Claudio Rodríguez en la claridad de su muerte
Arturo del Villar
EL último libro publicado por Claudio Rodríguez, Casi una leyenda, apareció en 1991, hace ahora veinticinco años. Esta conmemoración nos anima a releerlo, con la nueva visión que proporciona el distanciamiento temporal. Ocho años después de esa edición, el 22 de julio de 1999, falleció el poeta, dejando una breve pero intensa obra editada, y un libro en preparación. Fue un escritor lento, que cuidaba la exactitud de cada palabra minuciosamente, sin prisa por editar.
Es notable que la serie final de poemas en Casi una leyenda esté inspirada por la idea de la muerte, y en varios precedentes se la encuentre también mencionada o aludida. Dada la distancia entre la escritura de los poemas, a lo largo de los años ochenta del siglo pasado, y la muerte del autor, no cabe suponer que sintiera un presentimiento de su final dilatado todavía. Como los más grandes poetas, desde Jorge Manrique a Juan Ramón Jiménez, pasando gloriosamente por Quevedo, se interesó por la muerte como término de todas las cosas existentes, incluida la propia vida del autor.
En cualquier caso, no es el tema esencial de Casi una leyenda, porque lo es la claridad. En otra ocasión, al comentar su primer libro, Don de la ebriedad, afirmé que podía haberse titulado exactamente “Don de la claridad”, puesto que es el tema recurrente en el poemario, y se continuó en los posteriores. En el que recordamos ahora, de los diecinueve poemas que lo integran catorce mencionan a la claridad, algunos de ellos con más de una cita, y en los cinco restantes se habla de la luz o del alba o de la iluminación, que son heraldos de la claridad. Por lo tanto, está muy claro que le atraía la claridad, por decirlo con un juego de palabras. Es una claridad tan especial que se la oye (página 11), se la desea (23), se la teme (41), y hasta se la huele (73), sucesión de sinestesias demostrativas de que Claudio Rodríguez habitaba en la claridad, con su compañera de toda la vida, Clara Miranda.
La claridad nocturna
Vamos a releer el libro, en consecuencia, deteniéndonos en las referencias a la claridad. Desde esa luz atisbaremos también la presencia de la muerte, ya que son dos conceptos enlazados en el pensamiento de Claudio Rodríguez. Comprobaremos que la claridad definitiva se alcanza únicamente al morir, y que la muerte es, por eso, bella, como claridad total compuesta por una suma de claridades.
El primer poema del libro, “Calle sin nombre”, está dividido en tres partes, que responden a tres momentos en la noche por la que deambula el poeta. En la primera parte se lee esta sinestesia: “Oigo la claridad nocturna”, como si se anunciara a los oídos mediante el ruido, y no a los ojos por medio de la intensidad luminosa. Distorsiona la misión de sus sentidos, que parecen extrañarse, confundidos por la próxima claridad. No ve su proximidad, como sería lo natural, sino que la escucha. Esa claridad de diría que llega con música, a la manera de una secuencia cinematográfica.
La poesía de Claudio Rodríguez dilapidó la herencia del simbolismo, recibida gracias a su afición a la lectura de Rimbaud. En este poema la noche simboliza la indecisión del escritor durante su tránsito por el camino de la vida en el mundo, hasta que el encuentro con la claridad resuelve todas sus dudas. Al mismo tiempo comprobamos la asiduidad de las referencias a la casa, identificada con su propia vida, su historia, su biografía completa, en la que esperaba la llegada de la muerte.
Continúa relatando este primer fragmento del primer poema que escucha cómo le llaman desde las ventanas de otras casas en la noche: “Alguien me llama desde / estas ventanas esperando el alba, / desde estas casas transparentes, solas.” Son llamadas de los otros, gentes anónimas que al igual que él buscan algo, cada uno con su afán y su esperanza. Se asoman a las ventanas para comunicarse entre ellos, cada uno en la soledad de su casa. Cuenta que las casas son trasparentes porque en realidad cada una de ellas consiste en un gran ventanal abierto a la noche.
Un dato muy significativo en la obra poética de Claudio Rodríguez anterior a Casi una leyenda es su socialización: el poeta compartía los asuntos ajenos, presentándolos en verso para hacerlos comprensibles. Así que los otros fueron protagonistas de muchos de sus poemas. No obstante, el último libro que editó se concentra en su propia experiencia. En este fragmento no solamente le llamaban los otros, sino también su juventud pasada, esa parte de su vida que continuaba en él, pero que ya no era él porque se había diluido en el tiempo.
