El tiempo en la poesía de Ricardo Molina
Arturo del Villar
CUANDO acabamos de comenzar las celebraciones del centenario del nacimiento de Ricardo Molina, acaecido el 28 de diciembre de 1917, debemos conmemorar el cincuentenario de su muerte, el 23 de enero de 1968. Esta doble ocasión nos anima a volver sobre su escritura poética, no valorada con justicia, en parte debido a la idiosincrasia del mismo poeta.
Es cierto que la poesía de Ricardo Molina se situó fuera del tiempo de creación, por voluntad del autor. No le gustaba la época en que le tocó vivir, que verdaderamente era trágica para todos, más para él, que hubiera deseado ser un pastor en la Arcadia feliz. Somos herederos de la Grecia clásica en la cultura occidental, y nuestro pasado común nos permite comprometer la escritura lírica de distintos países en una misma identidad. Conforme al ideal horaciano, Ricardo Molina quiso apurar el carpe diem en su beneficio, pero no por ello dejó de meditar sobre los aspectos del tiempo. Era el modo de trasladarse líricamente a un tiempo y un espacio más afines a los que verdaderamente constituían su realidad cotidiana.
Por eso el tono elegíaco de sus poemas, anunciado ya en los títulos de dos de sus libros favoritos: Elegías de Sandua (1948) y Elegía de Medina Azahara (1957), pero también presente en los demás, porque es el matiz recurrente que unifica su poética, una lamentación por el tiempo no sentido en su plenitud, quizá recuperable en la memoria, aunque de modo diferente.
Toda la espléndida reflexión acerca del tiempo que es la Elegía de Medina Azahara, gira alrededor de la misma pregunta: ¿solamente existe el presente? Sin pensar la respuesta diríamos que sí, y la confirmaríamos con una afirmación del poeta más inquieto por la medida de tiempo, Quevedo, quien constató: “Hoy no es ayer, mañana no ha llegado.” Pero Ricardo Molina dudaba sobre la exactitud de concretar la acción del tiempo en el presente, olvidando al pasado porque ya perdió su actualidad y al futuro porque todavía no la ha alcanzado. La cuestión se propone al comienzo mismo del libro: “Lo que nadie recuerda, ¿ha muerto? Acaso vive / recogido en sí mismo la vida más perfecta”, el tema esencial para comprender todo lo que sigue a ese planteamiento, con la duda significada por la referencia del acaso, y también por el temor de permitir que se desgaste el presente por recrearse en la contemplación del recuerdo.
El pasado puede ser actual, y lo actual no ser nada, según la capacidad de comprensión de la persona enfrentada al tiempo. La eternidad es una confusión de instantes, de donde se deduce que nada hay tan eterno para el viviente como ese momento en el que se encuentra. El ahora es lo válido verdaderamente, puesto que nos hallamos en él, así que conviene someter el amor al instante. Sin embargo, es factible proyectar el instante con la imaginación a otro tiempo considerado más propicio, como una isla griega bajo la mirada benévola de los dioses semejantes a los seres humanos. Si el instante es el todo, el amor es tan breve como el deseo, de manera que conviene someterse al deseo como única meta para la limitación humana.
Teoría de la vida
Podría suponerse que el autor de esos versos era un materialista carente de ideales. Para evitarlo el poeta refiere la verdad de la vida misma, advirtiendo que si es un período de tiempo sin apenas importancia, las fases sucesivas de cada existencia se muestran aún más pequeñas, hasta acabar desapareciendo. Cuando los sentimientos personales dominan la consciencia, se pierde la noción de los tiempos y se distorsiona la realidad de la historia. Por saberlo Ricardo Molina aceptaba la limitación natural de todo lo que es, recluyéndose en la seguridad de que los instantes vitales van unidos en la cadena del tiempo que le corresponde a cada uno, según explica en la décima elegía:
No creíste, ah, nunca creíste que pudiera
acabar el amor de aquella primavera,
pero la vida es siempre más larga que el amor,
y si la dicha es bella como una flor de mayo,
como una flor de mayo breve es también su flor.
