Los “yos” que Unamuno recuperó en el mar
Arturo del Villar
En los aspectos familiar y material resultó muy penosa para Miguel de Unamuno la real orden aparecida en la Gaceta de Madrid el 21 de febrero de 1924, disponiendo su cese en los cargos de vicerrector de la Universidad de Salamanca y decano de su Facultad de Filosofía y Letras. No podía continuar desempeñándolos al haberle desterrado a la isla canaria de Fuerteventura el Directorio Militar que gobernaba entonces España por decisión del rey Alfonso XIII de Borbón. Los motivos para la destitución y destierro obedecían a unos artículos periodísticos publicados por Unamuno, considerados ofensivos e irrespetuosos para el monarca.
Sin embargo, en el aspecto literario fue una suerte para los lectores, porque influyó en su escritura el contacto continuo con el mar, entre el 10 de marzo, cuando llegó a la isla, y el 9 de julio, cuando se evadió en un bergantín goleta fletado y pilotado por Henry Dumay, director del periódico parisiense Le Quotidien, contrario a la dictadura militar española. Resultado de esa experiencia fueron dos libros de poemas, De Fuerteventura a París. Diario íntimo de confinamiento y destierro vertido en sonetos, publicado en París en 1925, y Romancero del destierro, impreso en Buenos Aires en 1928.
DIÁLOGOS CON LAS OLAS
Sabemos que los siete mares que se dice existen en el planeta son uno solo, y el desterrado lo descubrió al equiparar el océano Atlántico que rodea la isla de su estancia forzosa, con el mar Cantábrico que baña su Euskadi natal, aunque se encuentren en dos alejados puntos cardinales. Al contemplar las aguas atlánticas recordó las cantábricas, y en el soneto XL, fechado el 31 de mayo, integrado en De Fuerteventura a París, preguntó a las olas retóricamente:
[…] cuál de vosotras que aviváis mi anhelo
viene del fiero golfo de Vizcaya?
¿Cuál de vosotras con su lengua ensaya
cantos que fueron mi primer desvelo?
Este último verso alude al recuerdo de haber sido acunado en su niñez con las canciones populares vascas. Por otro lado, el ruido característico de las olas al romper en la orilla de la costa puede ser considerado literariamente como el canto del mar dotado de características humanas. Aquí dejó pendientes las preguntas, pero en el soneto siguiente ya el océano responde, lo que es posible en la tradición literaria española, en la que se encuentran ríos y mares en diálogo con los poetas: probablemente el poema más conocido a este respecto sea el que escribió fray Luis de León con el título de “Profecía del Tajo”, en el que se asegura que el río sacó fuera del cauce el pecho para hacer una advertencia a Rodrigo, el último rey godo. En el soneto XLI de Unamuno es una ola atlántica la parlanchina:
“Del fiero golfo de Vizcaya llego”,
me canta una ola y a mis pies perece
y con su canto de agonía mece,
Dios mío, esta zozobra en que me anego.
Responde la ola repitiendo un verso del autor, con el que le explica que ha llegado hasta él desde su lejana costa, trayéndole el recuerdo de aquella tierra y su mar. Lo aprovecha Unamuno para establecer unas correlaciones muy adecuadas: la agonía de la ola al morir en la orilla es semejante a la suya, anegado por la zozobra del real destierro. Por eso lanza una exclamación invocando a Dios, en una sumisa petición de ayuda para superar el destierro.
Suele considerarse segura la tierra firme, en tanto el mar es señal de inestabilidad. Sin embargo, en su caso no es así, porque pese a encontrarse en la orilla del océano de hecho naufraga su espíritu entre angustias, dudas y dolores. En cambio, el mar le proporciona un consuelo espiritual, por traerle el recuerdo de Euskadi. Parece una de esas paradojas a las que era tan aficionado: el océano constituía para él en su destierro un lazo de unión con su tierra nativa. Lo habían sacado por la fuerza de Salamanca para llevarlo al destierro en medio del Atlántico, en donde el aislamiento de la familia y del claustro universitario le anegaba en la zozobra de la incertidumbre.
