad. En el transcurso de una guerra es preciso habituarse a la cercanía de la muerte. En su caso, convencido del sino negativo que le acompañaba, sentía a la muerte como vecina en todo momento, y estaba preparado para encontrarla. Se lo explicó imaginariamente al amigo muerto en su despedida final:
Rodea mi garganta tu agonia
como un hierro de horca
y pruebo una bebida funeraria.
Tú sabes, Federico García Lorca,
que soy de los que gozan una muerte diaria. (P. 478.)
Cuando la vida se hace insoportable resulta un gozo la muerte. En Viento del pueblo se acumula todo el dolor del poeta que se sabía nacido bajo un sino sangriento con el colectivo de la guerra impuesta por la traición de unos militares perjuros. Las muertes ajenas le servían de memorial de la suya, y entre tantos muertos sentía su finitud como un gozo.
Las penas de los demás
El segundo poema de este libro, “Sentado sobre los muertos”, dirigido al pueblo en armas para defender sus libertades frente a los militares rebeldes, explicita otra relación de su sino sangriento a lo largo de todos los días de su vida, tema fundamental en el ciclo de El rayo que no cesa. En estos versos asume la creencia en el sino fatal, un “carnívoro cuchillo” que le perseguía desde su nacimiento, y proclamó que puesto que había de ser así inexorablemente, deseaba convertirse en el portavoz de los menesterosos.
Se reconocía un hombre señalado por una estrella ensangrentada, cuyo nefasto influjo aceptaba con resignación, que además era poeta, y por eso quería dedicar su escritura a cuantos padecían unas penas semejantes a las suyas. Como viento del pueblo llevaría por el mundo el dolor de quienes sufren, ya que para eso el destino le nació poeta. Se sometía a padecer el sino sangriento de su estrella dolorosa, asumiendo el destino de convertirse en portavoz del pueblo amordazado durante siglos por la ignorancia y el caciquismo. Lo dice con estos versos autobiográficamente sentidos:
Si yo salí de la tierra,
si yo he nacido de un vientre
desdichado y con pobreza,
no fue sino para hacerme
ruiseñor de las desdichas,
eco de la mala suerte,
y cantar y repetir
a quien escucharme debe
cuanto a penas, cuanto a pobres,
cuanto a tierra se refiere. (P. 479.)
Es una poética de la pena, compartida por quienes sufren en el mundo y no aciertan a manifestar su sentimiento. De esa manera confesó Miguel Hernández que su sino le obligaba a ser el vocero de los parias de la Tierra, los que trabajan los campos ajenos y no tienen derecho a recibir sus beneficios, porque le corresponden por entero al amo, que los heredó. Esa obligación le impulsaba a cantar, pero lo hacía como un “ruiseñor de las desdichas”, para que le oyera “quien escucharme debe”, el señorito vividor.
Otro poema del mismo libro, “El niño yuntero”, una de las poesías más angustiosas compuesta nunca en castellano, explica el triste destino del protagonista, que nació para sufrir, por el hecho de pertenecer a una familia pobre. Su sino le condena a una vida penosa de la que nunca se redimirá:
Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.
Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado. (P. 482.)
Ese niño es sin duda el propio Miguel Hernández, cabrero si no yuntero en su infancia, que hizo todo lo posible para superar su sino, aunque solamente lo logró a medias. Los trabajadores son protagonistas de varios poemas, como “Jornaleros”, “Las manos”, “El sudor”, y uno muy popular, “Aceituneros”, que cuando alguien lo canta en público siempre va siendo acompañado por los espectadores que lo conocen de memoria.
A la madre España
La continuidad natural de Viento del pueblo, culminación de la poética en armas, se titula El hombre acecha, impreso y destruido en Valencia en 1939, como quedó dicho. Está dedicado a Pablo Neruda, en memoria de los días de amistad antes de la sublevación militar, anunciándole una nota de esperanza para el futuro por confiar en la fortaleza del pueblo unido:
Pero mira al pueblo que sonríe con una florida tristeza, augurando porvenir de la alegre sustancia.Él nos responderá. Y las tabernas, hoy tenebrosas como funerarias, irradiarán el resplandor más penetrante del vino y la poesía. (P. 553.)
En la “Canción primera” que abre el conjunto se explica la razón del título: “Hoy el amor es muerte, / y el hombre acecha al hombre” (p. 555). Era la consecuencia inevitable de vivir en guerra. El siguiente poema, “Llamo al toro de España”, vuelve al icono clásico para representar a España, entonces “Partido en dos pedazos, este toro de siglos” (p. 557) a causa de la sublevación de los militares monárquicos. Es inevitable recordar aquí el mayor alegato contra la guerra que ha sido pintado nunca, el Guernica, rabiosamente ofrecido al mundo por Pablo Picasso en mayo de 1937: en la obra se revuelve el animal totémico, dotado de grandes testículos y cuernos amenazadores. La misma inspiración movió al poeta y al pintor.
