Lecturas / No es un río, de Selva Almada
El fuego, el agua y la furia
“Yacimos jadeantes sobre la hierba empapada, la lluvia, fríos disparos sobre mi espalda”
William Faulkner, El sonido y la furia
La narración convertida en una madeja que entrelaza olores, crepitaciones, murmullos, griteríos, algunas músicas, voces que dicen el desgarro del vivir, sonidos de la furia, dispersos en la isla donde gobiernan el monte y el agua, pero también la sangre.
La negación del título (1) revierte en afirmación cuando uno de los isleños se rebela ante los pescadores que capturan una raya disparando tres tiros:
“Si alarga la vista, donde la calle baja, llega a ver el río. Un resplandor que humedece los ojos. Y otra vez: no es un río, es este río. Ha pasado más tiempo con él que con nadie.
Entonces.
¡Quién les dio permiso!
No era una raya. Era esa raya. Una bicha hermosa desplegada en el barro del fondo, habrá brillado blanca como una novia en la profundidad sin luz.” (pág. 76)
El lugar, convertido en centro del mundo; la deixis espacial radicaliza el aquícomo diferenciación y pertenencia: de Aguirre, el hombre que anda por el monte, se dice que “lo conoce como la palma de su mano. Como no conoce ni conoció a ninguna persona”. Caminar el sitio de noche, sabiendo dónde pisar para no molestar culebras, esquivando espinas que no se ven, es la constatación de un vínculo íntimo, corporal, de los isleños al río, al monte, como una respiración común, un aliento idéntico.
Distanciándose de cualquier escenario bucólico o pintoresquista, la novela de Almada recorre y desentraña las formas de esa relación, a veces como cobijo o recibimiento, pero otras muchas como pugna, tensión o combate desde la pobreza contra los modos despiadados de la sobrevivencia en el monte, el oscuro río y, especialmente, la venida del otro, de los otros, como el Negro, Enero y Tilo, hiriendo la corriente del río para hacerse de una raya que nada como una novia en la profundidad sin luz.
En la continuidad de El viento que arrasa (2012) y Los ladrilleros (2013), el paisaje de No es un río (2020) recupera el esplendor del registro oral que esas novelas despliegan, pero también la desnudez temblorosa de esas historias, anidadas en la fragilidad de hombres y mujeres que no saben escapar a la brutal sequedad de sus destinos.
En la relación humana, la narración se detiene para focalizar, esta vez, los hilos patriarcales, siempre despiadados y violentos, que van apareciendo cuando la historia se desmadeja: Mariela y Lucy, las muchachas que pasean como la raya en el agua, a la intemperie de la agresividad familiar, se mueven como luces de atracción ante la ferocidad masculina. Y terminan hundidas en el barro que el azar del camino deparó para ellas. Antes, crecieron al sudor de las golpizas y las amenazas, de los embarazos eludidos en la brutalidad clandestina. En el espacio ínfimo del dormitorio, las muchachas reposan. A veces sueñan. Mirando el techo se imaginan en un mundo inalcanzable y lejano: el de las muchachas comunes, sin la furia del mundo a sus espaldas.
El vínculo humano con el medio natural es simbiótico, pero en una trama de ineludible rusticidad; entre los hombres y las mujeres, la rusticidad es violentización: las muchachas crecen en el maltrato. Todas las tensiones devienen de un paradigma patriarcal que va articulando sesgos androcéntricos que vertebran las lógicas del dominio, la posesión, las decisiones funcionales de la vida cotidiana. Aquello que podría denominarse heteronormatividad sexual agobia las escenas y los vínculos donde los mandatos y los modelos para sentir, ver y pensar los cuerpos gobiernan desde esa violentización:
“Ella estaba durmiendo la siesta, así que no entendió nada. Hacía calor, en bombachas y corpiño la agarró, ni tiempo a taparse con la sábana, los hebillazos le daban directo en la carne descubierta. Mientras le pegaba decía: te voy a enseñar a vos, arrastrada.” (P. 69)
En línea con lo que solicita y propone el ecofeminismo crítico, la novela registra, expone y desnuda esas articulaciones entre lo natural (ese tejido en el que los cuerpos y las sexualidades son nudos) y lo cultural (donde se fijan mandatos, prejuicios, sumisiones, jerarquías) para solicitar, sin enunciarlo, “una moral de la compasión frente a la radical finitud del mundo”, como reclama Alicia Puleo (1).
En Chicas lindas, de 2007, aparece desde un realismo sin ambages la historia de un femicidio, el de Andrea, en su cama ensangrentada:
“Pasaron veinte años y nunca se supo nada ni se resolvió el crimen. Probablemente el asesino de Andrea siga respirando el olor a tierra mojada que precede a las lluvias y sintiendo el sol sobre su cara. Mientras ella mira crecer las flores desde abajo.” (2)
Esas escenas, que atraviesan la producción narrativa de Selva Almada, dicen su mirada, su compromiso y su denuncia, entendiendo a la literatura como espacio decisivo para esas disputas de sentido y posicionamiento ético.