De modo que se le representaba la vida humana como una progresión limitada de instantes pasajeros, por lo que cualquier idea preconcebida de eternidad queda fuera de nuestra posible captación. El amor, del mismo modo, se reduce a instantes de deseo, que en el caso de no quedar satisfechos carecen de realidad y no merece la pena tenerlos en cuenta. La plena satisfacción amorosa solamente se logra con la conjunción de dos cuerpos, y debido a ello todo el afán humano consiste en la persecución de un cuerpo hermoso, idea relacionada con los supuestos platónicos de la división en dos partes del cuerpo total, ansiosas por recuperar la plenitud. Por consiguiente, la vida se resumen en una búsqueda de la belleza corporal, según se manifiesta en el poema titulado “Vida callada” en la Elegía de Medina Azahara:
Toda mi vida
se me aparece ahora como un ansia
frustrada de hermosura.
Esa frustración además se origina en la misma brevedad de las cosas, tan extensa que corrompe la belleza con sólo pasar sobre ella. Hay que doblegarse a imaginar que la única hermosura aceptable resulta ser la de las estatuas, ya que se mantiene a través de los siglos. La otra, la corporal, viene a ser tan efímera como el instante, y pretender poseerla es una quimera. Pero las estatuas, naturalmente, por muy hermosas que sean, no sirven para colmar la necesidad de afecto buscado en otra persona como correspondencia con el propio.
La tristeza de vivir
El poeta tropieza además con lo que puede ser una cualidad de influencia negativa: debido a que acostumbra a ser un contemplador pierde el tiempo admirando la belleza, con lo cual la acción de los demás seres humanos le supera siempre. El poeta no aprehende el instante por pararse a verlo para después describirlo. Se le pasa el momento de gozarlo, puesto que desaparece enseguida, sin llegar a darse cuenta de todo su potencial de recursos felices desaprovechados. El amor es siervo del tiempo, no existe manera de retenerlo cuanto el enamorado quisiera. Es una contradicción con sus opiniones, pero inevitable. En “Variaciones en metro sáfico sobre una canción vulgar”, de Corimbo (1949), lamentó Ricardo Molina el dolor incontenible de esa ausencia de recuerdos poseídos:
No he sabido gozar los años bellos.
Felicidad fue para mí más breve
que para el resto de los hombres. Poco
sé de alegrías.
Lo había advertido ya al comparar las ruinas del pasado esplendor entrevisto en Sandua con su cuerpo y su alma, y lo repetiría después al dolerse por Medina Azahara. Sin embargo, el dolor y el lamento no son tampoco duraderos. Las ruinas constituyen la superación de la historia.
Puesto que el tiempo desbarata los planes humanos, sabiendo que el amor carece de realidad, y si el instante hay que vivirlo y no cantarlo, parece que el oficio del poeta carece de lógica. Por supuesto, Ricardo Molina no eludió este planteamiento en sus versos, y trató de aclararlo mediante el examen de sus circunstancias. Hay ocasiones en las que sus palabras se nos evidencian como una respuesta a cuantos acusaron al grupo cordobés editor de la revista Cántico de retóricos deshumanizados.
Nacida en octubre de 1947 y dormida temporalmente en enero de 1949, Cántico coincidió con la divergencia poética entre dos fórmulas expresivas, una tendente a la declaración intimista vehiculada en una perfección formalista exigida, y otra a la incidencia en los aspectos sociales comunes a aquella España partida en dos por la guerra y la posguerra. Así en teoría, porque en la práctica las dos tendencias coincidieron en muchos aspectos, entre otros motivos porque la censura impedía los posicionamientos extremados.
Por cuanto queda dicho se comprende que Ricardo Molina prefería la poesía intimista, para describir su sentimiento personal ante las cosas bellas y efímeras. Sin embargo, desde las premisas aceptadas sobre la temporalidad de todas las cuestiones humanas y su destrucción paulatina, fue alzando una poética para todos los seres humanos sometidos a la misma contingencia, y no solamente para los poetas.
Los dominios del poeta
Puso mucho empeño en aclarar que la imagen popular acerca del poeta refugiado en un mundo ideal es falsa. Hay que leer íntegramente la “Elegía XXVII” para entender todo el alcance de su episodio: el poeta no es un ser feliz dedicado a cantar la naturaleza como única ocupación. Esas flores y esos bosques descritos amorosamente no son suyos, porque en realidad el poeta no posee nada. En consecuencia, si habla de ellos se refiere a bienes comunales. Cuando el poeta describe un “paisaje interior” está contando lo que cualquier persona ha sentido o sentirá, y así se convierte en un portavoz de la colectividad, que quizá no ha acertado a observar esa materia concreta de su descripción con exactitud, y él se la revela.
