Antonio Marimón o el arquero insomne
Jorge Aller
Tengo miedo de buscar la poesía. La poesía es una flecha lanzada. / Si he apuntado bien lo que cuenta (lo que quiero) no es ni la flecha ni el blanco, sino el momento en que la flecha se pierde, / Se disuelve en el aire de la noche. / Hasta la memoria de la flecha se pierde. A. MARIMÓN Algunas veces sacaba a pasear los perros. Vivía a la vuelta de mi casa y por eso yo también a veces lo veía pasar desde la ventana; otras, él mismo tocaba el timbre porque tenía ganas de charlar mientras tomábamos un café. Había sido compañero de estudios de mi mujer en su país natal; nuestra relación venía dada por antiguas situaciones, pero sin embargo era fresca y cordial, resultado de una mutua simpatía y espontáneo interés por lo que cada uno hacía: yo leí una novela suya, él leyó mis cuentos; pero lo que más nos unía eran “las tortillas a la española” que yo hacía y que a Antonio le encantaban porque le traían reminiscencias maternales. Mi terraza de Tlacoquemécatl, en un primer piso, daba a un pequeño parque arbolado. En un ángulo del parque destacaba entre los verdes la pequeña iglesia, de un blanco ingenuo, con ribetes azul marino que le daban a lo lejos un aspecto como de juguete. Yo estaba sentado tomando un café, y de pie, sobre las baldosas rojas de la terraza, Antonio, destacado contra el azul del cielo —un azul persistente a través de la luz del sol—, me hablaba de su nuevo proyecto literario. Era la media mañana del domingo, y sus gestos, en consonancia con sus palabras, parecían agrandar su figura como si lo que llevaba dentro necesitara mucha atmósfera: “Estoy haciendo una investigación para escribir una novela sobre Garibaldi.” Yo escuchaba medio sorprendido porque no comprendía muy bien qué tenía que ver este argentino exiliado, que hablaba de Barthes, Cortázar o Derrida, con una mistificación de lo falso como Garibaldi. “Vamos a ir una noche a bailar, tomar unos tequilas y ver el ambiente —me invitaba—. Una de estas noches vamos a ir juntos, te voy a llevar —insistía—. Vas a ver qué interesante.” Pasaron casi tres años. Nunca fuimos a Garibaldi juntos. Antonio se fue; yo tengo su novela en mis manos y trato de comprender.¿Qué buscaba Antonio en Garibaldi? ¿Era un simple pretexto exótico para su invención literaria? No. Creo que era fundamental para esta última búsqueda de la sinrazón de la vida. Ya sus anteriores novelas habían sido emplazadas, la primera, en el ámbito cerrado e imposible de la cárcel, la “guerra sucia” y el exilio; la segunda, en otra zona extrema de peligro y de exclusión: una enorme casona destinada a sanatorio psiquiátrico. Y ahora, la tercera estaba emplazada en el ámbito cerrado y decadente de la plaza Garibaldi. Estos tres escenarios sirven de marco fragmentario a los referentes que lo fascinaban y en cuyas márgenes Antonio levantaba sus relatos, situaciones extremas al filo de la nada desde donde se establece una escritura que se consolida en la propia negación. En Aquí llega el sol, Marimón lo manifestaba diciendo: “Eran las asambleas de la casona reuniones acaso extravagantes, pero con un propósito, explicaba Maldonado a sus escuchas: ser ‘sitio’, ser ‘alguna parte’ allí donde no existe sino infinitud de pedazos, fragmentos de imágenes o sonidos o trozos de habla rota, muchas fracciones de habla quebrada sin que pudiera fijarse comienzo, ni fin, ni destino para su fluir, proferido un poco por cada habitante y cada cual según su porción.” En el epílogo de Mis voces cantando, después de un relato difícil para el lector hasta que comprende que se trata nuevamente (como en la novela anterior) del relato del relato —y cuyos protagonistas parecen los narradores, pero a su vez son contados por otro narrador y pueden intercambiarse en desdoblamientos y adjudicaciones equívocas, porque al final todos son uno y el mismo—, nos revela todas las claves para armar el rompecabezas —y para contestar a mi primera inquietud, ¿y por qué Garibaldi?