Lectura / Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez
Las muchas puertas de la Oscuridad
“El sujeto pierde su centro de gravedad,
así, palpando la presencia de una
inmensidad que lo acorrala y lo abruma”
Roberto Arlt, “Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires”
La imponente novela de Enríquez inventa puertas para que el lector las abra, entre el sigilo y el estupor. La primera de las ellas habita lo cotidiano porque ese es el escenario de partida y llegada de la narrativa de Nuestra parte de noche. Desde las vidas comunes de algunos personajes comienzan a aparecer sitios o escenas que invitan a la extrañidad, pero también a las más espeluznantes pesadillas y luego al horror que convierte al lenguaje en experiencia de lo indecible. Desde ese lugar, cerrada la puerta última del libro, solo queda volver la mirada a la propia e inquietante cotidianeidad.
El paisaje urbano cobija escenas sencillas en las que, sin embargo, aparecen intersticios que incomodan las rutinas, ensombreciendo lo real: figuras que pueblan malos sueños, insomnios y sopor, voces difusas aparecen tras las primeras puertas:
“Si se pudieran recorrer las calles del barrio por la noche, o de madrugada, se oirían las radios de los que no pueden dormir sin música o sin voces, y algunos ventiladores, las pesadillas, los paseos de los insomnes” (229)
Otras puertas vendrán desde el relato transversal, que focaliza por capítulos la desgarrada vida de Juan Peterson en 1981, tensionado entre los dictados de la Orden y su hijo Gaspar, a quien quiere desligar de esos influjos; la historia del Dr. Bradford, operando a Juan con intervención de la Noche, allá por 1983; el relato escabroso de una casa llena de puertas a ningún lugar, en el Buenos Aires de 1986; el itinerario de Rosario, en expansión, dando cuenta de la saga familiar alrededor del ocultismo y el extravío macabro, desde 1960 a 1976; el informe de la periodista Olga Gallardo, intentando una crónica imposible, en 1993; en el final, la última puerta, que bajo el título “Las flores negras que crecen en el cielo”, se abre a las zonas más escalofriantes de la historia: el trayecto de Gaspar, su traumática experiencia de la liminalidad ([1] ), tensionado y sufriente en el umbral entre lo que parece real y lo que se adivina como siniestro, con el cuerpo tironeado entre la efímera felicidad cotidiana y los avasallantes deseos de algún dios nocturno y despiadado.
La vacilación en la que sobrevive Gaspar, entre la vigilia y la noche escalofriante, es una escenografía de la zozobra donde la liminalidad se despliega:
“Vio un planeta negro sobre el río. Vio a su abuela sin labios y sin nariz. Vio velas en el bosque y a una joven en cuatro patas caminando sobre huesos. Vio a hombres y mujeres corriendo, todos mutilados, algunos sin piernas, se arrastraban o giraban sobre sí mismos. Vio un perro blanco hambriento, el espinazo como bolas de metal incrustadas en el lomo. Vio una chica de vestido rojo, sentada junto al pantano; algo que salía del agua le comía las piernas, pero ella no se quejaba. Vio un torso pálido en un campo de flores amarillas. En esa tierra él podía entrar y salir y buscar. En esta tierra él era bienvenido” (666)
Cronicar el horror
En medio de una narrativa que se despliega como novelesca, un Informe quiebra ese tono para proponer un registro diferente; la irrupción del modo periodístico se esfuerza para averiguar, constatar y contar el horror en el Pozo de Zañartú, en Misiones, durante la dictadura. Olga Gallardo, periodista, trabaja ese registro, que la novela pone en circulación como contraste de la trama desaforada y descomunal de los otros capítulos. En el territorio de la paranoia, una ordenada prosa intenta contar desde el rastreo de datos fidedignos. El registro de la crónica racional significa una doble efectividad en el diseño narrativo de la novela en general: dice los hechos reales desde una trama ficcional porque ese relato se referencia con episodios del horror represivo de los setenta. A la vez, instala en el tejido de la novela una voz –racional, investigativa, luminosa- que se despliega para ofrecer una perspectiva histórica y comprensible a tanta desmesura irracional: el informe propone una dilucidación.
Hasta que la Noche, la Oscuridad, esa zona de lo insondable, aproxima sus perfiles para que el escrito de Gallardo tiemble. Los huesos en Zañartú remiten a los huesos de las casas donde la Noche celebra sus horrores sacrificiales. El símbolo es común porque la escritura deja entender que el horror es idéntico: el pozo que narra la ficción, sus huesos desnudos de compasión y llenos del odio de los verdugos, en el mismo pozo que se repite en los sitios del tiempo genocida.
En este punto la novela revela su más formidable logro: el terror puede contarse desde la invención literaria del terror paranoico de la Orden y la Noche porque es el mismo en su sentido profundo y definitivo.
