Rubén Darío y la crítica del descubrimiento
LA América que “aún habla en español” celebró el 18 de enero el sesquicentenario del nacimiento de Rubén Darío, con sobrados motivos, puesto que es sin duda el poeta que supo representarla, cantar su esencia y denunciar sus problemas. Buena prueba de ello se encuentra en su poema “A Colón”, leído en Madrid en 1892, cuando vino a España como delegado de Nicaragua en la conmemoración del cuarto centenario del descubrimiento. Lo incluyó en su libro El canto errante, impreso en Madrid en 1907.
Está compuesto por 56 versos dodecasílabos, los denominados dodecasílabos de seguidilla, con excelentes ejemplos en la métrica del autor, por mantener la cesura tras la séptima sílaba y añadir cinco sílabas más, siguiendo la composición de la seguidilla popular. Se estructura en 14 serventesios, estrofa igualmente de su predilección.
Constituye un lamento por la América de su tiempo, a la que describe rota en luchas interiores que impiden su progreso. Empieza por representar a la “pobre América” en la figura de una muchacha indígena, que antes del descubrimiento era “virgen y hermosa”, pero cuatrocientos años después se ha convertido en una figura lamentable, a la que, por exigencias de la rima, define como “una histérica” convulsa, sin virginidad ni esperanzas:
¡Desgraciado Almirante! Tu pobre América,
tu india virgen y hermosa de sangre cálida,
la perla de tus sueños, es una histérica
de convulsivos nervios y frente pálida.
Obligado a señalar la causa de esa degeneración, la concreta en la idiosincrasia de los latinoamericanos, unidos antes contra los colonizadores, y en la actualidad de 1892 enfrentados entre ellos mismos:
Un desastroso espíritu posee tu tierra:
donde la tribu unida blandió sus mazas,
hoy se enciende entre hermanos perpetua guerra,
se hieren y destrozan las mismas razas.
Es una denuncia del caciquismo que condujo a las dictaduras. El dominio español fue vencido por los ejércitos revolucionarios, pero con ello nació el caudillismo, y los generales pasaron a ocupar el puesto de los virreyes españoles, demostrando la misma prepotencia y el mismo afán de enriquecerse. Pasó un dominio a otro, con la diferencia de que ya los amos no llegaban de España, sino que eran de la propia tierra, calificada por Rubén en el presunto diálogo con Colón como “tu tierra”, ya que la había descubierto, aunque tomó posesión de ella en nombre de los monarcas españoles.
Una llamada a la libertad
Antes de la conquista cuenta Rubén que los indígenas vivían en libertad, aunque se olvida, o lo hace a propósito, de los enfrentamientos tribales, con su secuencia de esclavismo y sacrificios humanos prohibidos por los colonizadores. La América indígena no era precisamente una representación del paraíso terrenal: aunque no se hallara sometida al dominio de los colonizadores llegados de otro continente, padecía la sumisión a sus propios tiranos, pero Rubén la ensalza por oposición al presente de 1892:
Las ambiciones pérfidas no tienen diques,
soñadas libertades yacen deshechas.
¡Eso no hicieron nunca nuestros Caciques,
a quienes las montañas daban las flechas!
La verdad histórica demuestra que los caciques vivían como reyes absolutos, a costa del trabajo de los esclavos y del pueblo. Los conquistadores cometieron muchos crímenes, eran rapaces, imponían sus costumbres, sus leyes y su religión por la fuerza de las armas, pero los caciques eran tiránicos, y el pueblo carecía de ningún derecho reconocido, ni siquiera el de la vida, obligado a trabajar para ellos sumisamente.
Desde esa interpretación personal de lo que supuso el descubrimiento, Rubén declamó ante las autoridades españolas, orgullosas de festejar el cuarto centenario del acontecimiento, una queja histórica. Aunque la regenta del reino era María Cristina de Habsburgo-Lorena, archiduquesa austriaca, a la que no podía considerarse heredera de los llamados Reyes Católicos, favorecedores del descubrimiento, ni sabía nada de historia española, a sus cortesanos les disgustó la dolorosa lamentación del poeta:
¡Pluguiera a Dios las aguas antes intactas
no reflejaran nunca las blancas velas;
ni vieran las estrellas estupefactas
arribar a la orilla las carabelas!
