El concepto de encierro en la obra de Kafka y Pessoa

Franz Kafka soportó heroicamente los sufrimientos que acongojan al hombre moderno. Experimentó y creó a partir de éstos nuevas formas de interpretación, de significados y de estudios que ahondaron sobre todo en la condición humana. El trabajo literario surge para él como su “único anhelo”, su “única profesión” (Brod, 1951); situó al arte, a pesar de sus principios religiosos, como la única razón que realmente le dio un sentido a su vida, así lo declara en uno de sus Diarios. Bolívar Echeverría, en su ensayo De la Academia a la Bohemia y más allá, describe que la obra de arte es algo más que un producto que el creador ha descubierto y que entrega para ser descifrada; está hecha además para quedar siempre “inconclusa”, pues el espectador es quien la completa. A partir de este principio, en Kafka leemos a un autor que además de ser cómplice de esa inconclusión, también intenta dejar un resultado cíclico, ya que su obra no establece un mecanismo de total certeza, sino que construye un horizonte reflexivo que se propaga hacia otros medios, otras obras e incluso resulta comparable con pensamientos de autores de la misma índole. Por ejemplo, existe un concepto generalizado en la obra de Kafka que se relaciona con el pensamiento de Fernando Pessoa: el del encierro. El hombre, enajenado por convicciones e ídolos falsos, se enfrenta a un mundo malogrado, en declive, sujeto a decisiones que dictan autoridades invisibles. Vive encarcelado porque se adapta a las normas impuestas por la sociedad y se ve sujeto a una civilización que establece un orden cuyo resultado es muchas veces opresivo e irracional. Enfermo de monotonía, elabora un sinfín de preguntas de las cuales no conocerá respuesta porque no sabe ni a quién dirigirlas, pero aun así persiste y se refugia en lo que sea que lo haga sentir de alguna forma libre, porque el hombre civilizado ya no necesita ni respuestas ni misterio, lo que aspira es alcanzar su autonomía, sea simulada o no. Los personajes del autor son el producto de una reflexión acerca del impacto de este mundo, nuevo e innovador para algunos, decadente y frívolo para otros. No entienden su presente ni hallan la manera de alcanzar a quienes parecen ser cómplices del poder. Como orugas perpetuas, incapacitadas en adaptarse a las prácticas de los ya “evolucionados”, disimulan su inconformidad y su claustrofobia; bajan la cabeza y, humillados, resisten dentro de su celda. Fernando Pessoa cuando habla del encierro, se refiere a un problema meramente individual y tiende a unirse con otros problemas, no menos propios, dejando el medio social como una especie de trasfondo. La preocupación esencial del autor es que no se conforma con quien es y siempre está en busca de algo más, algo que lo prive de ese aislamiento al que se somete todos los días consigo mismo. Se reconoce aprisionado dentro de sí. Como un cautivo que ansía encontrar una forma de salir, el poeta recurre a la despersonificación. Se vale del recurso de transformarse, inventar biografías, creencias metafísicas, cartas astrales, sólo para crear desde otra perspectiva. La heteronomía es el autor fuera de su personalidad, es de una particularidad elaborada por él. A diferencia de otros autores que se preocupan por adquirir un sello o un estilo que lo caracterice, Pessoa huye del reconocimiento único e indaga en la singularidad de sus personajes. Se desvanece y se reafirma en esa ficción entre sus actores/escritores. Al igual que Kafka, Pessoa tampoco es partidario de defender sus obras; siempre insatisfecho con las mismas, se interesa más en acumularlas en un baúl sin fondo en donde guarda un rompecabezas infinito de poesía, de cartas, de frases sin punto final o de fragmentos de alguna historia de la que jamás se sabrá su final, para convertirse en un poeta inacabado que admite que todos los días es una persona diferente. En ambos autores existe la percepción de que el yo es sólo un artificio que sigue a todas nuestras representaciones, una imitación que poco o nada tiene que ver con el que en realidad se anhela llegar a ser, (algo parecido le hará decir Ingmar Bergman a uno de sus personajes en Persona: “El sueño imposible de ser, no de parecer sino de ser”). Dominados por la obsesión de que nada de lo que pretenden ser en realidad son, se esfuerzan por proyectar en sus intérpretes este sentir de lejanía con su propia identidad. Uno los metamorfosea en animales o en seres patéticos, privados de una personalidad que los caracterice; el otro, al contrario, vierte un poco de él en personajes inventados que en algún punto logran independizarse de su creador. El poeta portugués se hace llamar un fingidor