Eugenio de Nora no plantó rosales
Arturo del Villar
HACÍA tanto tiempo que no sabíamos nada de él que, paradójicamente, la noticia de su muerte este 2 de mayo de 2018 le devuelve a la actualidad. Es posible que el tono de su poesía no esté acomodado a la hora actual, porque escribió acerca de unas circunstancias políticas angustiosas, que hoy nos resultan extrañas incluso a quienes las vivimos entonces. Los jóvenes poetas no pueden entender ese tema fundamental en su obra lírica, bien anunciado por el título de uno de sus libros mayores, España, pasión de vida, galardonado con uno de los premios más prestigiosos en su tiempo, el Boscán, concedido por el Instituto de Estudios Hispánicos de Barcelona en 1953, y publicado por cuenta de la misma entidad al año siguiente.
Era un tiempo sombrío dominado por la dictadura fascista, y tal como Bertolt Brecht indicó, había que escribir sobre él, sin irritar a la censura oficial. Se trataba de cantar lo que se podía contar, intentando superar las limitaciones escribiendo entre líneas, porque los lectores estábamos acostumbrados a entender las alusiones. En los años cincuenta del siglo XX la poesía de Nora estaba clasificada como social, un adjetivo que ponía sobre aviso a los censores ministeriales. En unas “Respuestas muy incompletas” que puso a modo de confesión ante la selección de sus versos en la entonces discutida Antología consultada de la joven poesía española, de la que fue responsable Francisco Ribes, aunque sin dar su nombre ni consignar una editorial responsable, impresa en Santander en julio de 1952, señaló Nora en principio una obviedad:
Se discute mucho ahora sobre la “poesía social”. Es ridículo.Toda poesía es social La produce, o mejor dicho la escribe un hombre (que cuando es un gran poeta se apoya y alimenta en todo un pueblo), y va destinada a otros hombres (si el poeta es grande, a todo su pueblo, y aun a toda la humanidad). La poesía es “algo” tan inevitablemente social como el trabajo o la ley.
Es verdad que en esa época se tendía a generalizar sobre la materia de que se tratase, de modo que otros aseguraban que toda poesía es religiosa, o amorosa. Lo indudable es que existía un grupo independiente de poetas por esos años, que pretendía influir con sus versos para modificar la realidad española. No se trataba de una escuela con programa y poética unitaria, sino de unos escritores de estilos diversos, preocupados por la situación española. A ellos se debe lo mejor que se escribió en la segunda mitad del siglo XX, a Blas de Otero, Victoriano Crémer, José Hierro, Ángela Figuera, Gabriel Celaya, María Elvira Lacaci, Ángel González, y también Eugenio de Nora, junto con otros compañeros.
Una poesía callejera
En el mismo preámbulo renegó de la herencia recibida, en general la que obtuvo leyendo a los poetas componentes del grupo del 27, salidos en parte del gran proyecto seminal de la poesía pura. Debía olvidar su enseñanza lírica, apropiada a su época creadora, en momentos de euforia, aunque desfasada en la posguerra. Con pena lamentó la necesidad de reducir al olvido aquella orientación cultista, de la poesía pensada para plantease juegos de palabras, bien urdidos, pero intrascendentes:
Para salir de este ambiente haría falta ser un bárbaro; yo no lo he sido lo suficiente. Nuestros maestros, los míos, han sido “poetas puros”, versificadores de cuarto cerrado, de temas “asépticos” y de inmensa minoría. Poetas personalmente anacrónicos y socialmente nulos, que no encarnan ni representan a nadie.
Aunque sabían muy bien el oficio, preciso es reconocerlo, como es preciso también conocer sus obras para seguir la evolución natural de la poesía española. Es cierto que algunos de los integrantes del grupo del 27 resultaban “socialmente nulos”, pero sin duda lo exigía su tiempo, como salida natural de los movimientos vanguardistas. La época de entreguerras en Europa, acortada en España hasta el comento de la nuestra propia, constituye un capítulo excepcional en todos los sentidos.
Se dolió Nora de haberlos tenido por maestros, en cuanto le distrajeron de cultivar la poesía considerada eficaz, oprimido por sus devaneos ingeniosos. Nada de eso lo aceptaba en 1952, cuando ya tenía descubierta su poética. Sabía de qué manera debía actuar como poeta en aquel triste momento histórico, para realizar una obra digna de ser leída por su pueblo al menos, y a ser posible por toda la humanidad, con la intención de hacer conocida la realidad española, silenciada en las crónicas oficiales. Al desprenderse de las ataduras esteticistas se enraizaba en la esencia humana del canto:
Hay que salir de los cuartos cerrados, de los ambientes de estufa, del aire malsano y mezquino de la “gente de letras”. Tomar contacto y confundirse, identificarse con lo que está más lejos de nosotros, y con lo que está muy cerca, que a veces ignoramos aún más.
