Vasili Grosmann: Que el bien os acompañe
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2019-04-11
Creo que podría decirse que, al acercarnos a la obra de Grossman, todo lector consciente sabe de antemano que va a obtener un bien: la redención por la palabra. Una palabra sencilla, virginal, directa, limpia en su significado, veraz en cuanto a que su destino es el corazón y la inteligencia de ese lector que escucha su canto, tan humano. Y ese discurso esperado ya puede venir revestido de un dolor profundo y sincero como cuando describe los desaforados horrores que unos hombres fueron capaces de infligir a otros en un campo de concentración como, en este caso, un a modo de canto de esperanza mientras transcurren los días de su viaje –que habían de ser sus últimos días- a una tierra hermosísima y azotada por la triste memoria de un pueblo perseguido como el armenio. Pero él bien sabe que el dolor, viviendo en libertad, puede engendrar también un cierto discurso de esperanza: acaso porque ya no es posible retroceder más en el, acaso porque se haga patente la conciencia ilusoria de un destino mejor si se acepta la realidad con la resignación de quien, espiritualmente, a la larga ha de resultar el vencedor; se hará merecedor de un destino de libertad engendrado en el propio sacrificio. Hay párrafos del libro que merecen ser resaltados como ejemplo de lo que podría ser un mirar de amor hacia una tierra nueva que invierte esfuerzo y sacrificio en un futuro mejor, y lo hace en su paisaje, esa herencia irrenunciable: “Lo primero que vi al llegar a Armenia fue la piedra (Armenia, recuérdese, ese país de montañas, ‘de piedra’ que el poeta habría de cantar con tanta delicadeza: ‘Qué lujo en este pueblo miserable,/ la música de fino hilo de agua’) Del mismo modo, de una cara no se recuerda todo, sino sólo los rasgos que mejor reflejan el carácter, el alma: las arrugas severas, los ojos dulces, quizá los labios gruesos, húmedos de saliva. Y a mí, me parece, lo que expresa el carácter y el alma de Armenia no es el azul del Seván, ni los huertos de melocotones, ni los viñedos del valle de Ararat, sino la piedra”. Tal vez como signo de dureza, de resistencia,; incluso de inacababilidad. El canto del narrador parece siempre imbuido de un futuro esperanzado; sus palabras desnudas confirman la sensación de confianza, de triunfo. De no dejación: “Mi percepción del mundo ejecutó un salto divino hacia arriba; vi rostros iluminados no sólo por la luz del sol, sino también por su propio resplandor interior. Los caracteres de la gente se hicieron claros para mí. Mi amor y confianza por las personas experimentó un crecimiento colosal (…) Era como si ya nada me pareciera banal o meramente rutinario. Era como si por primera vez participara en un drama maravilloso y solemne en un solo acto armonioso: la vida” Y armonioso, aquí, suena casi como una variante etimológica de Armenia. Y por ella el hombre que tan hondamente supo reflejar el sufrimiento, invoca ahora a la vida, a un deseo irrenunciable a favor de la necesaria libertad.