y se convierte en un nómada de sí mismo. A lo largo de su obra enfatiza la discordancia que existe entre lo que piensa y lo que hace. No es consecuente: en un mismo soneto puede negar la sensiblería del verso anterior y enemistar las palabras que lo componen. Al crear sus heterónimos, es defensor de romper ese encierro, —del que Kafka también es víctima—, y se desdobla en múltiples personalidades. Lo admirable del artista, es esa bifurcación violenta que se dispersa no hacia una identidad plural más bien hacia el derrame de identidades, una alejada de la otra hasta ser autónoma por completo. “Cuando miro hacia mí no me percibo”, dice en su poema Tres sonetos, “ni sé bien si soy yo quien en mí siente” (Pessoa, 2013). Esta misma idea se presenta constantemente en la obra de Kafka: sus personajes nacen de la incertidumbre, de la inquietud de reconocerse en alguien o en algo ajenos a él. No quieren seguir siendo el castigado, el oprimido, el excluido, el culpado o el extranjero, pero sin quererlo, siempre se ven inmersos en una situación que los refleja así. Es esa la definición del antihéroe kafkiano: alguien que no está muy seguro de quién es en realidad y de qué papel juega dentro de un mundo conducido por un sistema que para él carece de sentido. Tanto los dos autores como sus personajes desconocen su pasado y se buscan sin cesar hasta inventarse. “Olvidé mi pasado, no sé quién lo vivió” (Pessoa, 2002), dice Pessoa (o más bien Bernardo Soares, heterónimo de Pessoa en el Libro del Desasosiego), mientras que Kafka le atribuye un pensamiento parecido a Pedro el Rojo en Informe para una Academia cuando el personaje renuncia a su pasado y confiesa que éste, ahora sombra de un mero recuerdo, jamás lo dejaría sobrevivir en ese mundo al que está a punto de integrarse: “su pasado, señores, no podría estar más alejado de ustedes de lo que el mío está de mí” (Kafka, 2015), dice. Para ninguno de los dos influyen las decisiones o acciones que en algún tiempo remoto consideraron; ellos ya no son el de ayer ni desean retomarlo: “No quiero recordar ni conocerme. Estamos de más si miramos en quienes somos”, concluye Pessoa. Desconfían de su memoria, de sus actos y de sus propias convicciones. Por eso en El Proceso, Joseph K, a pesar de no saber la razón por la cual es acusado, acude a los interrogatorios y hace lo que le es dictado por los demás (quienes parecen ser parte de un tribunal que busca educarlo), pues conforme el juicio avanza, comienza a sospechar poco a poco de sí mismo y su culpa acrecienta. Sus personajes tienden a sentir culpa.¿De qué? De haber caído en el error de tratar de comprender las cosas que carecen de sentido. En El Castillo, por ejemplo, se vuelve ridícula la manera en la que K intenta acercarse a una figura de autoridad o al castillo mismo. Nunca lo conoce, nunca llega, pero, sin saberlo, se está acoplando a una ordenanza que aseguraba rechazar. Se atribuye una sensación de incumplimiento que le impide huir de esa imposibilidad. Este es otro concepto que juega un papel importante entre ambos autores: por un lado, Pessoa entiende la culpa como una consecuencia de la lucidez, a ésta le atribuye su tragedia existencial; Kafka, a su vez, piensa que la ausencia misma del acto está dentro de la posibilidad de culpa constante. Quizá la obra que puntualice con mayor precisión la concordancia entre Kafka y Pessoa es la, ya mencionada, Informe para una Academia. Pedro el Rojo, siendo mono, se humaniza tras ser capturado por miembros de un circo alemán, al verse abstraído en el encierro de una jaula, consigue transformarse en hombre ya que reconoce que es la única forma de salir de ella. Así, adopta en su totalidad el comportamiento humano hasta llegar a un punto de raciocino que supera el pensamiento de un hombre promedio. El simio opta por metamorfosearse para hallar una salida, entendiendo ésta no como una forma de libertad, —porque según Kafka el hombre moderno es preso de su libertad—, sino como una suerte de autonomía que le permitirá ser parte del mundo civilizado. “Con la libertad —y esto lo digo al margen— uno se engaña demasiado entre los hombres, ya que si el sentimiento de libertad es uno de los más sublimes, así de sublimes son también los correspondientes engaños”, dice el mono. Dentro y fuera, el animal forma parte de la máquina. Sabe que de ninguna manera será libre, —como lo fue dentro del dominio de su naturaleza— pero lo importante es hallar una salida o bien una entrada. La salida en este caso no consiste en huir sino en pertenecer. Pronto, Pedro el Rojo se ve encerrado en una jaula más grande: la del mundo moderno.