La cara perdida
El segundo fragmento del primer poema avanza hacia la claridad del alba: “Está ya clareando”, empieza por explicar al lector. En la noche todo resultaba confuso e impreciso, pero ahora ya vislumbra algunos rasgos de esos seres que le llaman. Le interesa de todos ellos una cara: “quiero ver esa cara ahí a media ventana, / transparente y callada.” Esa cara es trasparente, como lo es la casa misma, puesto que la casa simboliza su cuerpo, que mira lejos de sí, en un distanciamiento inabarcable. Esa cara especial está callada, no le llama como hacen las otras, porque es su propia cara juvenil, casi desconocida ahora. Al verla recupera algo del tiempo alejado: “Quiero ver esa cara. Y verme en ella”, afirma categóricamente.
De modo que su camino en la noche oscura resultó ser un tránsito hacia el pasado, para volver a verse tal como fue. En principio resulta paradójico que el momento presente se halle en la oscuridad, porque la luz alumbra el pasado. Debiera ser al revés, como lo impone la lógica, pero la poesía no es una ciencia, sino una inspiración, en la que el sueño puede ser más real que la misma realidad.
Ya en el tercer fragmento domina la plenitud luminosa del día: “Ha amanecido. Y cada esquina canta”, anuncia su primer verso jubilosamente. Una bella imagen creada expresa la alegría del amanecer diciendo que “cada esquina canta”. Ahora son visibles las calles y las casas. Ahí está la suya, con la cara en la ventana que le observa desde muy lejos. En todas las culturas siempre la casa ha simbolizado el arraigo a la tierra, hasta el punto de que se denomina casa solariega a la familiar pasada de padres a hijos en las sucesivas generaciones. La casa da seguridad al que la posee, le enraíza en la tierra. En el poema la casa conserva el pasado, allí está asomado a la ventana el mismo que la contempla con unos años menos. Se diría que puede mirarse en el espejo del tiempo conservado en la casa. De modo que el tránsito por la noche hacia la claridad constituía un retorno al pasado para recuperar la juventud perdida.
La pura iluminación
En otro poema, “La mañana del búho”, en el ámbito de la casa se halla presente la poesía. Anuncia en su arranque: “Hay algunas mañanas / que lo mejor es no salir”, y enseguida explica el motivo conducente a preferir quedarse en la casa: “¡Si lo que veo es lo invisible, es pura / iluminación, / es el origen del presentimiento!” Continuemos desentrañando símbolos, para convertir en prosa vulgar la poesía en verso. En todo momento histórico ha resultado útil comentar la poesía, por sus especiales modos comunicativos mediante imágenes y metáforas no comprensibles para algunos lectores. Las dificultades aumentaron con la poesía contemporánea, debido a que la imaginería está creada por el autor.
Lo invisible mencionado en el verso es todo lo poético inmaterial, eso que constituye la esencia de la poesía, y que sólo observan los poetas. A tono con la hora de la mañana en la que nos sitúa el autor, lo invisible es “pura iluminación”, ya que el don de la claridad define al poeta. De ahí que se pregunte inmediatamente; “¿Y todo es invisible? ¡Si está claro / este momento traspasado de alba!” Por lo tanto, seguimos manteniéndonos en el dominio de la claridad, para contemplar a las cosas y sus transformaciones y explicarlas adecuadamente por medio de la escritura. Esta poesía precisa de la luz para existir
Puede asegurarse que Claudio Rodríguez atendía a la luz con igual anhelo de captarla que el sentido por los pintores impresionistas. Ellos también descubrieron el valor cambiante de la luz, que hace parecer a las cosas diferentes en las diversas horas del día. Por eso pintaron series de cuadros con el mismo tema en distintas horas, ya fuese un estanque con ninfeas, unos almiares o una estación de trenes. A pesar de copiar un idéntico modelo, y desde una sola perspectiva, nunca repitieron un cuadro: la imagen era la misma, pero la incidencia de la luz sobre ella la diferenciaba en cada reproducción.