EL OTRO YO
Volvió a tratar asuntos relacionados con la infancia desde la contemplación de las olas oceánicas en el soneto LVI, fechado el 18 de junio, con la diferencia de que en él se planteó una cuestión muy interesante, como es la posibilidad de ser otro distinto del ser que era entonces. Reiteradamente aludió Unamuno en sus escritos a la versatilidad de su yo, con el que se enfrentó, y al que llegó a sentir que se lo robaban. El otro es uno de los personajes más reiterativos en su escritura, y de los más misteriosos por su personalidad escindida. Por eso conviene releer entero este importante soneto, para seguir los entresijos de su comu-nicación:
Al frisar los sesenta, mi otro sino,
el que dejé al dejar mi natal villa,
brota del fondo del ensueño y brilla
un nuevo porvenir en mi camino.
Vuelve el que pudo ser y que el destino
sofocó en una cátedra en Castilla,
me llega por la mar hasta esta orilla
trayendo nueva rueca y nuevo lino.
Hacerme, al fin el que soñé, poeta,
vivir mi ensueño del caudillo fuerte
que el fugitivo mar prende y sujeta;
volver las tornas, dominar la muerte,
y en la vida de obrar, por fuera inquieta,
derretir el espanto de la muerte.
Una nota en prosa explicativa del soneto advierte que el autor estaba inquieto por los “yos” posibles pero no realizados en los sesenta años a cumplir enseguida, sus personalidades perdidas:
Siempre me ha preocupado el problema de lo que llamaría mis “yos ex—futuros”, los que pude haber sido y dejé de ser, las posibilidades que he ido dejando en el camino de mi vida.
Es una confesión extraña, porque salvo en los casos de desdoblamiento de la personalidad en temperamentos esquizofrénicos, solamente se puede ser una persona en la vida. Ahora bien: la escisión del yo es sentida tanto por intelectuales como por gentes digamos corrientes. Por quedarnos en el tiempo unamuniano, lo mismo contaron Manuel Azaña y Juan Ramón Jiménez, a los que he analizado detenidamente en otros momentos. Un yo suyo se quedó en Vizcaya, pero las aguas marinas lo condujeron hasta Fuerteventura, y allí lo reencontró y lo reconoció como parte de su perso-na, como si se tratase de una vieja fotografía amarillenta.
El mar oceánico le trajo a un otro Unamuno que pudo haber sido, en el caso de haberse quedado a trabajar en su Bilbao natal, en vez de ir a desempeñar una cátedra en la Universidad de Salamanca. Repárese en la afirmación sorprendente (para los que solamente conocemos un yo) relativa al hecho de que su sino infantil y juvenil se quedó en Bilbao, y sofocó al instalado en la cátedra salmantina. Para ilustrar este asunto es preciso leer su drama El otro, publicado en 1932, resumen de sus especulaciones alrededor de la personalidad que se pierde.
El profesor Ronald D. Laing, uno de los fundadores de la antipsiquiatría, ofrece en sus ensayos conclusiones esclarecedoras, basadas en el análisis de sus pacientes. Demuestran que la confidencia de Unamuno es muy común, y por lo mismo no debe extrañarnos. El hombre que era realmente se encontraba cara a cara con el que pudo ser y el destino le impidió serlo, aunque no había desaparecido en el tiempo. Los dos “yos” se enfrentaban abriéndole “un nuevo porvenir”. Y convirtió aquel hecho salido “del fondo del ensueño” en literatura, porque para eso era escritor.
HACERSE POETA
Lo sorprendente es que ese otro yo posible que le llegó espiritualmente por medio del mar, era nada menos que el poeta Unamuno, el que quiso hacerse desde que soñara serlo: “Hacerme, al fin, el que soñé, poeta”, escribió, como si creyera no serlo por haber perdido las oportunidades en la cátedra de griego universitaria. Varias veces, como era costumbre en su escritura, leemos que en su opinión el ejercicio de la poesía es lo primordial, en el supuesto de tener una persona varias ocupaciones con las que ganarse la vida. En su caso, era poeta, y además ensayista, y dramaturgo, y novelista, y catedrático universitario, y articulista de periódicos (cuando no se lo impedía la censura). Y en ese momento un desterrado político.