Él, al adquirir esa razón, es la personificación del hombre rodeado de conflictos existenciales: soledad, crisis, inutilidad, pérdida de individualidad, tedio y angustia, y es ahí en donde el simio y Fernando Pessoa se relacionan: ambos consideran que la conciencia es un modo de decadencia. De igual forma, en la sagacidad de la conciencia de Kafka se revela la estética del enclaustramiento. El rumbo de sus personajes consiste en vagar por laberintos absurdos, sin salida, sin fin. “Hasta entonces había tenido tantas salidas, y ahora no me quedaba ninguna. Estaba atrapado. Si me hubieran clavado, no hubiera disminuido por ello mi libertad de acción”, confiesa Pedro. Entonces surge la pregunta: ¿Qué es más agobiante: el hombre consciente y “liberado” o el animal preso que ignora las dificultades que conllevar ser? Arrojado a la existencia, el hombre, sin un manual que le indique cómo dirigirse en el mundo, debe encontrar él mismo un fundamento que le proporcione esa libertad que no se parece en nada a la libertad que plantea la sociedad. Más tarde, el simio descubre que la única forma de hallarla es a partir del arte. Tanto Pedro el Rojo como el protagonista de El artista del hambre admiten que el arte no florece de una entrega pasional; parte de un no, de una oposición. El artista es el que cultiva a partir de un sacrificio o de una mortificación. Fernando Pessoa, por el contrario, no considera que el arte sea una escapatoria. A él le seduce la idea de que nada ambiciona ni nada le atrae, que incluso podría ser producto de un sueño o de una escena que se iguala a la fugacidad de las huellas en la alfombra de un cuarto vacío. Para él, no existe una huida, la celda lo es todo. Otra línea de fuga que traza Franz Kafka es la del devenir animal que consiste justo en eso: en señalarle otro tipo de salida al protagonista. “Los devenires-animales en Kafka aparecen como desterritorializaciones absolutas que se adentran en un mundo desértico” (Deleuze, 1975). Al hacerle alcanzar ese conjunto de intensidades puras, en ese espacio desolado, supera una realidad en donde los contenidos dan una impresión de falsa libertad. Ni es libre ni ha evolucionado, sigue siendo el mismo hombre sólo que ha aprendido a imitar. Es lo que hace más complejo Informe para una Academia de los demás textos de animales de Kafka, porque en su caso se trata de un devenir-hombre, no de un devenir-animal, y además la transformación es voluntaria. Pedro el Rojo pudo haber permanecido en la jaula y participar en el circo como un animal común en lugar de desvirtuarse y extranjerizarse —porque al final es eso, un extranjero tanto del reino animal como del humano—, pero en vez, optó por continuar, seducido tal vez por los impulsos de cualquier víctima: comunicar su desapruebo o difundir sus conocimientos. Pessoa se proponía alcanzar “la armonía entre lo que la razón niega y lo que la sensibilidad desconoce”, porque “toda la emoción verdadera es mentira en la inteligencia, pues no se da en ella. Toda la emoción verdadera tiene, por lo tanto, una expresión falsa. Expresarse es decir lo que no se siente”. Por lo tanto, “fingir es conocerse” (Pessoa, 2005) y el personaje de Kafka también es un fingidor. Pedro, arrancado del flujo armónico de la naturaleza, ahora se adapta a un mundo artificial e insatisfactorio y para hacerlo debe de incurrir en la falsedad o en un disfraz que no le pertenece. “Repito: no me cautivaba imitar a los humanos; los imitaba porque buscaba una salida; no por otro motivo”. Y así, casi sin notarlo, el simio pronto sospecha de sí mismo y de su verdadera pertenencia. Al final, quizá está fascinado por ese Pedro desconocido a quien poco a poco está descubriendo. Aunque en fragmentos del relato piense con nostalgia en su pasado, ultimadamente fue su decisión ceder ante la tentación de integrarse, ¿por qué no recurrió al suicidio? Porque fue más atrayente sumirse en la crisis y crear a partir de ésta. Como Fernando Pessoa a quien la idea del suicidio le rondaba tal vez a todas horas, pero prefirió la muerte lenta, una bien calculada. Así tuvo tiempo de construir una ficción que reta a la eternidad y que ha sido pretexto de estudio para tantos intelectuales. En Pessoa y Kafka hay una evidente rebelión frente al mundo. La realidad externa, el mundo, les es intolerable. Con una terrible suerte en el amor y en sus relaciones personales en general, ambos renuncian, pero a la vez, la motivación de escribir a cerca de sus desgracias les obliga a continuar. Los dos juegan con la metamorfosis y el dramatismo del individuo: Pessoa y sus máscaras; Kafka, y sus seres indefensos que sufren la absurda maquinaria del orden establecido. Ambos encerrados en su incesante duelo.

Amaya Giner


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