El fuego y el agua
En este contexto de registro, denuncia y dilucidación, el lenguaje novelesco se instala deliberadamente en la intersección entre naturaleza y cultura, entre el poder real que cruza y sacude las relaciones entre los cuerpos y los sentidos que disputan hombres y mujeres, descarnadamente a veces, desde la potencia simbólica otras. Entre estas últimos aparece la figura permanente del fuego, desde diversos modos y escenarios, convocando siempre al deseo de regeneración, a la consumación del ciclo natural de destrucción de lo existente, ceniza y recomienzo: encender el relato, dar cuenta de su finitud, volver a contar: es la lección de Saer, también entre las islas y los ríos, narrando la deriva circular del paisaje hacia la nada.
En el espesor narrativo de No es un río es Siomara quien “revuelve el fuego con un palo largo”; Siomara, mujer en el centro del tejido que sostiene las historias que la trama despliega: la violencia paterna, la pobreza de siempre, las iras de su hermano, las fugas de las muchachas, la soledad sin remedio. Sostiene como puede, y enciende fuegos como narraciones, como quien acelera la descomposición de lo que violenta y lastima:
“Siempre le gustó hacer fuego. De chica si se peleaba con la madre o discutía con el hermano, se metía en el monte y hacía fuego. O si estaba muy enojada, prendía fuego ahí mismo en el patio del rancho de su familia. Hacer fuego es su manera de sacar la rabia, de ponerla afuera de su pecho…” (pág. 69)
La furia de Aguirre contra los pescadores de la raya también termina en llamas. Incendia el campamento de los visitantes y, en el final del relato, una de las muchachas ve, desde su ventana, los destellos del fuego vengativo y feroz.
En El incendio, el fuego alcanza la representación de la furia, no solo por el avance de las llamas sobre las casas y las culebras que buscan refugio en los hogares, sino como escenificación de los dramas familiares, cruzados por accidentes y tragedias que anudan el azar con la fragilidad cotidiana. En ese cuento aparece la perspectiva del fuego como presencia fantasmagórica o espectral, como un suceso que irrumpe en la aparente calma de lo real para escribir otro registro, el del espejismo:
“Acodada en el muro que rodea la terracita, mira hacia el monte lejano, metido como en un espejismo. Es el fuego otra vez. Otro incendio. “(3)
El pliegue entre el realismo que preside la narración y esa irrupción que se presenta como espejismo también habita la trama de No es un río desde un dispositivo estructural: los tiempos de la narración se imbrican de tal modo que el fatal accidente de las muchachas es una crónica previa al momento en que ayudan a los pescadores, en el final de la novela. Esa superposición permite la vacilación del texto y también de la lectura, que oscilará entre el realismo ordenado de la lógica narrativa o el espejismo de una aparición, en la isla de las aguas oscuras y los fuegos como lenguaje.
Del mismo modo podría entenderse la presencia de una ausencia, en el caso de Eusebio. El relato vuelve una y otra vez sobre su accidente, ahogado en el río oscuro. Pero vuelve no solo en los recuerdos de los próximos, en la figura del hijo, que parece repetir sus pasos y sus gestos, sino también en sueños premonitorios y en la sobreimpresión simbólica con la raya, pescada y asesinada, expuesta y devuelta al fondo del río.
Un instante de la novela logra convertirse en centro gravitacional de toda la tensión narrativa cuando Enero imagina el final de Eusebio en el río; el ahogado frente a su propia muerte, disparando preguntas incontestables:
“A una espesura negra así habrá abierto los ojos Eusebio cuando lo chupó el río.¿Habrá visto luz al final? Se acuerda de los ojos desorbitados cuando recuperaron el cuerpo. Como si justo antes de morirse hubiera visto algo tan inmenso que no le alcanzó la mirada para abarcarlo” (pág. 109)
La sutil madeja que elabora el relato en su extensión se condensa en la mirada desorbitada que Eusebio destina a la nada oscura, en el fondo del río. Afuera, el discurrir: la obsesiva marcha del agua, los secretos del monte, la tenacidad y la furia, las pérdidas, el dolor y el deseo. En la trama de Selva Almada esos planos son el andamiaje elegido para decir unos de los fulgores más incandescentes de la nuestra literatura actual.
Sergio G. Colautti
- Almada Selva, No es un río. Random House, Bs As. 2020.
- Puleo Alicia, Ecofeminismo para otro mundo posible. Revista Géneros nro 2. Año 24. Marzo-agosto 2017. Univ. de Valladolid. (España)
- Almada Selva, La muerta en su cama, en Chicas lindas, del volumen Una chica de provincia, Gárgola, 2007.
- Almada Selva, El incendio, en El desapego es una manera de querernos.
Random House. Bs As, 2018.