Subida hacia la oscuridad
También para Claudio Rodríguez las cosas se muestran en función de la luz que las alumbra. Fuera de la claridad no existe nada seguro, porque la oscuridad es la duda, como ya advertimos antes, al impresionar lo visible. Pero con la luz se divisa hasta lo invisible, materia del poema. Por todo ello, en la mañana iluminada es preferible no salir y quedarse avistando lo invisible, para componer un poema que lo enumere ante los lectores. La causa se debe a que nada podemos saber, en nuestra condición humana, acerca del día siguiente.
Así se lo pregunta el poeta: “¿Y qué voy a saber si a lo mejor mañana / es nuevo día?” Ciertamente, hay días en que no amanece para alguien, por lo que permanece envuelto en la oscuridad. Aunque el poeta se encuentra amparado en la mañana luminosa, piensa en la seguridad de la incertidumbre representada por la muerte, y decide en ese momento dedicarse a mirar lo invisible poético, y a trasladarlo a su verso, ahora que está en condiciones de hacerlo.
Precisamente concluye el poema con el anuncio del avance imparable de la oscuridad, pese a mantenerse a plena luz de la mañana. Así como en el primer poema del libro se relata el paso paulatino de la noche hasta el amanecer, en este otro se pinta el resplandor de la mañana amenazado por la noche: “¡Día / que nunca será mío y que está entrando / en mi subida hacia la oscuridad!”, exclama por fin con desaliento. Se halla seguro el poeta de la inevitabilidad del destino humano, y lo anuncia cuando aún esa convicción permanece en el futuro,
En consecuencia, los versos finales quedan expuestos en una interrogación sin respuesta: “¿Viviré el movimiento, las imágenes / nunca en reposo / de esta mañana sin otoño siempre?” Ahora ya sabemos cómo responder a esa cuestión, suspendida en el instante de la escritura. El “siempre” de los seres humanos ofrece una duración limitada, tan absurdamente ridícula que nunca debiéramos utilizar esa palabra incoherente. En medio de la claridad sabía el poeta que estaba subiendo hacia la oscuridad infalible. Con ello iba a producirse una alteración sustancial en su poética, al salir del elemento intacto hasta entonces, la claridad, para adentrarse en otro desconocido.
El deseo de la claridad
Continúa la simbología ya advertida en el poema siguiente, “Nocturno de la casa ida”, sobre el papel de la casa y de la oscuridad, con algunas significativas variantes. Del mismo modo que en el primer poema contemplamos el paso de la noche al día, en éste se efectúa el tránsito al revés. Lo anuncia el primer verso: “Es la hora de la puesta”, refiriéndose a la del Sol, ese momento tan valorado por los pintores impresionistas. Como era previsible, el poeta confiesa: “Llega el deseo de la claridad.” Lo imaginábamos, al saber que su ambientación predilecta era siempre luminosa.
Tropezamos un primer comentario sorprendente relativo al avance de la oscuridad: “Se está haciendo de noche. Y qué más da.” ¿Qué ha sucedido para que de pronto no le importe salir de la luz del día? Poco después añade: “Está entrando la noche, está sonando / en cada grieta, en cada fisura.”, de modo que oye avanzar a la noche, del mismo modo que en el primer poema oía a la claridad, y lo hace tranquilamente, escuchando sus sonidos “en el ladrillo bien cocido a fuego, / en la pared con fruto con tensión hueca en temple, / en la arena del cuarzo, / en la finura de la cal, el yeso”, esto es, en los componentes de su casa, que ya se advirtió metaforizaba su cuerpo.
De nuevo nos causa extrañeza descubrir una petición sorprendente: “Ven, noche mía, ven, ven como antes”, un ruego llamativo en el poeta de la claridad, puesto que califica de suya a la noche, negación de la luz. Entendemos su significado al recurrir a Juan de la Cruz: para el poeta místico su cuerpo era también una casa, de la que salía su alma “en una noche oscura”, desde luego “estando ya mi casa sosegada”, esto es, aquietados sus sentidos. Por ello el místico arrebatado fuera de las cosas materiales, ensalzó a la noche con versos como “en la noche dichosa” y “¡oh noche amable más que la alborada”. Introdujo en la poesía española una opinión original sobre la noche, habitualmente considerada con aspectos negativos en la tradición literaria; por ejemplo, la “noche, fabricadora de embelecos” descrita por Lope de Vega, que es tanto como calificarla de peligrosa.