El erróneo concepto de lo que es un poeta deviene del romanticismo y el modernismo, cuando el escritor de versos se arrogaba un poder sobre los seres y las cosas, se atrevía incluso a encararse petulantemente con el Sol y ordenarle que se detuviera para escuchar sus versos. En esa perspectiva el poeta se convertía en un hacedor de mitos, por desplazar a la realidad fuera de su observación diaria. Todo eso puede ser literatura, y buena, es capaz de generar materia para los sueños, que suelen ser mejores que la realidad. La opinión de Ricardo Molina era mucha más sencilla:
He aquí, oh alma mía, tu reino, tus dominios,
he aquí el mundo en el cual cantas todos los días.
No hay más color que el de las calles embarrizadas,
ni otra música que la de los carros y bocinas.
Es que el poeta vive en su instante, en su realidad cotidiana, por mucho que le gustaría evadirse a otros tiempos y otros espacios. La exactitud de su palabra radica en el ajuste al tempo vital, aunque la imaginación habite en supuestas islas helénicas pobladas por dioses, ninfas y faunos.
No obstante, el poeta está capacitado para elegir su palabra y su argumento. Lo hace con absoluta modestia, aunque también con originalidad. Muchos poetas en la posguerra se dedicaron a glosar la muerte y la miseria, efectivamente figuras obligadas en aquel período, pero Ricardo Molina prefirió fijarse en la vida y en la belleza, que también se hallan presentes en el mundo, y las descubre el que desea verlas. Todo consiste en aplicar el lenguaje a la experiencia para describirla en su exactitud.
El poder de la palabra se magnifica en la comunicación de los sentimientos y opiniones, que es mucho, pero no se debe esperar que detenga a los astros, por continuar con el ejemplo citado. El lenguaje explica las cosas con la posibilidad de presentarlas de acuerdo con la visión personal, que será diferente de la que posean otros espectadores. De este modo se realiza la literatura, y en definitiva las tendencias literarias e incluso los estilos.
La hermosura del canto
Esa actitud fue censurada alguna vez por quienes la consideraban un escapismo, y Ricardo Molina aceptó los reproches, sin modificar por ello su poética. Así lo dejó expresado en el “Réquiem” incluido en la Elegía de Medina Azahara: es su respuesta a cuantos le acusaban de insensible por no cantar a la muerte en sus versos, como se debe esperar de una elegía:
¿Por qué se complacían en ir tristes
olvidando la hora y el lugar, escoltando
la reina de dominios tenebrosos,
cuando el garzón Abril recorría la gloria
de los prados del mundo?
La respuesta se hallará en la distinta sensibilidad de cada uno, que prefiere recrearse en la contemplación de un escenario armonioso o de una secuencia trágica. Lo mismo dejó escrito en la “Oda a Gerardo Diego” incluida en Corimbo: reconoce que el dolor y la tragedia son compañeros forzosos de todos los seres humanos, pero no debe creerse que constituyen su única compañía, ni tampoco la más digna de atención, sino una simple etapa en el proceso lingüístico evolutivo hacia la exactitud comunicadora:
Todos de tal veneno la amargura
en la boca sentimos, mas por eso
no es más profundo o bello nuestro canto.
Los más desesperados nunca fueron
los cantos más hermosos. La violeta
que abre céfiro leve con un beso
y en soledad prodiga su hermosura
todo lo vence con su gracia simple.
Es un lenguaje diferente del usual en la España de aquel tiempo, 1949. Mentar a la violeta o al céfiro quedaba lejos de la tendencia programática aceptada por la mayoría de los poetas en ese momento. Denotaba el deseo de mostrar una actitud personal, en la que sostuvieran un valor original las palabras situadas fuera de la moda. Las modas confieren vigor a los estilos cambiantes según la sensibilidad de cada época, y Ricardo Molina se abstraía del tono generalizado que se estaba imponiendo con fuerza, preocupándose por fabricarse su propio lenguaje, es decir, su estilo personal, obligación esencial del poeta.
Apuntes de metapoesía
Poco antes de su muerte publicó un nuevo libro, A la luz de cada día, en el que encontramos varios poemas exponentes de su preocupación por la metapoesía, para contar su concepción del trabajo lírico. Desde el principio advirtió al lector que el motivo de llevar tantos años componiendo versos se debía a que le resultaba un consuelo hacerlo, y además en su resultado esperaba hallar su salvación humana, la justificación de una vida en la que se entregó apasionadamente a la escritura poética:
Con palabras de todos compongo mi canción
para que a nadie sea mi voz extraña.