— cuando dice: “Creo que él frecuentaba este sitio por lo diferente, por su decadentismo insultante, y por la distancia con cualquier lugar homólogo de las ciudades de su país de origen. Creo que, por abajo de la conciencia, entre la plaza Garibaldi y esta cantina Rubén Muñiz descubrió el escenario absurdo en estado puro, indescriptible pero también real, como si una realidad diversa, hecha toda ella de proyectos fallidos, se concentrara en la plaza y aquí, hasta enamorarlo a él con sus tiempos de ficciones vivas.” Podría aplicarse a la escritura de Marimón aquello que dijo Blanchot acerca de Mallarmé: “es una tentativa por hacer posible la obra tomándola en el punto donde lo que está presente es la ausencia de todo poder, la impotencia.” No sabemos si la novela que nos dejó Antonio se ajusta exactamente al proyecto inicial del que me había hablado, porque en medio se produjo un emplazamiento inexorable: supo que tenía muy poco tiempo. No sabemos si esta premura le hizo reformar aquel proyecto inicial. Antonio experimentó el hostigamiento de lo indefinido, la ausencia de tiempo lo remitía constantemente al futuro de su propia ausencia cercana, como dice Muñiz en esta no-vela: “Mi tiempo, ahora, se mide entre antes y después de que me descubrieran la enfermedad.” Un libro, incluso un libro fragmentario, tiene un centro que lo atrae: centro no fijo, que se desplaza por la presión del libro y las circunstancias de su composición. A esta idea de Blanchot, Marimón, que mantenía un largo diálogo con el teórico francés desde su juventud, agrega en el último párrafo del último poema de su primer libro, La escritura blanca, lo siguiente: “No somos el centro de nuestra obra, ni hay obra que sea el centro. / Yo ya no soy yo, sino un lugar incierto e inhallable, / En el que este gesto me señala.” Pienso que en Mis voces cantando la presión de las circunstancias de su composición, o sea la preocupación de Antonio por reunir sus mejores artículos periodísticos, por escribir y terminar una última novela y dejar en pocos meses toda su obra ordena-da para la publicación, existía un afán que parece volver la muerte superficial al hacer de ella un acto igual a cualquier otro, una cosa que se hace, por la que hay que pasar, pero que también da la impresión de transfigurar la acción, como si ese desafío, esa carrera con la muerte para dejar todo concluido a su gusto fuera un proyecto en sí tan importante como la muerte misma, como si —en palabras de Blanchot— “rebajar la muerte a la forma de un proyecto fuese una oportunidad única de elevar el proyecto hacia aquello que lo supere”. Antonio Marimón se debatió toda su vida entre la escritura negra y la blanca: por su oficio periodístico tuvo que manipular cotidiana y hábilmente la primera, pero cuando intentaba su verdadero discurso, el literario, perseguía infatigablemente la segunda, porque era ante todo un poeta y estaba atento más que nada a los murmullos del in-consciente colectivo; toda su escritura es una búsqueda de lo poético, o sea de lo in-decible, de lo imposible, que él define así: “La escritura blanca no tiene relieve. No existe en la página ni es legible en la letra. / Pertenece a la sombra de lo incoloro, y decirle blanca es asentir al disfraz de lo literario. / Ella no es nunca lo que es, sino lo distinto, la grieta del deslizamiento de las cosas en el transcurrir sin rumbo...” Marimón nunca fue complaciente, condescendiente con sus lectores (ya demasiado se tenía que obligar a la claridad y comprensión como periodista), antes bien obliga al lector a dar con él un salto en el vacío, o a quedarse fuera, porque no existe una lectura placentera de la escritura blanca cuando “en ella relucen la carroña, los parásitos, el río de mierda que habita dentro de la historia y el lenguaje...” No se puede hacer impunemente