Referencias religiosas
Seguramente nadie calificará a Claudio Rodríguez de poeta místico, ni siquiera religioso. No obstante, en este poema leemos varias alusiones religiosas, que nos permiten relacionarlo con la tradición emanada de Juan de la Cruz. Por ejemplo, al referirse a su cuerpo desde el símbolo de la casa: “Y esta casa es un templo como la noche abierta / en música y en cruz”, al haberse convertido la casa, imagen de su cuerpo, en un templo, lugar destinado a la oración. Repetía en verso lo que escribió en prosa el apóstol Pablo a los corintios en su primera carta: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?” (traducción de Reina y Valera, 6:19). Repárese además en lo significativo de encontrar en él una cruz, símbolo tradicional del cristianismo.
Poco después los versos evocan la Navidad, el día en que se conmemora el nacimiento de Jesucristo en Belén, y menciona “el desafío / entre bautismo y réquiem”, los dos polos en el tránsito del cristiano por el mundo, desde el nacimiento hasta la muerte. Prosiguen las alusiones en estos otros versos de indudable inspiración cristiana: “Ve la fulminación, la exhalación, / el sepulcro vacío y el sudario doblado, la sábana de lino”, elementos todos utilizados para señalar la resurrección de Jesucristo en el Evangelio según Juan (20:6-7). Es segura, por tanto, la intencionalidad religiosa del poema, y resulta factible relacionarlo con los compuestos cuatro siglos antes por el fraile místico, si bien cada uno se expresó con un lenguaje particular, que demuestra las diferencias entre sus poéticas respectivas aunque ofrezcan pasajes coincidentes.
Claudio Rodríguez presenta después una identificación de su cuerpo, simbolizado en la casa, con esa noche también amable para él, más que la alborada, como la calificaba el místico, mediante estas palabras igualmente simbólicas: “Esta casa, esta noche / que se penetran y se están hiriendo / con no sé qué fecundidad.” El no sé qué es una expresión cara a Juan de la Cruz, por ejemplo en ese verso iluminado que anuncia “un no sé qué que quedan balbuciendo”, en el que los tres “que” seguidos ejecutan el balbuceo declarado.
Al final del poema repite el verso “Esta casa, esta noche…”, dejándolo también balbuciendo mediante los puntos suspensivos, antes de redactar el último verso: “Dejadme en paz. Adiós. Ya es nuevo día”, con el cual retornamos a la claridad del alba tan gustada siempre por el poeta. Reclama a los lectores que le dejen en paz, porque recorrió el itinerario de la noche oscura hasta el alba con la compañía del maestro místico, y no precisaba nada más. Así que se despide con un adiós anunciador del nuevo día, título del poema siguiente.
La verdad en las manos
Terminado ese recorrido de matiz religioso por la feliz noche oscura, no sorprende que en el poema “El robo” demuestre el autor algún temor a la claridad. Nos hubiera desconcertado hallar ese sentimiento en los libros anteriores, en los que brilla la claridad en su plenitud. Sin embargo, en Casi una leyenda no se presenta la oscuridad con tonos negativos, sino como una etapa en la alternancia necesaria con la luz, hasta una conclusión definitivamente oscura, señal del fin. Una sucesión de interrogantes denotan la ambivalencia en la contemplación de la noche oscura:
¿Y tú qué esperas? ¿Qué temes ahora?
¿La claridad de nuevo, el riesgo, la torpeza
o la audacia serena de tu rebeldía
junto a la alevosía de la noche […]
Ese interrogante respecto a la claridad demuestra que la noche oscura contiene aspectos favorables para su casa sosegada no previstos antes. La causa se encuentra en que también ha visto la noche, y esa contemplación de las cosas sin luces externas le ha facultado para comprenderlas de otra manera original por haberla interiorizado.
Poco después añade otros interrogantes, relacionándolos con la meditación sobre el Duero, el río que acompañó su infancia y adolescencia cuando residía en Zamora. Es una recreación de la clásica paridad identificativa de la vida humana con los ríos, hecha con tan acertada inspiración por Jorge Manrique:
Y fluye el Duero ilusionadamente…
Estás llegando a tanta claridad
que ya ni ves que está la primavera
sobria en los chopos ahí enfrente. Pero
¿tú qué te has hecho?
¡Si has tenido en tus manos
la verdad!