Con igual propósito compuso poemas para engrandecer a los humildes defensores de la patria invadida, que no reciben elogios en los medios de comunicación, el soldado anónimo que se enfrenta a una tempestad de nieve, los aviadores combatientes, los hambrientos, los heridos, los presos y los ciudadanos entregados cada uno a su trabajo cotidiano, hombres del pueblo sin nombre conocido, el sostén de la esperanza común:
Pueblo, chorro que quieren cegar, estrangular,
y salta ante las armas más alto, más potente:
no te estrangularán porque les faltan dedos,
porque te basta sangre. (P. 579.)
Pero no solamente utilizó los versos para glorificar a los fieles a la República, sino que también los empleó para condenar a quienes faltaban a su deber de proteger la independencia de la patria invadida. El poema de mayor extensión, con 144 versos, titulado “Los hombres viejos”, en realidad tiene un título inadecuado, porque denuncia a quienes se refugiaban en la comodidad para rehuir sus obligaciones, y eso lo hacen en cualquier circunstancia tanto viejos como jóvenes. Este poema demuestra que el autor de los elegantes sonetos capaces de conmover a las muchachas soñadoras, era un campesino muy mal hablado. Aquí se acumulan palabras prohibidas en la buena sociedad, como “Pedos con barbacana, ceremoniosos pedos”, “Saludáis con el ano, no arrugáis nunca el traje”, “mientras del otro lado jodéis, meáis a veces”, “Retretes de elegancia, cagan correctamente, / hijos de puta ansiosos de politiquerías”, y otras groserías de semejante jaez (pp. 564 ss.) La verdad es que así se expresa el pueblo en román paladino, y más si se halla en una trinchera bombardeada por los obuses enemigos. Es auténtico realismo social. O, para mejor definición, bélico.
En el extremo opuesto se halla “Madre España”, una delicada serie de letanías a la patria en versos de pie quebrado alejandrinos y bisílabos romanceados. Cada estilo requiere un lenguaje propio, como es obligado en cada caso, aprovechando las múltiples palabras contenidas en el diccionario para exponer toda clase de sentimientos íntimos. Las de amor las empleó para dirigirse a la patria por la que luchaba con el fusil y la pluma, resumidas en un único deseo de hijo, esposo y padre, dispuesto a ofrendar su vida por defender la libertad tan necesaria como el aire:
Además de morir por ti pido una cosa:
que la mujer y el hijo que tengo, cuando pasen,
vayan hasta el rincón que habite de tu vientre,
madre. (P 588.)
La poesía de la guerra es la que engrandece el nombre de Miguel Hernández, y estos dos libros complementarios, Viento del pueblo y El hombre acecha, manifiestan su expresión más personal. En ellos declaró el sentido de su poesía, al revelar la causa de su amor constitutivo, que no podía concretarse en una mujer, sino en la patria, en la República Española.
Hasta morir en prisión
Por eso no pudo sobrevivir a la República, traicionada una vez más, vencida y humillada el 1 de abril de 1939. Había combatido para salvarla con el fusil y la pluma, puesta su poética en armas. Tras la derrota solamente le quedó la tristeza sin esperanza. Los vencedores lo condenaron a muerte por haberse enfrentado a ellos, denunciando en versos admirables ante la historia sus crímenes, y ensalzar en el otro bando el heroísmo del pueblo. Quiso escapar del terror institucionalizado, pero se equivocó al intentar exiliarse en Portugal, también una dictadura fascista, que lo entregó a la española.
Su patética peregrinación por las cárceles de la dictadura queda resumida en un libro póstumo, su testamento poético, Cancionero y romancero de ausencias (1938—1942), impreso en 1958 en Buenos Aires, en donde radicaba buena parte de la España peregrina, por no ser posible hacerlo en la patria sometida a la represión fascista. Lo mismo sucedió con dos obras teatrales, Los hijos de la piedra. Drama del monte y sus jornaleros, escrita en 1935 y editada en 1959, y Pastor de la muerte, compuesta en 1937 e impresa en 1960. Dejó también una impresionante obra poética inédita, con distinto interés, impresa en sucesivas ediciones de obras completas.
Con todo, su nombre queda fijado para siempre entre los más grandes poetas de lengua castellana por los dos poemarios en armas que cuentan las vicisitudes de la guerra librada por el pueblo español contra sus enemigos declarados, los militares monárquicos sublevados y sus patrocinadores, la Alemana nazi, la Italia fascista, el Portugal salazarista y la Iglesia catolicorromana, que unieron sus fuerzas, cada uno a su manera, con el afán de hundir a España en su noche más trágica, y a él le dieron muerte.
ARTURO DEL VILLAR