Un propósito muy sencillo: salir a la calle para observar lo que acontece en ella, y después contarlo en verso, así como el periodista lo comunica en prosa. El poeta debe aspirar a ser un cronista de su época, de modo que cuando alguien lea sus versos, en un tiempo muy distanciado de aquel en que fueron escritos, comprenda la motivación final de su escritura. Resultaba forzoso aceptar el realismo descriptivo, fijado en la experiencia callejera. Nada humano podía ser ajeno a la escritura lírica, pero con una voluntad de resaltar su humanidad.
En cierto modo se pretendió entonces valorar la utilidad práctica del verso. Un poema muy ajustado a la preceptiva, compuesto con palabras muy bellas, pero sin relación con el tiempo de su escritura, no merecía ser tenido en consideración, por entender que la poesía debe ser, de acuerdo con la definición de Machado, “palabra en el tiempo”. Cada tiempo exige un estilo diferenciador, que lo sitúa en su época. A mediados del siglo XX no se debía componer un poema a una flor, ni a una marquesa, ni a un cisne, porque no los encontramos en la calle. Esos temas fueron los preferidos por la “gente de letras” en unas circunstancias dadas, intratables a mediados de los años cincuenta, asustados todavía por el recuerdo de las guerras pasadas y por las que continuaban amenazando a la humanidad.
Cuando dos personas entablaban una conversación en esa época, trataba acerca de la angustiosa situación social del país, del hambre y del miedo. La misión del poeta debía entenderse como un compromiso con la gente anónima de la calle, para ser su portavoz. A esa conclusión había llegado Nora por observar la realidad circunstancial en la que vio la urgencia de librarse de viejas ataduras.
Una poesía triste
El poema titulado “Poesía aquí” en el libro referenciado antes, España, pasión de vida, resume a la perfección la ideología lírica de Nora. Es una demostración de excelente metapoesía, relatada desde la experiencia del autor, con el deseo de comunicar al lector las vicisitudes de su oficio. Advirtió desde el título que presentaba una poesía escrita “aquí”, en aquella España de posguerra en la que todo escaseaba para el pueblo, excepto el miedo a la omnipresente Policía Secreta. En consecuencia, el lector no debiera esperar una exposición verdadera de los sentimientos reales del autor. Se hallaba condicionado por las circunstancias del “aquí”, en ese ahora desesperanzado. Aquella poesía era la más circunstancial que se había escrito nunca en el mundo. Por ello, desde el primer momento aclaró que no se hallaba satisfecho de lo conseguido hasta entonces, después de haber publicado cuatro libros con su nombre y otro anónimo para evitar represalias de la censura oficial:
Medito a veces
en la triste materia de mi canto.
Su canto era triste porque lo era su vida de español bajo la dictadura surgida de la guerra. No podía expresarse de otro modo, puesto que nada incitaba a la alegría en aquellas circunstancias, si se poseía una conciencia simplemente humana. Cierto que algunos escritores elegían el camino del escapismo, para huir de la realidad por no mirar lo que sucedía en la calle. Los que preferían enterarse de las noticias seleccionadas en los diarios visados por la censura del régimen, nada sabían de la verdad española.
Nora encontraba la materia de su poesía en la calle, en la Universidad, en la tertulia clandestina. Por eso tenía que resultar triste forzosamente su escritura, como lo estaba su conciencia en aquella España a la que el título declaraba “pasión de vida”, de una vida en libertad ansiada por desconocida. El enfrentamiento entre las dos españas había conducido hasta aquella situación, en la que escribir poesía resultaba un oficio triste. Claro que Mariano José de Larra comunicó dos siglos antes que ya en su época el pago de la escritura era el lloro. Parece ser una constante de nuestra historia. Por lo tanto, no hacía nada extraordinario, sino seguir el curso habitual de esa profesión mal pagada y peor considerada, la de poeta.
Desprecio de la falsedad
Conocía esa verdad, y la convertía en materia de su canto, que inevitablemente debía ser triste. Sin embargo, sabía de otros colegas que en esos mismos momentos componían unos versos acomodaticios, irreales, sentimentales, falsos. Las dos españas siempre enfrentadas se agrupaban entonces en dos revistas poéticas incompatibles. A grandes rasgos la poesía española se alojaba por ese tiempo en dos revistas de ideologías opuestas, y en consecuencia de versos antagónicos: la que contribuyó a fundar Nora se titulaba Espadaña, y se decantaba por comprometerse con los lectores inquietos por el porvenir de su patria, y la otra era Garcilaso, con una pretendida adaptación de los ideales clasicistas, como correspondía a la España imperial, en la que vivió Garcilaso, presuntamente rehabilitados en la ideología imperialista de la dictadura. Todo era falso, un enorme trampantojo que solamente engañaba a quienes lo impulsaban, pero que era forzoso disimular para evitar un castigo. A estos poetas desplazados de su tiempo, con intención de poner en pie un espacio y un tiempo anacrónicos, los condenaba Nora en estos versos del mismo poema:
Oh Dios, cómo desamo,
cómo escupo y desprecio
a esos cobardes envenenadores,
vendedores de sueños, mientras ponen
seda sobre la lepra, ilusión sobre engaño, iris
donde no hay más que seca piedra.