En medio del Informe aparece el relato de “La mujer flaca”: la desaparición de Adela contada por Beatriz en el contexto de la “magia oscura” es clave de la historia de la Orden familiar y el ritual de la Noche como argumento. Ese episodio sacude el trabajo de la periodista, que decide no publicarlo, como entendiendo que la Oscuridad le envía sus mensajes aterradores. La amenaza disolutoria plantea nuevas interrogaciones; las posibilidades de dar con una verdad racional tambalean, el sentido, nuevamente, se desfonda, la escritura implosiona porque el terror empaña cualquier visibilidad en la frontera entre ficción novelesca, intento periodístico y hechos reales.
Todos balbucean las mismas palabras incomprensibles ante los pozos llenos de huesos: es el lugar donde el lenguaje ha decidido dejar de decir.
Tejidos
La arquitectura novelesca se sostiene, más allá de su desarrollo narrativo, en múltiples referencias que componen un firmamento donde se señalan, descubren y resignifican referencias que, desde el gótico hasta el surrealismo, desde experiencias poéticas hasta afirmaciones científicas, dejan ver lo que se señala como “la parte de la noche”, esas instancias que la modernidad cultural soslaya, que relega al submundo pero que, inevitable y fatalmente, aparecen. La novela las rescata y las expande para mirar la experiencia vital desde lo que los personajes llaman La Oscuridad:
“…ya no pertenecían a este mundo y nunca atinaron a escapar. Recibieron el zarpazo. La Oscuridad se extendió como un látigo para llevarse lo que quería. No tuvieron tiempo ni de gritar, En un momento no estaban más, tragados de un bocado. El asistente marchó solo hacia el abrazo de la negrura, atraído por una fuerza que no hubiese sido capaz de explicar.” (439)
Un universo semiótico que despliega el perturbador colorido de las figuras de Oscar Kokoschka, las fugas góticas de los cuentos de Isak Dinesen, el sonido cósmico inatrapable de Space Oddity, de Bowie, la luz extraviada de los cuadros de Forrest Bess, los rincones enigmáticos de Neruda, las bellas tinieblas de Pizarnik o Plath y hasta algún ser imaginario en las fronteras de Borges componen una galaxia opaca, inquietante, que apenas se deja ver pero dibuja un firmamento atravesado por otras construcciones de sentido que pujan por explicar lo inexplicable de la Noche: los estudios sobre la epilepsia, las aproximaciones de la psiquiatría, las historias del clan familiar.
Hasta que aparece otra dimensión que potencia y expande todas las formulaciones del texto. En la lectura del Informe de Olga Gallardo se insinuaba una cuestión que irrumpe para instalarse como centro gravitacional del relato: los (des)aparecidos.
Para decir a los (des)aparecidos
Las referencias permanentes del texto hacia episodios, nombres, prácticas o secretos que dominan el fondo inhumano de la experiencia del proceso de represión militar en Argentina en el período 1976-1983 (las fechas de los capítulos también orbitan alrededor de este período) no dejan lugar a la vacilación. La novela tensiona su construcción ficcional con los hechos reales de la historia real. Ocurre que en el punto ciego de esa tensión los dos planos son uno solo: el terror, el desprecio del otro puesto en evidencia en la mutilación de los cuerpos, los sitios oscuros donde se alojan las víctimas, los pozos del horror, la obsesión con los niños y la obediencia servil a dioses, dogmas o escrituras que dictan los sacrificios son demasiados parecidos en los dos planos. Tanto en el terrorismo genocida de la dictadura como en las operaciones que ordena, diseña y ejecuta la Orden que la invención literaria propone se espejan esos procedimientos convirtiéndose en un mismo territorio, impiadoso y feroz. El logro literario de esta construcción es singular porque nunca, en la producción literaria argentina, se abordó la cuestión del terrorismo de estado desde esta perspectiva, descubriendo en este gesto novelesco que la experiencia del horror se constituye en inenarrable y la ficción de lo inenarrable puede ofrecer un sitio desde donde intuir, ya que no comprender, aquello que nos pasó, como un viaje a lo más siniestro de la vivencia social.
El punto más inquietante de este cruce entre los “hechos reales” de la experiencia nacional y los postulados de la ficción novelesca es la cuestión de los desaparecidos. El episodio de Adela, niña desaparecida en una de las casas de la Orden, recorre los capítulos y obsesiona las búsquedas de los personajes. El enigma de su ausencia vuelve a potenciar este punto ciego, esta construcción del símbolo unívoco entre la realidad y la imaginación narrativa. La ficción como allanamiento de lo real y lo real invocando a la ficción para encontrar un sentido a tanta ferocidad inacabable.
Adela aparece como secuestrada por la Orden, como obedeciendo un designio sacrificial. Pero luego se sospecha que desapareció en otro sitio, en un pozo de fosas comunes durante la dictadura. La vacilación ayuda a entender; los cuerpos de los “aparecidos” en los rituales y ceremonias de la Oscuridad remiten a los desaparecidos del proceso. Son entonces los (des)aparecidos que dicen lo más escalofriante de la experiencia nacional.
