JAMES SALTER, EL ARTE DE LA FICCIÓN: EL MINUCIOSO JUEGO DEL AZAR AL SERVICIO DE LA LITERATURA
James Salter no iba para escritor y, sin embargo, fue una víctima más del minucioso juego del azar al servicio de la literatura. Salter vivía apartado del mundo literario, y su ámbito creativo se circunscribía a la escritura de sus diarios o a la composición del primer relato que, una vez acabado, enseñó a unos amigos a los que no les gustó. A los veintiún años, Salter era piloto de caza de las Fuerzas Aéreas Norteamericanas; una especie de Saint-Exupéry moderno, pero sin Principito. Entonces, ¿para qué escribir?, ¿por qué escribir?, ¿para quién escribir?, ¿qué sentido tiene el hecho en sí de la escritura? Si nos atenemos a las conferencias sobre el arte de la ficción que James Salter dio en la Universidad de Virginia en 2014 podríamos apostillar tal y como hace el autor de la magistral Todo lo que hay (su última novela) que, en el oficio de escribir: «Has de dar mucho para recibir algo. Recibes sólo un poco, pero es algo. No hay valores establecidos; das mucho a cambio de nada; haces todo a cambio de apenas nada […] ¿por qué se escribe? Ahí está la esencia. Entonces, ¿por qué? […] Sería más honesto decir que he escrito para que otros me admiren, para que me quieran, para ser elogiado, reconocido. A fin de cuentas, ésa es la única razón». Sí, el reconocimiento a cargo de esa innegable lucha que todo escritor mantiene contra la soledad implícita que lleva el oficio (véase si no la respuesta que dio la Premio Nobel de Literatura, Alice Munro, cuando tras recibir el premio en una entrevista la preguntaron si volvería a escribir otro libro de relatos. A lo que ella contestó que no, que los últimos años de su vida los deseaba pasar cerca de su familia —su hija y sus nietas, en este caso—, pues ya había pasado demasiado tiempo sola). Sin embargo, ese camino hacia el beneplácito de la gloria, Salter no lo encontró sino tras la publicación de su última novela, poco tiempo antes de morir, justo, cuando ya no le interesaban esas muestras de cercanía y admiración de los medios hacia su obra, porque su relato vital, aquel que marchó pegado a la literatura, estuvo marcado por la soledad más absoluta. Salter estaba acostumbrado a andar sólo por la senda de la creación, pues no fue hasta los cuarenta y cuatro años, al conocer al profesor Robert Phelps, cuando entró en contacto con el mundo literario. Phelps fue quien le iluminó el camino y le dio a conocer a autores que le marcaron profundamente, como Isaak Bábel y sus relatos y, del que Salter, decía: «Bábel es un escritor que no interfiere. Se retira a sí mismo de la historia y la deja que concluya por sí misma, a veces de una forma abrumadora». Esa búsqueda de la distancia del propio autor frente a lo que narra es la que buscó el escritor norteamericano, primero en Balzac, y luego en Flaubert. Ese estar ahí sin que se note fue su propio ejercicio de estilo. Nada fácil, por cierto, pues sus novelas son ficciones sobre su propia vida y la de aquellos que le acompañaron a lo largo de los años. Una ficción que no necesariamente habla de él o sobre él, sino de todo lo que hubo y todavía ahí a su alrededor. Como buen observador, Salter plasmó en su obra la perpetuidad de las frases dilapidadoras que apenas se notan, pero que son tan devastadoras como ese punto al que se refiere su admirado Bábel: «no hay hierro capaz de atravesar el corazón humano con la fuerza de un punto colocado en el lugar preciso». De todo ello, emana la importancia que Salter le da al estilo, o mejor dicho, a la voz, como él mismo la llama a la hora de hallar el ritmo de la narración, la implicación del autor en su obra (es su propia alma la que queda plasmada en el papel), y su forma de ver e interpretar el mundo. De ahí, su fijación por Flaubert y su estilo: «Una buena frase de prosa —decía Flaubert— debe ser como un buen verso, incambiable, igual de rítmica y de sonora.» No en vano, el propio Salter nos apunta que: «Los escritores que me gustan son los que son capaces de observar muy de cerca. Los detalles son todo». Esa forma de no estar, siendo la perenne sombra que todo lo ocupa, fue sin duda la que impregnó su obra. La vida sin trampas que nos propone Salter en estas tres conferencias que dio en la Universidad de Virginia unos meses antes de morir, son el mejor reflejo de su atrevimiento, lucidez, falta de arrogancia, búsqueda de la perfección, oralidad…, y Balzac. Al que luego se añadieron Flaubert, Thomas Wolfe, Faulkner o Isaak Bábel, sin olvidarnos de Nabokok, Kerouac, Updike o Bellow, entre muchos otros y, junto a los que intentó buscar esa gran entelequia denominada como Gran Novela Norteamericana, sin saber muy bien ni cómo ni porqué y ni siquiera qué sentido tenía, en una nueva muestra de cercanía y sencillez que engrandecen más y más su figura y su obra. No hace falta que un escritor tenga detrás de sí un sinfín de novelas a sus espaldas para estar en el Olimpo de los grandes, pues Salter es una buena muestra de ello, quizá, porque como nos apunta en estas conferencias: «Escribir es corregir», proporcionándonos de nuevo una brillante lección de lo que es y de qué va el arte de la escritura. Un oficio que, para él, siempre vino marcado de un azar que, al final, le fue propicio. No obstante, Salter nos recuerda que: «Escribir novelas es difícil», o que, «componer novelas es un proceso largo. “Has de tener una capacidad enorme de resistencia para ser novelista —dijo Anthony Powell— Tienes que hacer un montón de tareas aburridas y perseverar día tras día, y si no eres capaz de eso, poco importa que tengas toda la imaginación del mundo”. Según él, era una cuestión de aguante, como casi todo en la vida». Esa perseverancia a lo largo del tiempo le lleva a Salter a decirnos que: «Las cosas que has escrito no envejecen contigo, o por lo menos así me lo parece. Tal vez quedan marcadas por el tiempo, pero no se puede estar al día cuando el tiempo ya ha pasado. O perduran al margen de cualquier época o dejan de existir. La literatura avanza así. Los libros señalan un período o un lugar, y poco a poco se convierten en ese lugar y en ese momento». Un lugar y un momento presentes de una forma solemne en el epígrafe de su novela Todo lo que hay: «Llega un día en que adviertes que todo es un sueño, que sólo las cosas conservadas por escrito tienen alguna posibilidad de ser reales.» Gracias, Sr. Salter, por haber hecho el esfuerzo impagable de dejarlas por escrito, en una muestra más del minucioso juego del azar al servicio de la literatura.
Ángel Silvelo Gabriel.