DANTE Y LO FEMENINO
Laura Santestevan Bellomo (Uruguay)
Lilia de Charrière, autora de cierto prólogo al “Libro de Buen Amor”, del Arcipreste de Hita , nos dice que el ideal femenino del hombre medieval pasó por tres etapas, que Augusto Comte identificó con tres heroínas literarias amadas por los poetas: así, la primera estaría representada por Beatriz, que no es la mujer carnal, sino la mujer celestial capaz de guiar al hombre al Paraíso (etapa teológica). La segunda, por Laura, a la que Petrarca ama con el cerebro más que con el sentimiento, pero que de todas maneras se acerca más a la humanidad que su predecesora (etapa metafísica). La tercera, por Fiammetta, la amada de Boccaccio, a la que podemos encontrar en cualquier relato erótico de “El Decamerón”: apasionada, sensual, entregada por entero al goce de su juventud y su belleza (etapa materialista).¿Podemos asimilar de algún modo a este esquema la visión dantesca de lo femenino? Por lo pronto sabemos que el lugar asignado a Beatriz es correcto: la mujer celestial capaz de guiar al hombre al paraíso. Y mucho podríamos agregar respecto a lo que Beatriz significa para Dante, mucho que podría resumirse en nueve palabras: Beatriz es para Dante la encarnación de la fe. Sin embargo enseguida nos damos cuenta que la concepción del poeta respecto a lo femenino no se agota en la visión idealizada de esta mujer hecha espíritu, inmortalizada en la “Divina Comedia” y cuyo nombre ha quedado eternamente unido al de su creador y a la misma arquitectura del poema. Porque surge, ya en los primeros cantos del Infierno, otra figura femenina que no obstante no tener la incidencia suprema de aquélla en el total de la obra, aparece primero como su antítesis o su opuesto, para perfilarse luego y definitivamente casi como su complemento. Porque como dice De Sanctis, tal como Dante concibió a Francesca, ésta es viva y verdadera, mucho más de lo que pudo serlo en la historia. Quizá nos convenga comenzar por la visión de la mujer en la literatura inmediatamente anterior a Dante: Francesca ha nacido solamente luego de una larga elaboración en las líricas de los trovadores y en la misma lírica dantesca. Allí el hombre llena de sí mismo la escena; es él quien actúa y habla y fantasea; la mujer se encuentra en lontananza, nombrada pero no representada. Está allí como el reflejo del hombre, como cosa suya, como el ser salido de su costilla, sin personalidad propia y distinta. Algunas veces es un simple concepto sobre el cual el poeta diserta o razona, como a menudo lo hace Dante mismo. Luego se torna un tipo en el cual el poeta concentra todas las perfecciones morales, intelectuales y corporales, construcción artificial y fría, absolutamente inestética. En este género, la criatura más original y acabada es Beatriz, belleza, virtud y sabiduría, un individuo despojado del cuero y sutilizado, ya no individuo, sino tipo y género. No mujer, sino femenino, el eterno femenino de Goethe. Es éste una concepción admirable, pero no es aun la mujer; no es por lo tanto, aun, persona auténtica. A menudo Beatriz en lugar de persona viva, nos parece una personificación y un símbolo. Individuo ella misma, un ser enamorado y gentil, no ya concepto, tipo ni personificación, sino verdadera y propia persona, en toda su libertad, es Francesca. Francesca es una acabada persona poética, “de una claridad homérica”. Es el ideal de sí misma completamente realizado, con una riqueza de determinaciones que le confieren toda la semblanza de un individuo. Sus rasgos se encuentran ya en todos los conceptos de la mujer prevalecientes en la poesía de aquel tiempo: amor, gentileza, pureza, verecundia, gracia. Y son éstas verdaderas cualidades de personas puestas en acción y por lo tanto vivas. Francesca no es lo divino, sino lo humano y lo terrestre, ser frágil, apasionado, capaz de culpa y culpable. No tiene Francesca ninguna cualidad