En el cruce de planos, el registro de lo monstruoso, lo paranoico y liminal se confunden para dejar nacer una escritura distinta, que parece una narrativa gótica, que sobrevuela los fantasmas de Poe, de Mc Corman o de Stephen King, que revisita a Lugones, Arlt o a Laiseca, pero se coloca un paso más allá: dice desde un lenguaje inusitado el horror de los pozos, las celdas y los sótanos reales.
“Recordó cuando Rosario había sido obligada a cuidar de otra camada de chicos secuestrados, que Mercedes los guardaba en uno de sus campos de la provincia de Buenos Aires… también estaban en jaulas…” (157)
“¿De dónde sacás a estos chicos? ¿Chicos indígenas? ¿Los hijos de los prisioneros? ¿Por qué no le pedís un sacrificio, una entrega, a los Iniciados ricos de la Orden? Aprendiste unas cuantas cosas en las salas de tortura de tus amigos” (159)
Nuestra parte de noche despliega, de este modo, esa zona de cruces, esa intersección del sentido posible, y nos coloca a todos mirando de frente nuestra parte en esa experiencia común.
Tres novelas
La aparición de Nuestra parte de noche, ganadora del Premio Herralde 2019 y distinguida con otros reconocimientos internacionales, se instala de un modo singular en el panorama de la literatura argentina de los últimos años. Junto a otras dos novelas significan una irrupción productiva y original en la producción nacional de las últimas décadas. Estamos ante una nueva sensibilidad narrativa cuando leemos Distancia de rescate, de Samanta Schweblin, Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara y Nuestra parte de noche, de Mariana Enriquez.
Los tres textos significan una perspectiva renovadora porque se proponen como relecturas al interior de la literatura argentina: inventando nuevas posibilidades genéricas y metafóricas en el caso de Schweblin, tensionando la lectura y la reescritura de ciertos libros “sagrados” en el caso de Cabezón Cámara e invitando a ver la experiencia nacional desde la audacia narrativa que incorporan el terror y el registro de la liminalidad en Enriquez.
Es muy relevante que los textos hayan sido escritos por mujeres que asumen la necesidad de una mirada nueva, que se dejan atravesar por el contexto cultural donde el feminismo hace escuchar sus disonancias, que en los textos se reconvierten en incomodidad con las maneras que desandó hasta aquí la tradición literaria, en el ecofeminismo que asoma como construcción ética ineludible y en un lenguaje que, a partir de esta saludable irrupción no podrá ser más idéntico a sí mismo.
En Distancia de rescate, de 2014, el texto sin género es en verdad un género inusitado: un rollo que se despliega para dejar ver lo invisible, un cuerpo textual que comienza en un juego dialógico que no descansa ni parpadea hasta el final. El cruce de voces que diseña la novela se deja desenrollar como un papiro circular y el lenguaje que pulula se acerca más al diálogo del diván psicoanalítico que a otros géneros transitados. Desde ahí, la mirada crítica sobre la relación entre agrotóxicos y vida desnuda, entre las formas de la imposible convivencia, dicen el inquietante temblor de la inminencia de una catástrofe que se presiente en la triste rutina del agobio.
Las aventuras de la China Iron, publicada en 2017, instala no solo una perspectiva feminista que pone en jaque los modos de una escritura patriarcal muy cristalizada desde Sarmiento a Hernández en el siglo XIX, sino también la mirada femenina, que inunda el texto. Allí donde se leía el desierto seco, infinito y áspero que construyó la producción nacional de ese siglo, Cabezón Cámara dispone su más audaz deslizamiento hacia las aguas inquietas, inatrapables y vivificantes del Paraná. Desde ese dispositivo la novela lleva a cabo el más formidable trabajo de conmoción y relectura de la tradición literaria argentina. Indiferente al canon, entendido como museo estable y vertical, la aventura escrituraria de la China Iron, interroga lo instituido con lucidez y desparpajo y sacude esos cimientos para ofrecer su creatividad, la plasticidad de sus textos para ser discutidos, refutados, atravesados por el desacuerdo.
A partir de esas tres novelas claves, la narrativa contemporánea no es la misma en la década presente. La rica tradición nacional ha sido puesta en jaque, porque ha sido releída e interpelada desde un lugar distinto y distintivo. Ese temblor es saludable y quizás signifique el punto de partida de lo bueno que vendrá.
Sergio G. Colautti
[1] El concepto de liminalidad pertenece a Arnold Van Gennep, quien en Ritos de paso la estudia como rituales que marcan socialmente el paso de un estadio a otro, Entre ellos, el más inquietante es el que registra el paso de la vida real a otros estadios, entendidos como rituales de muerte.