LO INCONCLUSO DEL TEXTO
“La idea de texto definitivo solo obedece a la religión o al cansancio”
J.L. Borges
Es en Pierre Menard, autor del Quijote, donde Borges utiliza por primera vez el concepto de inconcluso para elogiar un texto literario. El narrador del cuento despliega su asombrado elogio por la hazaña del escritor francés del siglo XX: “no quería escribir otro Quijote –lo cual es fácil- sino el Quijote”. La proeza, en realidad, alcanza a tres capítulos, el último de ellos de manera parcial. Esa obra, inusitada e impensable, le parece “la subterránea, heroica, impar.También ¡ay de las posibilidades del hombre!la inconclusa”( [1])
Frente a la tradición de la obra acabada, la expansión de la lectura que concibe a la literatura como dinámica productiva: el texto produciéndose.
Desde la imaginería de ese cuento, los lectores saben o intuyen que la noción de autor tiembla; no solo porque la escritura del francés escamotea la novela evidente de Cervantes sino porque, al decir del narrador, “Menard es devoto de Poe, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valery, que engendró a Teste…” ( [2]), es decir, la idea romántica de originalidad se desvanece en la intertextualidad: todo texto es un nudo en el tejido de textos que configuran el lenguaje.
Tres décadas después de la disparatada invención borgeana, Roland Barthes, escribe en S/Z:
“Ver todos los textos desde una misma estructura es el sueño de los primeros analistas del relato. Extraer de cada cuento un modelo, y con esos modelos construir una gran estructura narrativa, que revertiremos para verificar en cada relato. Esto no es deseable, porque de este modo cada texto pierde su diferencia. Pero esta no es una diferencia que designe su individualidad, lo que lo nombra y lo termina, sino por el contrario, es una diferencia que no se detiene, que se articula con el infinito de los textos, de los lenguajes, de los sistemas” ([3])
El cuento de Borges parece interrogarse, sin explicitarlo, una y otra vez, sobre el texto y, especialmente, sobre la lectura; ¿Qué define el valor de un texto? ¿Qué se lee cuando se lee? ¿Dónde reside la libertad de la literatura? ¿En qué arena se dirime la relación entre texto y contexto? La experiencia que suscita el recorrido de Pierre Menard señala una respuesta: es en la lectura donde se define, se expande y se resignifica el texto, tal como señala la lucidez de Barthes: en esa articulación infinita. Porque Menard no es un escritor fragmentario del Quijote, menos su plagiador; es su lector, que resuelve deslizarse hacia la productividad de la lectura, dejando atrás su sitio cómodo de consumidor. Un gesto de rebeldía ante el dispositivo capitalista de fabricación de objetos y consumidores pasivos.
Cuando Barthes señala la diferencia entre los textos legibles (los que se decodifican respetando la clausura de lo leído, su formulación conclusiva) y los escribibles (que disparan la lectura como re-escritura), funda la crítica creativa que solo puede ser la lectura entendida como práctica de la diseminación, de lo inconcluso del texto, como deseaba Menard.