vulgar o malvada, como odio, rencor o despecho, y ni siquiera ninguna particular cualidad buena. Parecería que en su alma no puede tener cabida otro sentimiento que no sea el amor: en él están su felicidad y su miseria. Francesca tampoco se excusa, diciendo tan solo: “Me amó; lo amé”. En su mente cabe la convicción de que era imposible que las cosas anduviesen de otro modo y de que el amor es una fuerza a la que no se puede resistir. Esta omnipotencia y fatalidad de la pasión que se adueña de toda el alma y la atrae hacia el amado en la plena conciencia de la culpa, es el alto motivo sobre el cual se desarrolla todo el carácter. Frente a Francesca, Paolo no es el hombre, lo masculino que haga antítesis y constituya un dualismo: Francesca llena de sí misma toda la escena. Paolo es la expresión muda de Francesca; la cuerda que vibra aquello que la palabra dice; el gesto que acompaña la voz. Uno habla, otro llora. Son dos palomas llevadas por un mismo querer. Dante toma sus comparaciones de su observación personal de la naturaleza y la poesía y mitología clásica. Pero en esta descripción de Paolo y Francesca acercándose “cual palomas por el deseo llamadas”, la toma de la naturaleza tal como la habían observado los poetas clásicos (Virgilio en este caso) y así combina la belleza de la reminiscencia con la belleza de la visión directa. Francesca y Paolo están juntos y se aman eternamente uno junto al otro.¿Por qué Dante, condenándolos al Infierno por su pecado de incontinencia, los deja eternamente juntos? Podría pensarse que el eterno destino que ha correspondido a Paolo y Francesca sería no la ruina de su amor sino su perfecto cumplimiento. Pero como bien lo expresa Santayana, nada tiene que ver el destino de Paolo y Francesca con un ideal de paz y felicidad definitivas. El amor sueña con algo más que la mera posesión. Para concebir la felicidad debe concebir una vida en un mundo variado lleno de acontecimientos y actividades que constituyan entre los amantes vínculos nuevos e ideales. Pero el amor ilícito no puede alcanzar esta manifestación pública. Está condenado a la mera posesión, posesión en la oscuridad, sin un ambiente, sin un futuro. Es amor entre ruinas. Y este es precisamente el tormento de Paolo y Francesca. Siguiendo a De Sanctis, este crítico nos aporta una idea que complementa lo anterior: Paolo y Francesca andan juntos y se aman eternamente no porque no sean condenados sino precisamente por ello. Porque en el Paraíso lo terrestre es elevado a divino, mientras que en el Infierno lo terrestre permanece eterno e inmutable; porque los pecadores del Infierno dantesco conservan las pasiones y por ello son impenitentes y réprobos. El condenado es el hombre que lleva consigo al Infierno todas las cualidades y pasiones, buenas y malas. Por eso Francesca ha amado y ama y amará y no puede menos que amar. Y así, la infeliz condenada no puede arrancar de su corazón a Paolo: el poeta representa este hecho en forma sensible, poniéndolo eternamente a su lado. Se trata casi de una paradoja que no obstante roza el tema de la indulgencia de Dante. Dante es indulgente con Francesca –por el círculo infernal en el cual la coloca de acuerdo a la naturaleza de su pecado, y por las características personales que le asigna en cuando creación literaria; hay en él una extraña simpatía por ella; todo hace pensar que en el fondo, Dante mismo se hallaba sujeto a tales debilidades. Pero nos interesa especialmente resaltar un aspecto de la función que está cumpliendo este Paolo del canto V del Infierno. Si por un lado dijimos que en las líricas de los trovadores y en la misma lírica dantesca el hombre llena de sí mismo la escena y es él quien actúa, habla y fantasea (y la mujer está allí como cosa suya, como el ser salido de su costilla, etc.), y por otro lado dijimos que Paolo no es sino la expresión muda de Francesca, podríamos deducir