Esclavos; menos
aún, bufones de esclavos.
Una sucesión de epítetos despreciables para designar a los escapistas de la realidad, alojados en la complacencia derivada de los resultados de disfrazar la verdad. Su intención consistía en presentarla como ellos querían verla, en coincidencia con los deseos de quienes entonces controlaban toda la actividad intelectual. Para ellos tuvo Nora la condena total, merecida porque engañaban a los lectores, trasladándolos a una ambientación irreal en la que todo era falso, como un juego de ilusionista en un teatro.
Podía calificarlos de esclavos porque estaban sometidos absolutamente a la dictadura, pero le parecía excesivo incluso ese papel, no pasaban de ser en su opinión bufones literarios de los esclavos del régimen. Con ellos era imposible ningún acuerdo, su poética podrida no servía para asentarse en aquella época conflictiva, con una mente anulada por la propaganda al servicio del régimen. Un juicio sin duda severo, aunque justo.
Fue guerra literaria, una de tantas como jalonan nuestra historia, aunque en este caso se le añadía un componente político muy considerable, herencia de la verdadera guerra con armas destructivas, presente todavía en la memoria y en la conciencia de todos los españoles.
Las cosas señaladas
A continuación explicó el sentido de la nueva poesía necesaria para representar aquel tiempo sombrío. Se trataba de la poesía que le gustaba, como es natural, la que pretendía redactar con la intención de convertir en cómplices de su idea a los lectores. La escribía con naturalidad, como se habla en la calle, para enseñar con el ejemplo. Para él constituía la verdadera poesía, la de “aquí”, la útil para los lectores por mostrarles la verdad:
Lo que necesitamos
es una luz, es un desnudo brazo
que señale las cosas. Porque belleza es eso:
gesto, mirada, abrazo
de amor a la verdad profunda.
Ay, ay, lo que yo canto
miradlo en torno y despertad: alerta.
El poema adopta aquí un tono de arenga política, al invitar a los lectores a permanecer alertas para evitar los engaños de los conformistas que lo veían todo de color de rosa. No quiso aceptarlo, sino que confiaba en la fuerza de su brazo desnudo para establecer distinciones entre las cosas, es decir, entre las verdaderas y las falsas. Incitaba a buscar “la verdad profunda” para seguirla. Su poesía quería contribuir a despertar el ánimo de los lectores, de manera que al conocer la verdad encontrasen también el sentido de la belleza, la auténtica, y repeliesen sus falsificaciones.
Preciso es reconocer que Nora se impuso en este poema el papel de dirigente lírico, o tal vez épico, en el afán por conseguir la regeneración de una poesía en su opinión traicionada por unos estetas fuera de la realidad. A ellos les dedicó los versos finales condenatorios:
Contra ellos,
yo canto hombres que tienen
las caras como torsos
con látigos: sonríen
al dolor, pero miran
el sol, y aprietan
los firmes dientes.
Y ya acabo.
(Esto no es un poema; son palabras
apretadas también, con saña.) Adiós. Es tiempo
de no plantar rosales. Acordaos.
La arenga se prolonga hasta el final: “Acordaos” es la recomendación última hecha a los lectores escogidos. Suponía que quienes adquirieron su libro conocían su ideología y deseaban compartirla. Por eso les había señalado la realidad de las cosas, para que supieran mantenerla con entusiasmo sin hacer caso de las voces contrarias. El tiempo se presentaba conflictivo. Aquellos hombres que las disimulaban deseaban confundir con su apariencia falaz. Plantaban rosales como adorno encubridor de sus mentiras.
Eugenio de Nora creía conveniente apretar sus palabras en una arenga que parecía un poema, aunque no lo fuese. Aquella época exigía un compromiso al escritor con sus lectores.Él lo cumplió, no quiso plantar rosales, sino decir las cosas con claridad y con dureza. La estética necesitada por él para establecer el diálogo con los lectores se basaba en las palabras usuales de la calle, con las que todos nos entendemos. Las unió con buen conocimiento de su trabajo, y el resultado es un poema excelente, aunque él prefiriese suponer que no lo era. Pero con las palabras se dialoga en verso y en prosa, y Nora nos habló en verso y nos convenció.