Roald Dahl: Cuentos
Anagrama, Barcelona, 2016.
Todo recuerdo es, o puede ser, una celebración. Si lo es de un escritor, mejor todavía, puesto que ello demuestra que su bien –el bien de su decir y pensar, de su escritura- ha granado. Y la ocasión es propicia ahora para recordar el centenario del nacimiento de este prolífico, equívoco por lo variado de su temática, exquisito en el planteamiento expositivo y fecundo por su sonrisa y su didáctica de la soledad que es Dahl Llama la atención la brillantez con que, habiendo elegido las palabras oportunas a la ocasión, es capaz de hilar una historia que, aún pareciendo desigual en su desenlace, el engrudo de su arte consigue que, al final, el lector haya disfrutado de una historia perfectamente cerrada, lógica, llamativa por su perfección formal. Todos (casi todos) los matices de la esperanza y el miedo que acucian al hombre están en su prosa, en sus cuentos, y, uniendo sencillez y sentido del humor es un autor, creo, capaz de llegar al fondo de las oscuridades del hombre, haciendose en ello solidario de su falta de destino, de su zozobra, de su soledad. A sabiendas de la dificultad de resumir su capacidad caleidoscópica de las distintas vicisitudes que atribulan el corazón y las pasiones, señalaría dos ejemplos que podrían resultar significativos dentro de esta antología de sus Cuentos. De una parte el exquisito y liviano –y deliberadamente didáctico e irónico- cuento titulado ‘El autoestopista’, donde en un mosaico plagado de teselas minúsculas pero expresivas por sí mismas, el final resulta tan conmovedor como sugerente. De otra, el cuento ‘Cordero asado’, donde la dulce conciencia de una mujer acomodada al plácido devenir de los hábitos y anudada en un sentimiento de amor, protagoniza un acontecimiento tan contradictorio como sorprendente. Roahl, así, por muchas razones de inteligencia y capacidad literaria, siempre resulta una compañía fecunda que ahora, recordando su nacimiento, pudiera recordar a la literatura misma como un ejercicio liberador, progresista, gozosamente humano.
Ricardo Martínez