¿Qué ha sucedido? El poeta que desde el inicio de su escritura lírica estuvo inmerso en la claridad, dice en el último libro publicado por él cómo estaba alcanzando tanta claridad que le cegaba. Son muy importantes las indicaciones acumuladas en un verso, “Estás llegando a tanta claridad”. Significa que se trata de una claridad superior a la conocida hasta entonces, y que viajaba hacia el encuentro con ella. Resulta tan deslumbrante que le impide ver los frutos de la primavera. Anteriormente no sospechaba la incidencia de semejantes efectos, pero desde que realizó el itinerario espiritual por la oscuridad su situación anímica se había transformado.
Balada de cumpleaños
Tras los pasos del poeta alcanzamos unos versos en los que se funden los conceptos del nacimiento y la muerte, a la manera de esos bautismo y réquiem observados antes. Para comprender el poema titulado “Balada de un treinta de enero” es preciso tener en cuenta que Claudio Rodríguez nació el 30 de enero de 1934, por lo que esa balada estuvo inspirada por la celebración de su cumpleaños.
Las baladas suelen ser composiciones líricas tristes o melancólicas, que en principio no se ajustan al júbilo de un cumpleaños, al menos según la opinión popular, que festeja la condición de tener un año menos de vida. Lo indudable es que un cumpleaños equivale a envejecimiento, apreciable cada año más firmemente, sobre todo una vez superada la juventud. En vez de ser motivo de alegría debiera serlo de pena.
Volvemos a encontrar la imagen lírica de la casa como figura del propio cuerpo, ya desde el primer verso: “Alguien llama a la puerta y no es la hora.” La explicación de que no sea la hora la obtendremos al final, después de ver repetido parcialmente el verso, en este caso con la mera indicación “Alguien llama a la puerta”.
El cumpleaños es una invitación a que el poeta revise su vida hasta entonces. Almacena momentos de toda clase, con la indicación de que tuvo “tanta alegría hacia la claridad”, pero se duele de su pasado mediante una confesión melancólica: “No he tenido tiempo.” Es porque desearía haber realizado mucho más de lo que efectivamente había hecho hasta entonces, quedaban muchos proyectos irrealizados y ya irrealizables, porque sospecha que no le restan oportunidades para poner algo más en ejecución.
La llamada se repite, porque el visitante demuestra tener prisa. Comprendemos que se trata de la muerte, no invitada a la celebración, pero presente en cualquier lugar y en cualquier momento, como lo estuvo en la Arcadia considerada feliz, anunciada por su heraldo el tiempo justamente en un cumpleaños.
Otra vez se descubre un motivo religioso en ese repaso a la biografía ya superada: “Y estoy viendo / una crucifixión de espaldas”, esto es, su pasado puesto en la cruz, símbolo del cristianismo en el que había sido educado. Hemos de relacionarlo con el viaje espiritual recorrido por la noche oscura. Lo observa de espaldas porque realiza lo que suele denominarse echar la vista atrás, una revisión del pasado desde el momento presente. Ya que lo divisa crucificado hemos de suponer que le resulta trágica la escena general en donde queda resumida su biografía. Eso es algo que solamente el interesado está en condiciones de juzgar.
Se anuncia la muerte
El recuerdo y la consideración sobre el tiempo se terminan, porque sigue insistiendo en sus llamadas el visitante inoportuno. El poeta se ha demorado en abrir la puerta, ante la sospecha de que sea portador de malas noticias. Alguien llama a su cuerpo, ahora a la puerta, como antes desde una ventana, y su espíritu se inquieta, al reconocer que ha envejecido.
Al cumplir un año más no se dedica a especular sobre su futuro, sino que rememora el pasado. El tiempo ha inquietado siempre a los más grandes poetas, deseosos de vencerlo. Algunos creyeron conseguirlo mediante la escritura de una obra resistente a sus embestidas, al permanecer en la memoria de los lectores. Es lo que opinaba Horacio, convencido de haber consolidado una obra más resistente que el bronce. Es un falaz consuelo ante lo inexorable. En el caso de Claudio Rodríguez, comprobamos que se resignaba a llegar al final sin inquietud.