Después de haber vivido, sufrido y trabajado,
en la palabra encuentro salvación y consuelo.
Es una afirmación muy rotunda, una confesión de parte en la que se equiparan vida y poesía. Del mismo modo aportó su testimonio personal en el poema siguiente, titulado precisamente “Las palabras”, ese instrumento de trabajo que llevaba tantos años utilizando en su beneficio. Aseguró en esos versos que el canto nace de la tierra, que las palabras no le llegan al poeta inspiradas desde lo alto de los cielos por las musas etéreas, sino que le van subiendo por los pies desde la tierra que pisa. Debido a esa circunstancia se halla vinculado al planeta y a sus evoluciones.
Continuó el tema en el poema siguiente, significativamente titulado “Ars poetica”, porque efectivamente lo es. Ahí queda relatada su preferencia por el poema silencioso y solitario, frente a las canciones tumultuosas predominantes en muchos escritos de sus compañeros de generación. Después en “Preguntas” colocó varios interrogantes que le preocupaban, referidos a cuestiones de la mayor trascendencia metafísica. Por ese motivo eludió preparar una respuesta, ya que los temas eternos lo son por resultar irresolubles, pese a los continuados intentos de explicarlos. El mundo es como es objetivamente, aunque cada persona lo vea a su modo particular de interpretarlo, de donde nace la licitud de la creación literaria.
Seguimos la lectura con el poema titulado “Fragmento”, en donde conocemos su declaración de solidaridad humana, vinculada al desdén por las llamadas “torres de marfil”, un refugio para defender el aislacionismo de la realidad, porque “no soporto paredes / que me aíslen de abril”, su mes predilecto, que lo es también para muchos poetas (aunque T. S. Eliot lo consideraba el mes más cruel, por criar lilas de la tierra muerta). En la amplia imaginería lírica abril es el mes de la renovación primaveral, una vez superado el invierno gélido en nuestro hemisferio, al que Ricardo Molina rendía culto miándolo como un garzón, según leímos antes. Y así hasta llegar al último poema del libro, en el que reconoció el significado final de su vida:
Pues mi vida no es mía solamente, es la vida
grande y desgarradora de cuantos me rodean;
de todos los que sufren y luchan por ser libres.
No latido de un sueño, sino la vida a secas.
Una manifestación de su sentir solidario con todos los seres humanos, aunque cada uno se comporte de una manera peculiar. Es lo que hace agradable la vida, por las sorpresas que permite ir descubriendo en ella.
La belleza de lo real
La vida del poeta no debe plantearse como un ejemplo para los demás seres humanos, sino todo lo contrario: cada vida tiene que ser original. Lo que ocurre es que el poeta cuenta los acontecimientos de su entorno, que implican a los vecinos y a muchas personas de las que no tiene noticia, pero que se encontrarán representadas en sus versos. Por eso debe cuidar su estilo, y ajustarlo a la realidad tal como él la entiende. Su voz será verdadera cuando relate el instante vivido, su tiempo, con la voz que cualquiera pueda entender. El poeta de mayor audiencia será el que relate su experiencia vital con las palabras aprendidas en su contacto con los demás seres humanos, mientras que el sometido a explicitar consignas ajenas errará en sus intenciones y resultados. Así resolvía la dualidad lírica operante en ese tiempo.
El poema final de la Elegía de Medina Azahara constituye una demostración de que la fantasía debe hundirse en la realidad, para soslayar el volverse estéril desde el punto de vista de la comunicación poética. Los sueños válidos han de equipararse a los materiales aportados por la realidad:
Ah, ríete conmigo del ensueño,
don de los que no ven teniendo ojos.
¿Quién pudo soñar nunca
luna más bella que la luna?
La pregunta conlleva implícita la respuesta. Si alguien pretende exponer una teoría sobre el amor, pierde el tiempo por no vivir el instante amoroso en su plenitud, que es lo real, antes de que el tiempo lo destruya. Porque no hay amor ni eternidad ni lirismo inspirado, sino vida sometida al tiempo. Sí, Horacio tenía razón, lo único valioso en la vida humana es seguir el consejo de entender el carpe diem como el centro de la percepción. Todo se halla cuestionado por el transcurso imparable del tiempo, de modo que el poeta debe acomodar su lenguaje a esa premisa. Las huellas dejadas por el pasado son los materiales para construir el presente, lo único válido.