A juzgar por ese verso, parece que en 1924 todavía no había logrado concretar ese sueño de su adolescencia, pese a tener ya editados cinco libros de poemas. Al actualizarse sus recuerdos de antaño a causa de las olas marítimas, se le reavivó el viejo sueño adolescente de ser poeta. La bibliografía unamuniana demuestra que se dedicó a la poesía cuando ya era un escritor muy conocido, al contrario de lo que suele ocurrir: un escritor joven empieza escribiendo versos, habitualmente de amor, y después se pasa a géneros más apreciados por los lectores.
Por eso los de Unamuno se quedaron sorprendidos al comprobar que publicaba su primer poemario, titulado simplemente Poesías, en 1907, cuando estaba editando ensayos desde 1895 y novelas desde 1897. También los críticos literarios se asombraron, y por lo general dieron escasa atención a sus versos, tratándolos con displicencia, aunque los poetas los alabaron al reconocer su valor literario.
El verso citado expresa el deseo de ser reconocido al fin como poeta, y poder así abandonar todas las otras ocupaciones que distraían su atención. En su afán por ser considerado poeta creía que sus restantes manifestaciones literarias pasarían a un segundo plano, de acuerdo con su tesis respecto a que el poeta lo es en primer lugar, y después todo lo demás.
El otro anhelo expresado en el verso final, “derretir el espanto de la muerte”, fue su ansiedad permanente a lo largo de su vida. La afición a los libros de teología y de filosofía estuvo motivada por las indagaciones dedicadas a la investigación del morir humano como final, y de la trascendencia póstuma asegurada en la mayor parte de las religiones.
Después de mucho meditar había llegado a una conclusión: la manera más segura de alcanzar la eternidad es garantizarla en este mundo, biológicamente por medio de los hijos que prolonguen la existencia con sus propias vidas, y espiritualmente dejando unos libros tan atractivos que logren continuar siendo leídos cuando el autor ya no esté sobre la tierra.
La pretensión de hacerse poeta no se debía al deseo de obtener una remuneración económica, sino para consolidar una fama que perpetuara su nombre en tanto haya lectores sobre el planeta. Hasta ahora lo ha conseguido.
EN LA MADRE MAR
Solamente buscamos los “yos” unamunianos en sus poemas, porque seguirlos en toda su escritura requiere un largo ensayo, como el que le dedicó Carlos Feal Deibe, titulado Unamuno: el Otro y Don Juan (Madrid, Ediciones Universitarias Planeta, 1976). Ahora recuperamos una alusión al otro yo en un poema compuesto en 1928 incorporado al Cancionero. Diario poético, el número 189 en el tomo VI de la edición de sus Obras completas editadas por Escelicer en 1969, página 189.
El mar aparece imaginado como una madre, por lo que lleva el artículo femenino, y además le concede la inicial mayúscula de los nombres propios en castellano. Comienza lamentando haber llegado muy tarde al encuentro con ella, lo que apunta al destierro en Fuerteventura, porque el viaje marítimo realizado en 1910 no le permitió alcanzar la intimidad proporcionada por los largos días de destierro:
¡Qué tarde nos amigamos
madre Mar, hondón del alma,
qué tarde me ha rebotado
tu cantar en las entrañas!
Ay madre, aquel que tú sabes
cabe a tu pecho me aguarda
en este golfo bendito
sonrisa de mi Vizcaya, […]
El mar queda humanizado como una figura femenina, a la que el poeta llama madre amorosamente. Esa figura forma parte de la naturaleza, aunque también se aposenta en ese lugar tan característico del lenguaje unamuniano, que él calificaba como el hondón del alma, demasiado impreciso, porque si es difícil localizar al alma resulta mucho más complicado ubicar su hondón. Así como las madres cantan nanas a sus hijos para que se duerman, la madre mar le canta al autor, una idea recurrente que ya vimos anteriormente. Ese canto marino formado por el ruido de las olas le rebota en las entrañas ahora, en el momento de ese encuentro.
Con ello se origina un despertar de los sentimientos anegados por el tiempo. Aquel yo que pudo ser Unamuno, que la madre mar conoce, se presentifica en las aguas marítimas, en el golfo de Vizcaya. El hombre Unamuno encuentra en el agua común de los mares y océanos al yo que pudo ser de haber continuado en la tierra natal, en lugar de irse a trabajar en Castilla. Y no se trata de un único yo, sino de varios. La lectura de Unamuno siempre nos ofrece motivos para meditar, y a menudo para inquietarnos.