Solamente ha señalado el día y el mes, por lo que ignoramos a qué año corresponde la escritura. En cualquier caso, se reconocía viejo, y evocaba lo que debía suceder en una fecha ignorada entonces, ahora conocida por los lectores. Acepta lo inevitable con cierto desdén, no se queja ni intenta protestar por la brevedad de la vida, sino que se muestra indiferente, y así escribe en los versos finales: “Es ahora la hora. Y qué más da. / Sea a quien sea sal y abre la puerta. / ¿Al mensajero de tu nacimiento?” Es una pregunta retórica, puesto que conoce la identidad del visitante, sabe muy bien que es su muerte.
La claridad de la muerte
La última sección de Casi una leyenda se titula “Nunca vi muerte tan muerta”, y está presidida por la idea de la muerte. El poema titulado “El cristalero azul” tiene como subtítulo innecesario entre paréntesis “(La muerte)”. No hacía falta la indicación, porque nos introduce en una danza de la muerte a semejanza de aquellos poemas medievales tan intencionados, con los que se pretendía alertar a los confiados mortales para que estuviesen preparados.
A manera de estribillo reitera la invitación “Entra en el baile”, y añade: “danza con cuerpo vivo”, para resaltar que la danza sucede cuando todavía el poeta dispone de cuerpo físico, antes de morir. La invitación queda presentada y repetida, por lo que leemos: “Llega esta muerte / que es la primera y nada más”, igualmente una declaración innecesaria, porque todos tenemos una sola muerte, la primera y la única, nuestra desde siempre.
Esta danza se diferencia de las medievales por no aludir a otros bailarines. Aquí existe un único invitado, el poeta, y si acaso hubiera otros danzantes no aparecen señalados. El poeta se encara con la muerte y le hace una declaración llamativa: “Todo es oscuro pero tú eres clara”, una definición insólita para la creencia general de las personas amenazadas por ella. De donde resulta que esa claridad tan perseguida y alabada por Claudio Rodríguez en toda su obra se refería a la muerte.
Otro poema, “Solvet saeclum”, toma su título del segundo verso del Dies irae medieval, cantado hasta hace poco en los funerales catolicorromanos. Empieza con una declaración que implica un balance: “No sé por qué he vivido tanto tiempo”, como si le pareciesen excesivos los años alcanzados y lamentara no estar ya muerto. Poco después grita: “¡Si está claro / antes de amanecer!”, con lo cual asegura que en la noche también hay claridad. Se trata sin duda de la iluminación interior proporcionada por el espíritu. Volvía así a relacionarse con la mística.
La belleza de la muerte
El verso latino completo dice Solvet saeclum in favilla, anuncio de lo que sucederá cuando los siglos se reduzcan a ceniza. En el poema de Claudio Rodríguez se suceden palabras definitorias como esqueleto, ceniza, hueso, gusano, carcoma, osario y putrefacción. Todas ellas señalan el efecto de conversión de la carne en ceniza, como advierte el título. Nada inquieta al autor ante esas visiones, sino que las entiende como una purificación necesaria, “con la putrefacción que es amor puro, / donde la muerte ya no tiene nombre…”
Un paso más y definitivo lo da el poema siguiente y último del libro, “Secreta”, nada menos que la confirmación de que la muerte es bella, algo en contradicción con la cultura tradicional. Empieza y concluye el poema de la misma manera: “Tú no sabías que la muerte es bella”, algo que solamente es posible constatar después de haberse encontrado con ella, o de estarla deseando ardientemente, como le sucedía a Teresa de Jesús en sus arrebatos místicos.
Anuncia su final en medio de la claridad ya no querida: “y ya no puedo ni vivir mi vida / con las manos abiertas estar tarde / maldita y clara”, por lo que se despide de su obra y de su vida: “Ya no sé qué decir. Me voy alegre”, anuncia cuando se quiere entregar a la belleza de su muerte. Y así finaliza el libro.
Dado que mediaron ocho años entre su publicación, y varios más entre su escritura y la muerte del autor, resulta un período excesivo para imaginar premoniciones. Debemos entender que Claudio Rodríguez, a semejanza de los grandes místicos, sin serlo él, llegó a considerar la muerte como un bien deseado, y la encontró bella. Es algo contrario a la opinión generalizada entre la mayor parte de los seres humanos en todos los tiempos, pero lógico para quienes aciertan a descubrir la trascendencia del existir más allá de nuestra dimensión limitada. Por eso se fue alegre con su muerte, dejándonos su obra como modelo y como invitación para meditar.