“El texto escribible es el que apunta no a un consumidor del texto (del texto legible) sino a un productor del texto. A una institución literaria que mantiene el despiadado divorcio entre el fabricante y usuario del texto, entre propietario y usuario. La lectura debe escapara del referéndum que dictamina el rechazo o el recibimiento del texto. En ese lugar, el lector está sumergido en el ocio de la intransitividad y de la seriedad, en lugar de salir él mismo a jugar, de acceder al encantamiento del significante, a la voluptuosidad de la escritura” ([4] )
De este modo y desde la operación práctica de la lectura como reescritura, el texto adquiere otra naturaleza y otra significación. En la matriz de la nueva concepción, además de la noción del lenguaje como tejido donde se disipa y revierte la figura del autor como omnipresencia, aparece la apertura textual bajo la forma incompleta, necesariamente abierta cuando no fragmentaria, del texto inconcluso, el que reclama ser reescrito. Este deslizamiento del paradigma tradicional de obra/ decodificación analítica a texto/ diseminación de lo escribible, desencadena la superación de los procedimientos del “análisis estructural del relato” (auspiciado por Bremond, Todorov, Greimas o el mismo Barthes en los sesenta) para convertirse, desde los setenta y para siempre, en una trama que adquiere otro cuerpo, otro movimiento, otro espesor:
“El texto no es ya una estructura de significados -según el modelo del 66-, sino una galaxia de significantes; el texto no es lineal, sino tabular (la noción de “paragrama" en Kristeva). El texto no es plano, sino volumétrico” ([5] )
Esa concepción del texto, sin categorías técnicas ni formulación de disrupciones vanguardistas, ya estaba en Borges. Mejor: despertaba del sueño de Pierre Menard, releyendo los tres capítulos, como quien los reescribe.
En otro cuento, en este caso de 1949, lo inconcluso del texto adquiere un giro magistral. En El Aleph leemos la imposibilidad de narrar, su desesperación de escritor, como el mismo relato enuncia. Ante el ínfimo aparato que le deja ver el universo en una sola mirada y un único instante, el turbado narrador (cuyo apellido es… Borges) construye el lenguaje imposible, el de la simultaneidad, enumerando muchos “vi” como si fueran uno para decir aquello que el lenguaje no puede atrapar ni significar: el inconcebible universo.
Reescribiendo el texto borgeano desde su lectura (bien se podría decir que su producción literaria es en muchos aspectos una lectura crítica de Borges) Juan José Saer descubre que en el fascinante texto respira la imposibilidad de decirlo todo, que la obsesión del sorprendido espectador del aleph arriba a un límite que no es clausura sino expansión y diseminación:
“La desmesurada enumeración anafórica de El aleph, cuyo fin no es agotar el contenido del universo, sino apenas rescatar al azar, para el asombro, el terror o la memoria, lo que el pobre balbuceo del narrador puede ir nombrando de esa multiplicidad vertiginosa” ([6] )
En ese sentido, en la conciencia del texto inconcluso, en ese pobre balbuceo se juega también la tarea del narrador. Si Borges lo intuyó en los treinta y los teóricos franceses lo sistematizaron en los setenta, Saer lo convierte en productividad entendiendo que narrar lo real es imposible, pero esa imposibilidad es la literatura misma.
En estos años, una nueva narrativa rescata y afirma aquello que el texto tiene de inconcluso, husmea en los intersticios, en la porosidad de lo que parecía compacto e inmodificable, y lee rescribiendo desde ese territorio fresco, distinto y distintivo, que se abre también a la libertad de las miradas, a su diseminación en el tejido de los nuevos lenguajes.¿De qué otra manera entender, por ejemplo, la irrupción de Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara, que relee y discute el Martín Fierro, texto que se presumía concluso y definitivo? ¿Cómo leer la narrativa de Samanta Schweblin, que dispone escenarios sutiles, de inusitada lucidez, para volver sobre Cortázar, Pizarnik o Silvina Ocampo?
Lo inconcluso que el texto alberga como matriz productiva nace en el cuento donde Borges imagina la locura de Menard; si fuese aceptada esta arbitraria postulación, más sencillo será aceptar que esa fecunda concepción seguirá abriendo puertas y ventanas en la narrativa que escribe el porvenir.
Sergio G. Colautti
[1] Borges J.L., Pierre Menard, autor del quijote, en Ficciones, Emecé, 1944.
[2] Borges J.L., op.cit.
[3] Barthes Roland, S/Z, Paris, 1970.
[4] Barthes Roland, op. cit.
[5] De Diego J.L., De Barthes a Pierre Menard. UNLP, 1992
[6] Saer Juan José, Borges como problema, en La narración objeto. Seix Barral, Bs AS, 1999.