una lectura de ninguno de sus libros. O nos sobrecogemos y desgajamos con él, o se abandona el intento porque no hay salida, porque el drama al que nos enfrentamos es que, “una vez descubierta la escritura blanca, vemos soplar su bruma en las páginas. / Y como cascabel recordarnos nuestro chiquero simbólico...” Sería imposible entender ese salto en el vacío que lleva de la aparente linealidad de un lenguaje al vértigo giratorio del otro sin ver en la escritura de Marimón la operación a la vez distanciadora y participadora de la ironía, la parodia y el sarcasmo con que trata de superar ese vacío. Los principios a los que Marimón parece adherirse son destruidos en las posibilidades mismas de su formulación: “Yo no he nacido y rechazo el aprendizaje de nacer en este mundo, / En este sitio (cualquiera que él sea) sobre esta vida. / Soy el ambiguo estado del vivo que se niega, del muerto que se niega y, desgarrado, no está aquí o allá, en ninguna parte.” Se trata de una dialéctica del sarcasmo que surge en el acto mismo de formularlo, o sea de la negación negada. Creo que Antonio logró llevar a su culminación en Mis voces cantando la desapropiación del texto que perseguía a través de todas sus obras. Logró soltar las distintas voces que lo constituían para dejarlas sueltas y borrarse él mismo. En esta última novela hay un encabalgamiento de ausencias: la ausencia de interés por el tema elegido, la ausencia del protagonista que interrumpe la trama, la ausencia de sentido y de significado, la ausencia de tiempo y la impotencia que provoca; se trata de una ausencia múltiple que trasciende la obra y que es premonición de la ausencia última y definitiva del hombre; es una preparación “para el ‘no’ absoluto donde se acaba cualquier poder y el más mínimo eco de la lengua”. En el último párrafo Antonio ata los cabos sueltos y precisa las claves, restringiendo el universo del discurso sobre Garibaldi para pulverizarlo y abrirlo al sinsentido de la pura invención: “Pienso en Muñiz y lo extraño. Hará meses que dejó de venir por aquí —ni siquiera me ha llamado al periódico— para contarme de sus obsesiones: Garibaldi y la música, su condición de enfermo y su pasado. Donde esté, tal vez no se enterará de que mi reportaje a la plaza, como los destinos heterogéneos de los muros de este salón, fue un proyecto fallido: nunca se escribió, ni la voz de los informantes fue más allá de las cintas grabadas. Y, si después de la ausencia yo me lo encontrara de pronto, con su Jimador en la mesa, debería confesarle la verdad: que al mariachi, coro griego en versión vernácula, rostros anónimos y barrigas conspicuas, lo escucho con el mismo interés que miro un ramillete de flores de plástico. Ninguno.” Antonio Marimón, el arquero insomne, lanza descarnadamente la última flecha, y consecuente con su intento de negarse y de borrarse en la escritura, nos deja la presencia de su ausencia en una obra que ahora se nos agranda día a día.* (Publicado en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, nº 345, septiembre de 1999.) * Antonio Marimón nació en Mendoza (Argentina) en 1944; en Córdoba estudió Letras Modernas, participó en los hechos políticos y sociales, y fue director del diario Córdoba. En 1977 se exilió en México, país al que volvió en 1993. Trabajó en los periódicos mexicanos unomásuno, La Jornada, La Prensa y La Crónica de Hoy; también colaboró en otras publicaciones como la revista Vuelta. Sus libros son: La escritura blanca (poesía) (UNAM, 1982), El antiguo alimento de los héroes (novela) (Puntosur, Buenos Aires, 1988), La línea es la orgía (poesía) (UNAM, 1992), Aquí llega el sol (novela) (CONACULTA, 1998), Último tango en Buenos Aires, Diego (selección de artículos periodísticos, reseñas y ensayos breves) (Cal y arena, 1999), y Mis voces cantando (novela) (de próxima aparición en Era). Antonio Marimón falleció en México en noviembre de 1998.