Es un rechazo formal del descubrimiento, que Rubén tuvo la valentía de exponer en Madrid cuando se estaba conmemorando el acontecimiento. Concede a las estrellas la facultad de ver, lo que representa una biologización, si se admite la palabra, de los astros insensibles por su naturaleza, y además les añade la facultad de sentir, al describirlas como “estupefactas”, lo que probablemente causara estupefacción a muchos oyentes. Algunos críticos incluso podrían opinar que ese término es un simple ripio, aunque sabida la facilidad de Rubén para rimar es lógico pensar que podía haber modificado la palabra “intactas” por otra sin ningún problema.
El Cristo indígena
Dado que la espada del conquistador iba siempre acompañada por la cruz del misionero, resultaba inevitable mencionar la religión en este panorama, por ser la disculpa empleada por los conquistadores para justificar sus dominios de las tierras y de sus habitantes: decían animarles el afán de cristianizar a los indígenas, y no el interés por apropiarse de sus riquezas naturales, poseer a sus mujeres y obligarles a trabajar en su beneficio. Por eso a quienes no aceptaban bautizarse y ejercitar el concepto del cristianismo predicado por los misioneros, tan alejado del Evangelio, se los ejecutaba, nueva versión de los sacrificios humanos practicados por los indígenas. Por una transfiguración histórica, el indígena actual de 1892 está descrito en el poema como una representación de Jesucristo instalado en Latinoamérica:
Cristo va por las calles flaco y enclenque,
Barrabás tiene esclavos y charreteras,
y las tierras de Chibcha, Cuzco y Palenque
han visto engalonadas a las panteras.
El cambio de religión no benefició a los indígenas en su situación social, tampoco mejorada con la victoria de los ejércitos nacionales contra el ejército colonial español. Los versos se refieren al tiempo presente de la composición y su lectura pública, según lo manifiesta el verbo, al describir al Cristo encarnado en un indígena caminando por las calles en ese momento, un pobre hombre “flaco y enclenque”, palabra que también podría ser considerada un ripio. Lo cierto es que a Rubén le gustaba superar las dificultades de las consonancias, aceptando las más difíciles.
Su oponente ante el gobernador Poncio Pilato, el preso acusado de independentismo antirromano Barrabás, en el poema continúa opuesto al pobre Jesucristo: es un militar porque usa charreteras, propietario de esclavos, un dictador. Las tierras poseídas secularmente por los indígenas americanos, sus legítimos dueños, de las que se apropiaron los conquistadores, ahora pertenecen a unos amos tiránicos, identificados con las panteras.
Por todo ello el poema concluye con un lamento final, continuación de los incluidos antes, debido a la triste situación de la América independiente de España sometida a los dictadores nacionales:
Duelos, espantos, guerras, fiebre constante
en nuestra senda ha puesto la suerte triste:
¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante,
ruega a Dios por el mundo que descubriste!
Aunque no se le pueda considerar culpable de la triste realidad latinoamericana, indudablemente Colón es el causante, por haber descubierto el continente. Primero los indígenas perdieron su libertad ante el superior armamento de los conquistadores europeos, después los criollos lucharon por alcanzar la independencia de la colonia y la consiguieron, pero cayeron bajo las dictaduras. Todavía en aquel 1892 los cubanos esperaban conquistar la independencia, luchando desde que Carlos Manuel de Céspedes lanzó el grito de Yara el memorable 10 de octubre de 1868.
La exclamación final implica una solicitud al alma de Colón, por si se encontrase en condiciones de rogar a Dios por la salvación de la América que él descubrió. Es constatable que no lo estaba, puesto que los dictadores nacionales continuaron dominando los territorios supuestamente independientes, y en el caso de Latinoamérica además se padecía el neocolonialismo económico de los Estados Unidos del Norte, que todavía no ha desaparecido.
En resumen, el poema “A Colón” puede ser considerado el manifiesto de Rubén Darío contra el descubrimiento de América, no por el hecho en sí, sino por sus derivaciones.
Arturo del Villar