Antonio Machado en busca de la voz original
Arturo del Villar
EN mayo de 1917 la Editorial Calleja publicó en Madrid unas Páginas escogidas de Antonio Machado, con un prólogo confesional escrito para la ocasión, muy importante. En él trazó una valoración modesta de su obra poética, que nos proporciona un método interpretativo de sus intenciones, al consignar el propósito de sus ideas creadoras. En la obra lírica machadiana existen datos fundamentales para trazar su autorretrato físico y espiritual, así como una exposición de los impulsos incitadores de su escritura.
La evolución lírica fue paralela a la biológica, sucesiva sin alteraciones sustanciales. No es posible distinguir unas etapas diferenciadoras, como sí se hace al analizar la obra de poetas contemporáneos, tanto de su edad como más jóvenes. Le correspondió escribir en la época de las rupturas vanguardistas, y las analizó, pero sin dejarse contagiar por ellas. Su poesía adquiere un valor testimonial, por cuanto demuestra una clara defensa del individualismo, aunque con el afán de participar en la marcha del arte como crítico, lo que le obligaba a seguir su evolución atentamente.
En el “Retrato” que precede a Campos de Castilla (1912), en realidad un autorretrato, se declaró partidario de la revolución social, como efectivamente iba a ejecutar en los años treinta, al manifestarse a favor de la Revolución Soviética, “pero mi verso brota de manantial sereno”, confesó en el autorretrato. Esa serenidad configura su poética, incluso durante la guerra, cuando puso su pluma al servicio del pueblo agredido contra los militares sublevados: también entonces escribió con serenidad contra los rebeldes, sin dejarse coaccionar por la ira.
Las ramas superfluas
Volvamos al prólogo a las Páginas escogidas, en donde con su destreza comunicativa habitual nos explicó uno de los logros formalizados con su poesía, del que se mostró muy satisfecho:
Como valor absoluto bien poco tendrá mi obra, si alguno tiene; pero creo –y en esto estriba su valor relativo— haber contribuido con ella, y al par de otros poetas de mi promoción, a la poda de ramas superfluas en el árbol de la lírica española, y haber trabajado con sincero amor para futuras y más robustas primaveras.
Seguramente se refería a la hojarasca en que se había convertido para entonces el modernismo aprendido en Rubén Darío. Es lo habitual en los movimientos literarios: los inician escritores bien dotados, seguidos por las catervas de imitadores insulsos que los devalúan. Sin embargo, los últimos coletazos modernistas coincidieron con el apogeo de los ismos vanguardistas, hacia 1918, a quienes les sucedió lo mismo. Las ramas superfluas se propagaron hasta cubrir las esenciales, por ser más abundantes.
Esta declaración en prosa fue ejecutada también en verso, por lo que su asiduidad constituye un programa formal para desacreditar una tendencia generalizada, en su opinión entre poetas de escasa relevancia. Cuando se formaban grupos de carácter escolástico, y se firmaban manifiestos programáticos para designar las aspiraciones comunes de los seguidores de un líder, vemos que Machado se mantuvo solitario, sin comprometerse en los órdenes estéticos, aunque sí lo hizo en el político.
Su figura literaria era respetada, pero no acarreaba entusiasmos, y le visitaban algunos jóvenes, pero con distante respeto. Ni quiso enrolarse en ninguna escuela, salvo una breve resonancia rubendariana inicial, ni él la creó en vida. Su puesto magistral indiscutible en la poesía contemporánea se encuentra aislado, como en un pedestal sin contacto con otros.
Coincidencia con Unamuno
Su poética se mantuvo en la fidelidad al romancero y los cancioneros medievales, y en los últimos años incorporó al repertorio los sonetos, de vieja estirpe también, aunque él prefiriese las modificaciones incorporadas a la estrofa clásica por los modernistas; puede decirse que es la única innovación que se permitió, y ya no era nueva cuando la empezó a aplicar. Le interesaba más el pensamiento que su expresión, en lo que coincidía con su amigo Miguel de Unamuno. Es sin duda el más afín entre esos otros poetas de su promoción a los que señala en el prólogo a las Páginas escogidas, como implicados en la labor común de poda lírica.
Por algo a los dos les preocupaba la filosofía, y buena parte de su obra lírica nació debido a sus meditaciones y especulaciones acerca de la existencia humana, y también de la oportunidad de la poesía para vehicularlas. En consecuencia, a los dos les disgustaban los ismos, que al menos en sus manifiestos se declararon irracionalistas, contrarios a escribir conforme a la razón, una teoría defensora del azar como inspiración, que podía acabar resultando caótica. No se detuvieron a pensar que cada época histórica se expresa en arte y literatura con un estilo peculiar, característico de su tiempo. En este sentido, Unamuno y Machado no representan la literatura del siglo XX en cuanto a la métrica y en buena parte de su temática, son de otro momento, sin disminuir por ello su calidad comunicativa.