entonces que con este Paolo del canto V del Infierno puesto al lado de Francesca, se ha invertido la relación de los papeles femenino y masculino con respecto a la antigua lírica trovadoresca y la del mismo Dante, de la cual Francesca no es sino una elaboración. Sin embargo esta ascensión de la mujer al rango de individuo responsable de sí mismo, de sujeto que actúa con libertad según los dictámenes más sagrados de su cuerpo y de su alma, no va para nada en desmedro de lo propiamente masculino, encarnado en Paolo; Dante sabe establecer un equilibrio perfecto: tiene que elevar a la mujer porque ésta antes había sido negada en cuanto persona que piensa, siente, ama y actúa en consecuencia. Pero lo hace sin desmerecer lo masculino, lo cual no destaca porque no es necesario hacerlo: los sentimientos del hombre ya habían sido ensalzados en toda la poesía anterior. Si De Sanctis dice que Paolo no es aquí el hombre, lo masculino que constituya un dualismo (lo cual podría parecer contradictorio con lo que acaba de afirmarse), lo dice evidentemente a través de una visión puramente poética que se aclara en la oración siguiente: “Francesca llena de sí misma toda la escena”. Dante ensalza a Francesca; de Paolo no se ocupa sino en función de ella. Por eso Paolo hombre no se opone a Francesca mujer; en cambio lo masculino y lo femenino como categorías estéticas se presentan siempre, forzosamente, en forma de dicotomía. Las figuras humanas que Dante describe y en las cuales se expresan actitudes espirituales y juicios divinos, están rodeadas de paisajes que a su vez ahondan y amplían esa expresión. Es, para hablar en términos corrientes, una imagen expresionista de la existencia. El mundo circundante se convierte en expresión de la figura humana que a su vez revela actitudes espirituales y sentencias divinas. Cuanto más se desciende en el Infierno, tanto más grave es la culpa. En las faltas cometidas por el amor, Dante la ve en su menor grado. No hay “panorama” en el episodio de Paolo y Francesca según la terminología que emplea Romano Guardini, si éste significa terreno configurado. Solo hay paredes de piedra en derredor del embudo y el espacio aéreo en el medio. Las figuras no están de pie sobre el piso. Sobre la Tierra, sus pasiones las arrancaron de los órdenes: así es que aquí el vendaval las remolinea por el aire: el vendaval que ruge afuera porque está dentro de ellas mismas. Lo que según su acción era, lo son ahora en su ser, y a su ser personal corresponde el del ambiente. Hay una distancia abismal entre este ambiente oscuro, cerrado y tempestuoso, que es el escenario de Francesca, y aquél otro del Purgatorio, majestuoso y celestial, que es el escenario de Beatriz. Para Gillet se trata de uno de los milagros de la poesía. Esos cinco últimos cantos del Purgatorio forman en el conjunto del poema, una sinfonía aislada, la más amplia, la más sostenida de la Divina Comedia: es su núcleo original más que su resumen. Se halla en ella la frescura de las sensaciones adolescentes y la gracia de la juventud. Este extenso fragmento es en sí mismo un monumento, una terraza, la plataforma central de la Comedia; es el final de la ascensión, el término de la prueba, el preludio del Paraíso, casi el Paraíso mismo: estos cinco cantos ya poseen su halo: se hallan saturados de la presencia de Beatriz. Los diferentes actos de este final, el sueño, que constituye su iniciación (ese admirable sueño de Lía y de Raquel), la escena del despertar, los adioses de Virgilio, todo ello respira una solemnidad y una gracia serena, que aparecen aquí por primera vez, preludiando nuevos acordes. Es el clima de la dicha sin mácula y sin nubes. Se penetra en la zona de la felicidad. Y luego llega la escena incomparable. En un repentino estruendo de cánticos y de luces, desemboca de entre el bosque un extraordinario cortejo, una majestuosa procesión de vírgenes y de