Lecturas/ Distancia de rescate, de Samanta Schweblin
El inquietante temblor de la inminencia
“Todos lo saben, y no es una fábula siniestra”
Fernando Solanas, Viaje a los pueblos fumigados
No es un cuento en expansión, tampoco una novela que abrevia sus trayectos. No se parece a un relato que obedece formas transitadas ni a un texto teatral que despliega diálogos como andamios. No se deja presidir por una narración dominante ni escamotea sus sentidos en la opacidad de la conversación psicoanalítica. Pero algo de cada una de esas variables constructivas participa sutil e invisiblemente de Distancia de rescate para terminar conformando un género que no estaba, que no existía, que la escritura nueva y fresca de Schweblin acaba de proponer. Habrá que inventarle un nombre a este texto que comienza y se sostiene como un diálogo extraño, inusual y ambiguo para dejarse atravesar por otras formas de narración a varias voces, siempre interrogando y diseminando preguntas que vuelven a inquirir por aquello (“lo más importante”, se repite en el texto) que no tiene conclusión, ni respuesta, ni palabras posibles.
El texto sin género es en verdad un género de texto inusitado: un rollo que se despliega para dejar ver lo invisible, un cuerpo textual que comienza en un juego dialógico que no descansa ni parpadea hasta el final, donde de nuevo se abre a la interrogación infinita de Amanda hacia David: “¿Qué es lo importante, David, necesito que lo digas, porque el calvario se acaba, no? Necesito que lo digas y después quiero que siga el silencio.”
El cruce de voces que diseña este escrito que se deja desenrollar como un papiro circular se afirma en la conversación descarnada entre Amanda, la madre de la pequeña Nina, y David, hijo de Clara. En esos personajes se apoya el discurso plural del texto, sumando al esposo de Clara y al padre de Amanda, especialmente en el diálogo con el que concluye sin cerrarse la magnética narración que inventa Schweblin para decir el temblor, el inquietante temblor de la inminencia.
La arquitectura narrativa se deja sostener por hilos apenas perceptibles: la sutileza metafórica, la ambigüedad que escamotea las afirmaciones argumentales, los deslizamientos que recorren imágenes y sensaciones de sueños, recuerdos y presagios como si fueran planos entremezclados que intentan descubrir “lo importante” de la historia. Porque hay una historia, que se teje desde esos hilos transparentes: en los campos fumigados por el cultivo intensivo de la soja, las víctimas aparecen para contar sus padecimientos, que la trama desnuda como escalofriantes: el pequeño David se intoxica bebiendo esas aguas. Al borde de la muerte, su madre, Clara, intenta una salvación extrema en la “casa verde”, donde se produce un episodio de transmigración (la mitad de la enfermedad pasa a otro cuerpo pero el propio sobrevive malformado y ajenizado: otro ser). La amiga más cercana, Amanda, agoniza en un hospital desesperada por la suerte de su hija, Nina. En el inicio del texto, David y Amanda dialogan sobre lo que pasa y pasó en la escenografía desolada del sanatorio, van y vienen entre pesadillas y temores, intuyen el origen y la razón de lo que sucede (“acá son pocos los chicos que nacen bien”/ “siempre estuvo el veneno”) pero la debacle más profunda es la que no se puede poner en palabras, no hay una manera de decir lo que se vislumbra porque la profundidad de la catástrofe es borrosa: una opacidad indecible.
“Carla cree que todo es culpa suya, que cambiándome esa tarde de un cuerpo a otro ha cambiado algo más. Algo pequeño e invisible, que lo ha arruinado todo”
Por eso aparecen las vacilaciones oníricas, lo fantasmagórico y lo monstruoso, la crueldad (patos asesinados y enterrados) y la perplejidad (tumbas por decenas en un sitio de población mínima). Ocurre que el texto, la trama, el papiro circular de Schweblin dice sin decir lo que adivina su escritura produciéndose, expone sin caer nunca en la linealidad del testimonio o en la afirmación tecnocrática, el fondo que deja entrever, la puerta que permite espiar, la latido quebrado que ayuda a auscultar la lacerante sutileza de su escritura: hay algo a punto de quebrarse entre la vida desnuda y la civilización hipermoderna, hay algo por estallar cuando se ha quebrado el equilibrio y la resiliencia natural desde la destrucción que propicia un sistema ciego e impiadoso no solo para la vida natural, sino también (y ahí apunta el texto novedoso y brillante de Schweblin) para los vínculos más cercanos entre las víctimas humanas, sumidas en resignación o silencios, sin comprender o aceptando (como los hombres en el diálogo final del relato) la inevitabilidad del proceso. Quebrado el vínculo primero entre madres e hijos (la repetida “distancia de rescate”) todo queda a merced del avance despiadado de los “gusanos”, como los llama David desde el inicio de la narración.
Significativo y nada casual es que las escenas claves de la historia y, especialmente, las búsquedas desesperadas y viscerales para lograr o construir respuestas y sentidos tienen que ver siempre con las mujeres, Clara y Amanda; la intuición del pozo ciego que se abisma es femenina, la apelación a saberes que escamotean las lógicas previsibles o transitadas es de ellas: un ecofeminismo explicito y necesario para decir la dramática resolución depredadora de un sistema productivo que convierte a los campos (y a la idea bucólica de los campos argentinos en la literatura y en el imaginario colectivo) en “desiertos verdes”, en amenazantes dispositivos de un temor sin retorno.
Esa sospecha que se avecina, esa inminencia de estallido cuyas formas apenas se vislumbran y cuyos tiempos son ilegibles, se agolpan, con singular intensidad poética, en el dramático aliento final del texto:
“…el hilo finalmente suelto, como una mecha encendida en algún lugar; la plaga inmóvil a punto de irritarse.”
Tan renovadora, tan distinta y distintiva, tan sorprendente desde la formulación de su narrativa en un género sin nombre que acaba de inventar. Tan deslumbrante en su poetización de temáticas visceralmente humanas, desde El núcleo del disturbio (2002) o Pájaros en la boca (2015) hasta Kentukis (2018), bien podría decirse que la literatura argentina actual es una construcción diversa y notable de muchos escritores. Y es, además, Samanta Schweblin.
Sergio G. Colautti