Ambos demostraron en sus versos que desdeñaban las invenciones modernistas y modernas. Es la tarea de poda señalada por Machado, como una misión depuradora de la poesía, que se impusieron con la decisión de quienes se hallaban convencidos de la inexorabilidad de sus ideas. Tengamos en cuenta que Unamuno era catedrático de universidad y Machado profesor de instituto, dedicados a la enseñanza por vocación. Hasta se inventó Machado un heterónimo, Juan de Mairena, profesor y filósofo en el sentido etimológico de la palabra, para pontificar sobre la existencia.
Conviene subrayar que las poéticas de Machado y de Unamuno son diversas, paralelas en muchos aspectos, por lo que no se encontraban. Cada uno la ejecutó según su gusto, lo que dio lugar a su estilo propio. Coincidieron en numerosas ideas, pero ya sabemos que la poesía no se escribe con ideas, sino con palabras que plasman esas ideas. Se respetaron mutuamente, reconociendo cada uno el genio del otro, aunque sin influirse en sus respectivas poéticas. A los dos les gustaba con preferencia la poesía sentenciosa, pero aplicada a su manera, lo que constituye su voz propia, su estilo.
Las voces y los ecos
La tarea de poda realizada por Machado puede rastrearse en sus versos. Se mostró exigente, e incluso intransigente con el propósito de separar lo considerado valioso con lo superfluo. En el “Retrato” ya citado de Campos de Castilla, una confesión de su historia hasta entonces y de sus ideas estéticas, se encuentra un dístico programático:
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
La única voz que le importaba era la del creador, por ser la original, y desdeñaba los ecos de sus seguidores, que siempre desafinan y son falsificaciones devaluadas. Constituían esas ramas superfluas que estaba decidido a podar, con el fin de que el árbol metafórico de la lírica luciese en su integridad. En ese árbol deseaba Machado que brotara su lírica, alimentada con las raíces del romancero y los cancioneros medievales, más el abono proporcionado por los grandes poetas de nuestra historia, desde el primero, “Gonzalo de Berceo, poeta y peregrino”, hasta Juan Ramón Jiménez, su coetáneo, al que veía pulsando “su lira franciscana”.
Imaginaba la evolución de la lírica castellana como un árbol alto y frondoso, en el que también aparecían ramas podridas, a las que convenía podar. El árbol era símbolo de la voz trascendental, la de los innovadores que a lo largo de la historia han enriquecido nuestra literatura común, con sus aportaciones originales. La aspiración de Machado consistía en ver su propia obra como una rama muy firme salida del tronco histórico. Lo ha conseguido, por supuesto.
Tres cantares intencionados
Si consideramos el “Retrato” como un programa, encontramos su aplicación en tres cantares de Nuevas canciones (1924), los numerados xxviii, xxix y xxx. En realidad forman un solo poema, ya que están unidos por su tema intencional, pero Machado los separó con el fin de acercarlos al propósito de presentarlos como coplas andaluzas. El primero dice:
Cantores, dejad
palmas y jaleo
para los demás.
Es costumbre acompañar las canciones andaluzas con el batir de palmas de los espectadores, y las voces de apoyo que las jalean. De ese modo se posibilita una interacción entre el artista y su público, imprescindible en los espectáculos populares. Sin embargo, Machado, hijo de un folclorista andaluz, demuestra rechazar con su copla esa tradición, y propone que los cantores se aíslen para centrarse nada más en su canto, dejando el complemento de las palmas y el jaleo aparte. Con ello se rompe algo al parecer unido esencialmente, y se echa a perder el espectáculo. No importa, porque se trata de un espectáculo decadente, que pervierte a los cantores en su trabajo. Ellos son la canción desnuda. Sigue el cantar xxix:
Despertad, cantores:
acaben los ecos,
empiecen las voces.
La tarea que él realizaba de separar las voces de los ecos para su propia satisfacción, aquí se la recomienda a los cantores. Es significativo que les conmine a despertarse. Entendemos que las palmas y el jaleo hacen perder a los cantores la noción de su papel primordial, el de crear la canción con su voz. Las palmas y el jaleo son así los ecos que disimulan el valor esencial de la canción. El protagonismo debe ser en exclusiva para el cantor, al que se ha de colocar en un primer plano separado de los demás, que no son su complemento, sino su opacidad. Los ecos desvirtúan el valor de la canción. Concluye así esta teoría el cantar xxx:
Mas no busquéis disonancias;
porque, al fin, nada disuena,
siempre al son que tocan bailan.