músicos, de sacerdotes y danzarinas, de ancianos, de apóstoles y de Virtudes. Y se adelanta, sobre un carro tirado por un grifo, y bajo una lluvia de flores, “una mujer velada de blanco, coronada de olivo, envuelta en un manto verde que cubre un vestido color de fuego”. Es Ella, y a su vista el poeta, tembloroso, sin atreverse a levantar los ojos, en ese oscuro terror que se apodera de él, “reconoce la pujanza de su antiguo amor”. Es ésta, ciertamente, la herida que le desgarraba “apenas al salir de la infancia”. Se vuelve entonces hacia Virgilio para confesarle su emoción, citándole los versos de Dido: “Reconozco los vestigios de una llama mal apagada”. Pero Virgilio ya no está a su lado: ha concluido su misión, trayendo a su discípulo a presencia de su amiga. Ya no tiene qué hacer en escena; en lo sucesivo, es Beatriz quien habla. Esperamos una escena de amor, arrebatos de ternura (dice Gillet). Pero nada de ello ocurre. Si corren lágrimas, no son de felicidad. Gourmont (agrega el recién citado crítico) escribe que Beatriz no es más que una abstracción, una entidad metafísica –es lo que afirmábamos al principio-; cuando Dante habla de Beatriz ningún amor humano perturba su corazón; la contempla como a una santa, como a un ángel sin sexo. Verso de Dido, hemos dicho. Dido, la enamorada de Eneas que no fue fiel a la promesa realizada ante la muerte de su esposo Siqueo. Dido, el personaje virgiliano femenino e inolvidable a quien Dante ha colocado en el Infierno, en el círculo de los pecadores carnales, junto a Helena, a Cleopatra y a Francesca de Rímini. La mención de Dido no es pues, aquí, indiferente; crea un ambiente espléndido de reminiscencias latinas a la vez que nos remite a la figura de nuestra Francesca, en cierto sentido hermana de Dido y ambas diferentes a Beatriz. Así, hemos llegado al centro de nuestro asunto. En uno de los párrafos iniciales, habíamos escrito que Francesca aparecía primero como la antítesis de Beatriz, para perfilarse luego y definitivamente casi como su complemento. Y esto que escribíamos podía parecer una observación poco inteligente o poco cuidadosa, ya que ambas figuras operan en planos muy diferentes de la construcción dantesca. Sin embargo creemos que pueden valorarse también en un mismo nivel, y esto desde el punto de vista de que se trata de dos figuras femeninas y poéticas que más allá de los diferentes planos en que Dante pueda ubicarlas, significan algo –y mucho- por lo que ellas mismas son. Y ante todo, Francesca y Beatriz son dos mujeres , una pecadora y una santa, una condenada eternamente al Infierno y la otra capaz de conducir a Dante al Paraíso. Pero la grandeza de ambas ya ha quedado explicitada, cada una en su terreno. Y lo más grandioso de esta concepción es que cada una representa un aspecto de la concepción total que Dante tiene del amor. El amor humano y el amor divino se presentan en la persona de Dante unidos a través de su visión de lo femenino, que sintetiza en las personas de Beatriz y de Francesca los dos aspectos (el humano y el divino, el carnal y el espiritual, el pecador y el angélico) del más noble, supremo y abarcador de los sentimientos, aquel que inspira la obra toda y sobre la que ésta se construye, aquél que está en el fondo de la poesía de todos los tiempos y que es para muchos la base del verdadero orden moral del mundo. BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA DE SANCTIS, Francesco: “Las grandes figuras poéticas de la Divina Comedia” (Editorial Emecé). GILLET, Louis: “Dante” (Editorial Cronos) SANTAYANA, George: “Tres poetas filósofos” (Editorial Losada). HIGHET, Gilbert y GUARDINI, Romano: “Dos estudios sobre Dante” (Editorial Técnica). DE CHARRIÈRE, Lilia: Prólogo al “Libro de Buen Amor”, del Arcipreste de Hita (Editorial Kapelusz). GARIANO, Carmelo: “Análisis estilístico de Los Milagros de Nuestra Señora”, de Berceo (Editorial Gredos).