ALBERT CAMUS, EL PRIMER HOMBRE: LA SOLEDAD QUE ACOMPAÑA A LA DIGNIDAD DE LA POBREZA

La soledad de un padre en el que fijarse, de una madre a la que mostrarle el cariño que se escondía tras sus silencios, de una abuela que no entendía ni la vitalidad ni la necesidad de crearse un mundo ajeno a la miseria y la pobreza que le rodeaba; un mundo que lo era todo con muy poco: la luz del sol, los juegos con sus amigos y la libertad de sentir el aire argelino en la cara y el agua del Mar Mediterráneo en la piel. Así fue cómo Camus encontró la solución a esa soledad que acompaña a la dignidad de la pobreza. El primer hombre que representa Camus la encontró ahí y en sí mismo, en esa fosa oscura cargada del orgullo de un espíritu libre que, sin embargo, todavía no conocía la libertad individual que acompañaba al nihilismo. Orgullo, dignidad, mar y sol fueron los elementos con los que Camus creó el universo de su infancia: estrecha en lo económico e infinita en la fuerza de los sueños. En El primer hombre, Camus se enfrenta a sí mismo, a sus raíces y al encuentro de su padre desde la convicción de que ese primer hombre que no llegó a ser su progenitor es él, cuando delante de su tumba piensa que el hombre enterrado que yace bajo tierra era más joven que él: «Y la ola de ternura y compasión de golpe que le colmó el corazón no era el movimiento del ánimo que lleva al hijo a recordar al padre desconocido, sino la piedad conmovida que un hombre formado siente ante el niño injustamente asesinado». Es en esa infinita soledad en la que Camus se pierde, a la vez, en los confines del tiempo y en la barbarie de los hombres. Ahí, una vez más, Camus está solo junto a sus temores y sus interrogantes y a su necesidad de saber y a sus recuerdos, que se enfrentan a su propia simbiosis entre alma y corazón. Porque el primer hombre, tal y como se nos apunta en la contraportada de la novela, debería ser el padre del niño, pero sin embargo es él, Jacques Cormery, álter ego de Camus y protagonista de esta historia que busca en el estímulo de la superación algo de luz.Él, sin duda, en su infancia la encontró en el cielo de Argel, en la compañía de sus amigos, y en la complicidad de sus profesores. No obstante, el narrador de esta historia nos recuerda que: «La miseria es una fortaleza sin puente levadizo», es decir, Jacques Cormery, —el propio Albert Camus—; o también que: «la guerra no es buena, porque vencer a un hombre es tan amargo como ser vencido por él». En ese vaivén, que busca en el estímulo de la convulsa contradicción de la supervivencia, es en la que se mueve Camus en El primer hombre. Una novela que él deseaba que fuese el reencuentro del hombre con el escritor, para de esa forma dejar atrás la época de sequía que le perseguía como una maldición y, de ahí, su aislamiento lejos de París y del mundo, porque él creía que así podría escarbar mejor con el corazón dentro de sus entrañas. El primer hombre es una novela autobiográfica en la que Camus veía su proyecto literario más ambicioso; un proyecto al que quería darle la magnitud, la belleza y la fuerza de Guerra y paz de Tolstoi. No en vano ni evitó los más dolorosos recuerdos ni sus orígenes argelinos ni la comprensión hacia todos aquellos que le pusieron múltiples cortapisas, como tampoco se olvidó de esos otros que posibilitaron que siguiera sus estudios y, con ellos, llegar a forjarse un futuro; un futuro no exento de polémica en ocasiones, pero muy glorioso en otras. En El primer hombre, Camus no buscaba sólo la soledad que le guiase a lo largo de su particular epopeya vital, sino también reencontrarse a sí mismo después de ganar el Premio Nobel de Literatura y, después también, de los varapalos a los que le sometieron los más influyentes personajes de la cultura francesa por salirse de ese dogma pegado a la ortodoxia marxista apoyada por Sartre tras la Segunda Guerra Mundial. En ese sentido, Camus define como nadie en esta novela inconclusa la dignidad que debe guiar al hombre libre, y la defensa a ultranza de esa libertad. El estilo literario de Camus en El primer hombre es sencillo y, con él, busca conmover al lector a través de la pureza de la belleza que no admite más adjetivos que los de la verdad. Aquí, el escritor argelino dota a la novela de una intensidad que, por momentos, es conmovedora dentro de la naturalidad de una prosa portentosa que busca meternos el dedo en esa yaga invisible para los demás, pero que es sangrante para nosotros mismos. Es en esa habilidad de llegar a lo más hondo del corazón humano donde radica tanto la generosidad de Camus como hombre, como la inteligencia del escritor que es capaz de dotar a la vida de una épica única y tan consistente como la mayor de las leyendas, porque desde el inicio de la novela donde se nos narra el nacimiento de Jacques Cormery como si fuera el del Niño Jesús en un pesebre de Belén, hasta al final de la misma donde nos da cuenta de la carta que le escribe a su querido profesor el Sr. Germain, Camus nos lleva de la mano por la vida sin otro adorno que el de la soledad que acompaña a la dignidad de la pobreza.

Ángel Silvelo Gabriel.


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