Los cantores han de olvidarse del jaleo colectivo, que no debe afectarles en absoluto. Ellos están en otra situación superior. Los ecos son para los demás, los músicos y los espectadores, que se entienden bien. No se encuentran disonancias en las palmas, porque sirven para el baile colectivo. Los espectadores bailan al ritmo que les ofrecen.
No obstante, en el segundo apunte “De mi cartera” en el mismo libro, Machado advierte que el cantor debe ser también contador de cuentos, para conseguir ese tono distintivo de su voz. Necesita enlazar esas dos tareas para alcanzar la voz más exigente, que se convierte en única:
Canto y cuento es la poesía.
Se canta una viva historia,
contando su melodía.
El cantor encuentra el tema y lo canta, acompañado por la melodía pertinente, que va contando con realismo, cumpliendo así la intención de dar testimonio de algo, mientras los demás baten palmas y jalean la canción. Tiene que producirse una integración de dos artes, la narrativa y la musical, si se desea obtener una voz superadora de los ecos. Por supuesto, es exigible al cantor que conozca bien su oficio, ya que de otro modo seráél también él un eco, por lo mismo sin interés. Los dos componentes se unifican para perfeccionar la obra, es decir, el estilo. Como se trata de una perfección en el realismo objetivo, seguramente alcanzará la popularidad.
Tal era el programa de Machado, para superar la confusión existente entre las voces y los ecos, debido a que los ecos se multiplican hasta ahogar la voz original, e inducen a la confusión. Distinguir la voz original permite descubrir la belleza que la inspira, con lo que se produce un placer estético añadido, aunque no sea eso lo que más preocupe al oyente o al lector interesado en resaltar la realidad objetiva de las cosas, como de los poemas.
Una parábola lírica
Tenemos aquí una parábola como las que Machado introdujo en Campos de Castilla.Los cantores son los poetas, muchas veces considerados así a lo largo de los siglos, e incluso representados con una cítara en sus manos. En la historia de la literatura castellana abundan los poetas en todas las épocas, de diversas calidades, como es obligado. Se forman escuelas y grupos en torno a uno que destaca sobre sus coetáneos, y de esta manera se desarrollan “ramas superfluas” en el tronco firme representativo de la auténtica poesía. Constituyen los ecos de la voz primordial.
Machado no perteneció a ninguna escuela o grupo, excepto un inicial contagio modernista debido a su admiración por Rubén. Ejecutó su ideario en su persona: el poeta necesita estar atento a la evolución de la sociedad, de la que forma inexorablemente parte, pero sin perderse en cuestiones accesorias. Al poeta le asaltan los ecos, y tiene que esforzarse para no escucharlos, porque su canción es la parte esencial de la evolución lírica necesaria en la renovación de la estética.
Separó el tema principal de lo accesorio, en un momento en que se despreciaba el tema por los vanguardistas. El proverbio lxvii de Nuevas canciones aconseja a los poetas en dónde deben poner su atención:
Abejas, cantores,
no a la miel, sino a las flores.
La miel es el resultado de una operación en la que actúan las abejas sobre las flores, de modo que a ellas han de acudir las abejas para conseguir la finalidad propuesta. Del mismo modo, el cantor tiene que poner su atención en el tema a desarrollar, y no en su resultado. Precisamente el resultado es consecuencia del tratamiento que se dé al tema.
El poeta, o cantor, ha de estar prevenido para evitar los tópicos que malogran el contenido de un poema. La emoción capaz de despertar el origen del texto es única, no se contagia. El tema está al alcance de todos, pero su tratamiento individualizado aporta las diferencias características del estilo. La voz única digna de ser escuchada es la que expresa la naturaleza del autor. Fuera, pues, las “ramas superfluas” que le impiden conocer la realidad de los hechos. Su obligación consiste en podarlas, con la finalidad de quedarse frente a una realidad objetiva que acierta a describir para sus lectores.
El individualismo, por lo tanto, en esta situación quiere promocionar una voz representativa de las demás. Una voz esencial, que no esté acompañada de palmas y jaleos, una voz sin ecos que se centre en la realidad objetiva. Tal fue la misión que se impuso Machado, como un capítulo independiente en la historia de la poesía española contemporánea. Y la cumplió.