Sobre el dormir
Por Joel Bulnes
Hablemos del dormir tratando de no mezclarlo con el soñar, aunque a veces la palabra “sueño” se aleje del campo de las imágenes que nos representamos mientras dormimos y equivale al “acto de dormir”, por ejemplo, cuando decimos que algo o alguien nos quita “el sueño”, o cuando alguien dice después de bostezar que tiene “sueño”, o cuando sufrimos el contratiempo de que se nos espanta “el sueño” o no podemos conciliarlo. En todas estas expresiones la palabra “sueño” no tiene relación con nuestros anhelos ni con las consabidas imágenes nocturnas, sino simplemente, como dijimos, con el acto de dormir. Enfoquémonos, pues, en el reposo bruto del cuerpo, tratando de no meternos en las complicadas y sutiles relaciones que existen entre el dormir y el soñar o entre la vigilia y el sueño. El mejor dormir, creo yo, es aquel que viene a nosotros sin obligarlo, o mejor aún, sin proponérnoslo, de manera natural, aquel del que nos despertamos diciendo “me quedé dormido”, porque pareciera que el cuerpo sufre entonces una especie de apagón indispensable, gracias al cual, recupera sus energías para poder continuar. Pero esto es algo que solo nos ocurre a veces. El anhelado reposo diario puede ser algo bastante escurridizo. Por una de esas ironías de la vida, parece que el sueño, escapa de quienes lo anhelan con más vehemencia o de los quisquillosos: mal dormir o escaso le espera al desdichado que recurre al antifaz o a los tapones de cera. Pareciera a veces que el reposo es un regalo para unos cuantos bienaventurados perezosos que para descansar no precisan ni siquiera de un colchón. Y la indignación que nos provoca mirar a un holgazán dormir apaciblemente la siesta resulta mayor no entre quienes más trabajan sino entre quienes más mal duermen, es decir, la mayoría de los seres humanos. Porque el buen dormir tonifica el organismo y alegra el carácter, mientras que el mal dormir pone de malas y lo agria. Y supongo que todos estaremos de acuerdo en que no abundan los ejemplos de personas vigorosas y alegres, sino todo lo contrario, lo más normal es toparse con personas agrias, crispadas o que desfallecen. No quiero sonar como una autoridad en materia de dormir porque a mí también, como a la mayoría de los seres humanos, se me ha negado este precioso don, pero he tratado de no agriarme y además no me quejo, porque si bien a veces no puedo conciliar el sueño por las noches, no se me niegan las siestas y he dormido algunas memorables cuyo recuerdo me reconforta. Me veo, por ejemplo, durmiendo sentado con la cabeza sobre las páginas abiertas de un libro de anatomía, en un cubículo de la biblioteca de la Facultad de Medicina después de almorzar. Y no era el único. La biblioteca se transformaba, después del medio día, en un inmenso dormitorio público para todos aquellos que no vivíamos cerca de la universidad y que por lo tanto no podíamos hacer la siesta en casa. No obstante, después de ese sueño nos hallábamos en mejores condiciones de encarar las clases de la tarde. Por eso creo que la siesta es un placer y un descanso que no se debe censurar. Y sin embargo, al hacer el juicio sobre alguien solemos enaltecer “su incasable labor” o hasta su “actividad febril”.¿Dónde quedan en semejantes disparates —pregunto yo— los grandes beneficios que nos proporciona el buen dormir? ¿Será acaso que el mundo es un lugar más agrio que dulce porque la mayoría no dormimos bien? Detengámonos aquí y no permitamos que estas interrogantes nos quiten el sueño. Es hora de irse a dormir.